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Mientras tantoLlegando tarde

Llegando tarde


Papá y mamá celebrando el Día de la madre de 1999, en Surco. Foto del autor.

Me angustia mucho llegar tarde.

Tal vez porque de niño, mi familia llegaba tarde a todo. Por ejemplo: cada vez que mamá viajaba al pueblo.

Recuerdo a la Toyota de mi papá zampándose entre los autos de la Javier Prado, avanzando a toda velocidad por las calles estrechas del Centro de Lima, entre peatones y vendedores ambulantes. Era lo que había que hacer para que mamá, que por uno u otro motivo siempre estaba lista muy tarde, alcanzara el autobús.

Esos pequeños eventos me sacaban de quicio.

No solo porque el riesgo no era necesario (¿Y si chocábamos?¿Si atropellábamos a alguien?) Sino porque la solución –ordenarse y salir más temprano– me parecía tan sencilla, tan obvia. Para mí era un problema que mi mamá no la viera así. Y mi papá corría, al parecer, porque no le quedaba otra: «Qué le vamos a hacer si tu mamá…»

Alguna noche –fueron muchas– recuerdo a la Toyota estacionada frente al portón de la agencia de autobuses Ormeño. Mientras éste empezaba a abrirse (algún empleado salía a espantar a la gente de la vereda, mientras otro abría con lentitud la pesada puerta) mi mamá bajaba de la Toyota para cruzar apurada. Mi papá iba detrás, cargando la maleta. Los dos corrían, haciéndole señas desesperadas al chofer.

Y mi madre nunca perdía el autobús.

Si alguna vez llegamos cuando éste ya se había marchado, mi madre decía que lo alcanzaríamos en el peaje. Y así mi padre se ponía a correr otra vez, detrás del volante, por la salida al sur de la carretera Panamericana. Cuando llegábamos, mi madre se paraba al costado de la caseta del peaje de Conchán, y sacudía su boleto frente a las luces del Ormeño que llegaba, para que el chofer le abriera.

Me angustiaba, también, que el mundo entero parecía acomodarse a su tardanza.

Me dirán ustedes que eran otros tiempos: Que la «hora peruana», que la precariedad de la vida en Lima en los años 80s y los 90s, la inestabilidad, la informaliddad, blablablá.

Sin embargo, si utilizan ese argumento frente a mi madre, ella les narrará, con el orgullo con el que se cuentan las hazañas, de la tarde en que salió hacia el aeropuerto de Nueva York desde la casa de mis tías en Mamaroneck –un pueblo a cuarenta minutos de Manhattan–, apenas una hora antes del despegue de su avión con destino a Lima.

Les contará cómo el taxista–un señor dominicano, tal vez ya acostumbrado a esas señoras que provocan adrenalina innecesaria–sobrepasó por muchas millas la velocidad permitida. Les dirá que el taxista se pasó algún semáforo, y dejó el taxi encendido frente a la terminal, diciéndole a mi mamá: «¡Corra, señora!» mientras él la seguía, cargando su maleta a gran velocidad.

Mi madre les dirá de la muchacha de LAN a la que tuvo que convencer para que la dejara pasar. De cómo ella registró a regañadientes la maleta de mi madre y le dijo que corriera hacia la puerta de embarque. Y mamá les contará que regresó a Lima aquella noche en que mis tías ya preparaban un plato más para la cena, allá en Mamaroneck, «para cuando regresara la Tulacha del JFK», porque no hay forma de que alcance ese avión.

Tal vez mi angustia por llegar tarde también provenga de mis mañanas de la infancia, antes del colegio. Recuerdo a mi madre manejando, levantando tierra de la berma de la Avenida La Molina, haciendo chirriar las llantas en el Óvalo de La Fontana, avanzando algunos metros trepada sobre la vereda de la Avenida El Golf.

¿Por qué, mamá? Si bastaba con empezar a desayunar unos minutos más temprano…

Me da por pensar en esas memorias cuando siento la angustia por llegar tarde. Por ejemplo: cuando voy al aeropuerto. Mientras me acomodo en la sala de espera–con mucho tiempo de sobra–pienso en mis padres haciéndole señas al Ormeño que ya partía y en mi madre subiéndose al autobús mientras me hacía adiós desde las escaleras.

Y yo la miraba, sentado en nuestro auto. Tal vez pensando en que ese mundo estaba completamente de cabeza, pero que eso, de alguna manera, mis padres lo controlaban muy bien.

 

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