Hace días sorprendía ver en lo alto de la lista de películas más vistas en España a El árbol de la vida (The tree of life, 2010). La última obra de Terrence Malick consiguió atraer a decenas de miles de espectadores y desatar una profunda división tanto de crítica como de público. Rara vez una cinta ganadora de la Palma de Oro de Cannes consigue tal privilegio, pero el reclamo de actores como Brad Pitt o Sean Penn y una calculada estrategia de promoción ha hecho que muchos se acercaran al cine sin tener muy claro qué iban a presenciar. La disparidad de reacciones del público ha sido tal que se ha disparado el número de reclamaciones, llegando incluso un cine de Cornellà de Llobregat a advertir a los espectadores de la complejidad de la película y prometiendo la devolución de la entrada durante los 30 primeros minutos de proyección para evitar que aquellos a los que la película genera rechazo molesten al resto.
Terrence Malick es de esa clase de creadores a los que se ama o se odia, pero que en ningún caso deja a nadie indiferente. Seis años después de El nuevo mundo (The new world, 2005), donde reinterpreta el mito de Pocahontas, el polémico director vuelve con una nueva película. En esta ocasión nos propone enlazar el origen de la vida con la infancia de Jack O’Brien en un pueblo tejano en la década de los 50. Para ello no hace uso de una estructura cinematográfica convencional, sino que a través de una aglomeración de imágenes inconexas de la fuerza de la naturaleza nos muestra un orden superior, en equilibrio, y en el que el ser humano es tan solo una parte fugaz e irrelevante.
El filme arranca con la contraposición entre el origen del universo y el fallecimiento del hermano de Jack, trastocando a una familia de clase media norteamericana. Con unas imágenes cargadas de gran lirismo se nos presenta la creación, el origen común, a través de la eclosión del universo, las primeras luces del amanecer, la irrupción de las primeras formas de vida y su progresiva evolución desde el fondo del mar hasta llegar al ser humano. La exquisita fotografía de Emmanuel Lubezki, los efectos visuales de Douglas Trumbull (2001: Una odisea del espacio, 1968) y la música de Alexandre Desplat y la no original de diversos clásicos configuran una sinfonía visual que apabulla al espectador.
En ese momento regresamos al núcleo dramático de la obra para mostrarnos la infancia. El nacimiento, los primeros pasos, la iniciación y el aprendizaje que marcará la vida adulta. Para ello solo se hace uso de luz natural y de una cámara en mano fluctuante que parece deleitarse en la improvisación y que no rehúye acercarse al máximo a los personajes. Se aprecia la búsqueda de la “hora azul” u “hora mágica”, ese momento en el que el sol todavía no ha terminado de ocultarse. El cabeza de familia lo encarna un espléndido Brad Pitt, severo y adusto. A través de un fuerte autoritarismo trata de preparar a sus tres hijos para la supervivencia en un mundo amenazador. Como si de animales se tratase, procura inculcar a sus tres hijos la crueldad que considera necesaria para la selección natural donde los demás trataran de malograr sus sueños. Al contrario, la madre (Jessica Chastain) es inocente y frágil, pura bondad, ama a sus hijos de forma genuina sin ningún tipo de exigencias. Dos modelos opuestos que se presentan ante sus hijos como la doble cara de un dios que puede ser tierno y piadoso, pero también despiadado y vengativo.
Pareciera que esta familia cristiana estadounidense fuera escogida al azar en representación de la especie humana. Sin embargo, es muy probable que coincida con la del director de la película. La vida de Terrence Malick está cubierta de misterio, ya que tiene aversión a la prensa y no concede entrevistas, lo que ha llevado a muchos a compararlo con J. D. Salinger. No obstante, lo poco que se conoce permite dibujar una identidad compleja e introvertida. Se crió en un ambiente rural en Tejas y Oklahoma. En los veranos trabajaba en una granja y como conductor. Fue un alumno brillante, lo que le llevó a estudiar filosofía en Harvard y Oxford y a impartir clases sobre Heidegger en el MIT (Massachusetts Institute of Technology: Instituto de Tecnología de Masachusets). A pesar de ello su vida ha estado llena de idas y vueltas. Abandonó la filosofía para escribir como freelance para Newsweek, Life o The New Yorker desde lugares como Londres, Miami o Bolivia, lo que posteriormente dejaría para ingresar en el American Film Institute. No ha sido un director muy prolífico. En 38 años de carrera tan solo ha filmado cinco películas. Su opera prima, Malas Tierras (Badlands, 1973), una road movie sobre un asesino en serie, le valió el aplauso de la crítica especializada. De narrativa convencional, ya contenía la potencia visual de sus posteriores films y sorprendía al no juzgar las motivaciones de sus protagonistas a la hora de cometer diversos crímenes. Con Días de cielo (Days of heaven, 1978) conseguiría el premio al mejor director en Cannes. A pesar del éxito cosechado, Malick decidió recluirse casi 20 años en París para dedicarse a la enseñanza, alejándose del cine y llegando incluso a rechazar proyectos como El hombre elefante (1980). Su vida tampoco ha estado exenta de sinsabores personales, ya que su hermano mayor se suicidó en España tras no lograr prosperar como guitarrista, mientras que su hermano pequeño sufrió un grave accidente de tráfico en el que murió su mujer.
Ello nos lleva a pensar que el personaje de Jack adulto, que interpreta Sean Penn, un profesional de éxito que se siente vacio y angustiado por la pérdida de su hermano y su relación con su padre, es su propio álter ego. Lo cual no es óbice para que su protagonismo haya caído en la sala de montaje. El propio actor ha confesado que no entiende qué aporta el personaje y por qué aparece tan poco tiempo en pantalla. Esto no es una novedad, ya que En la delgada línea roja (The thin red line, 1998) varios actores como Bill Pullman, Gary Oldman, Lukas Haas, Viggo Mortensen y Mickey Rourke grabaron escenas que no aparecen en el metraje final, y otros como George Clooney vieron reducida su participación a tan solo unos segundos. Al igual que en aquella cinta, la mala planificación del montaje hace que queden huecos en la historia, lo que desconcierta al espectador, y obliga a abusar de la voz en off sin la cual la película sería indigerible. Error poco justificable en un metraje de casi dos horas y media. Esta molestia se amplifica si tenemos en cuenta que el destinatario de esos pensamientos en off solo puede ser la propia conciencia de los personajes o Dios. Muchos directores asiáticos actuales, como Tsai Ming-liang, Kim Ki-duk, Hou Hsiao-Hsien o Hirokazu Koreeda realizan films con pocos diálogos sin tener que recurrir reiteradamente al tramposo recurso de hacer hablar a sus personajes fuera de pantalla.
Tampoco queda muy claro el mensaje filosófico de la película. Ha sido interpretada en clave cristiana por gran cantidad de críticos, ya que las siglas de Jack O’Brien coinciden con las de Job, y una cita de dicho libro abre el filme. Incluso se rumorea que el pastor de la iglesia a la que acude Malick en Austin aparece en la película. Desde este punto de vista el hombre debe mantener la fe pese a las penalidades con las que le sorprende un dios caprichoso (“Dios manda moscas a heridas que debería curar”). Sería este el camino de la gracia, no exenta de sacrificios.
Para otros es un canto a la espiritualidad existencialista, influenciado por Heidegger, donde podemos encontrar a Dios en todas partes y un ser humano que se define en su relación con la naturaleza, lo que le convierte, por lo tanto, en efímero. Lo que sí parece clara es la contraposición entre un paraíso natural perdido y una arquitectura gélida e inhumana que denota una visión alejada de la idea de progreso o de la modernidad ilustrada. Como si todos los logros modernos del hombre nunca pudieran llegar a compararse a la majestuosidad inherente a la naturaleza. Y es curioso que, como en el resto de su filmografía, el sexo no aparezca por ninguna parte, pese a ser el origen de la vida humana.
Es innegable que cualquier obra de Malick tiene interés, ya sea por su preciosismo visual o la calidez de sus atmósferas. Sin embargo, en este caso el experimento es un tanto fallido debido a sus ansias de trascendencia. El árbol de la vida es una pieza que pretende atrapar a través de la cadencia como si de poesía se tratase. Prosigue la línea de sus dos películas anteriores, superando en belleza a El nuevo mundo y captando algunos momentos de intensidad dramática como en La delgada línea roja, pero la grandilocuencia de este bello mosaico de imágenes carece de un elemento que le dé coherencia. Su objetivo mesiánico de exorcizar demonios personales termina por estropearla con un final delirante. Todo lo bello no es arte. Para transmitir sentimientos, que no sensaciones, es necesario un cierto orden, porque si no se corre el peligro de caer en un amalgama visual new age. Este “pudo ser y no fue” hará que muchos espectadores se asusten y tengan la tentación de no salirse del cine comercial en mucho tiempo.
Álvaro Imbernón Sainz es politólogo y consultor en Relaciones Internacionales. Está especializado en las relaciones entre la Unión Europea y Asia Oriental, especialmente Japón, donde vivió durante año y medio. En Fronterad ha publicado Fukushima detiene las escaleras mecánicas del metro de Tokio y Japón: “nana korobi ya oki”