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Mientras tantoMorir escribiendo

Morir escribiendo


Un momento del documental ‘Anatomía de un Dandy’.

Cuando en noviembre de 2020 se estrenó el documental Anatomía de un Dandy sobre la vida de Francisco Umbral acometí dos placeres: volver a verlo sin ni siquiera tomarme un respiro y releer Un ser de lejanías (2001). En ese libro quizá se encuentre el Umbral más lúcido y poético, existencial y verdadero, aunque él dijera que había sido «un farsante» toda su vida.

Desde luego, ya no era el Umbral que trataba de conquistar Madrid con una máquina de escribir que por entonces sonaba «como una ametralladora»; ni aquel que llegó de Valladolid en un «autobús temulento» y sufrió la vida nómada de incertidumbres, soledades y precariedad capitalinas, cuando «el ruido de lluvia de la máquina llenaba la pensión y el silencio vacío»; tampoco se trataba ya de aquel Francisco Pérez que se construía un nombre, una imagen, una identidad, en medio de una gran brega de trabajos, fracasos, periodismo, literatura, contratiempos, escritura redentora; ni aquel que publicaba con distintas firmas, como la de F. Alejandro, en alusión enmascarada a su padre, Alejandro Urrutia, del que nadie supo nunca nada y del que se habla en el documental tomando como referencia el revelador reportaje de Manuel Jabois.

No quedaba en Un ser de lejanías apenas retazos de aquel Umbral de las grandes tribulaciones de la vida. La ausencia y el misterio del padre y la pronta muerte de su madre; de aquel Umbral que solo había vivido cinco años de su vida: los cinco años de la vida de su hijo: un tiempo de exaltación, desbordado de plenitud, cuando estaba «oyendo crecer» a su niño: «Creía amar a un niño y he amado a muchos niños». En un Un ser de lejanías habla, escribe, de consuetudinarias constancias poéticas, el amor a su gata, los cielos de Madrid, el hastío de la vida social, la reflexión sobre la muerte acechante. Es un Umbral postrero, «crepuscular», un escritor alejado de cualquier pretensión de conquista y al que ya solo le queda concluir que «el éxito está vacío».

¿Qué quedaba, entonces, de ese «ser Francisco Umbral» al final de sus días? Escribir. Lo que nunca mermó, lo que nunca le defraudó, lo que lo mantuvo a salvo fue escribir. Por encima de clichés sobre él mismo, por encima del «ogro» que aparentaba ser, por encima de su propia imagen creada durante años. La escritura, la música del idioma, «el chaparrón alegre de las letras». Escribió «casi de una manera pecaminosa». «Escribir es un hecho físico». «La escritura es una verdadera fornicación con el lenguaje». «Cuando escribo, lo hago deliberadamente. A mí no se me escapa ni una sola palabra». «Hay que quemarse en algo en la vida; yo aspiro a morir escribiendo».

Cuando vi el pasado domingo 30 de enero en el programa Imprescindibles de La 2 TVE Anatomía de un Dandy, producido por Malvalanda, Dadá Films & Entertainment, Por Amor al Arte y RTVE, esperé unos días a que lo subieran a la web para disfrutarlo de nuevo. Charly Arnaiz y Alberto Ortega, los directores del documental, operan con las artes cinematográficas en las entrañas más delicadas pero también laberínticas del escritor: la intangible identidad del ser, la humanidad latente y algo dañada bajo capas y forros de su personaje. La labor forense resulta tan atractiva y sugestiva como deslumbrante, posesivo y encandilador es el estilo de Umbral. La selección de fotografías, vídeos, audios, textos, erigen e hilan la película, así como las cicatrices de una vida.

Dividido en capítulos como si de un libro se tratara, el grado de emotividad alcanza su cenit en el titulado Mortal y rosa, cuando se habla de Pincho, el hijo de Umbral, que falleció de leucemia con seis años. Con arte y terneza, los directores crean una animación entrañable y desgarradora a partir de unos dibujos de Pincho, acompañados de una grabación donde a Umbral se le escucha una voz distinta mientras le narra un cuento, más aguda y viva, sin eco ni pose, rica en entonaciones, diáfana. Era así siempre que se dirigía al niño. Y también en esos momentos duros, cuando trataba de evadir al pequeño de la hiriente realidad de la enfermedad y se inventaba historias para distraerle.

Aparte de aquella voz feliz e irreconocible de Umbral hablando con su hijo, hay otra: sus respuestas extraídas de una entrevista inédita que concedió en los últimos años de su vida al profesor universitario Eduardo Martínez Rico y de las que se sirven los artífices del documental para construir la línea cronológica. Pero son muchas otras voces las que también componen este mosaico de perspectivas sobre su figura. La suave y melancólica de Aitana Sánchez Gijón narrando fragmentos de Carta a mi mujer, La noche que llegué al Café Gijón, Un ser de lejanías, Mortal y rosa…; las de quienes lo conocieron y quienes lo admiran (Raúl del Pozo, Ángel Antonio Herrera, Pedro J. Ramírez, David Gistau, Manuel Jabois); las de quienes diseccionaron anatómicamente sus palabras (las profesoras Bénédicte de Buron-Brun y Fanny Rubio); la voz tranquila y amable de su mujer, María España, último miembro de esa «sagrada familia» y quien verdaderamente lo conocía en profundidad: «Paco, que iba como de duro por la vida, no era realmente así».

Y la otra voz, quizá la que más conmueve, hueca y algo ajada por el deterioro de las cintas de cassettes, reliquias muchos años sin desempolvar y que salvaguardaban el timbre del hijo: «Pincho, ¿cómo te llamas tú?», le pregunta su madre y él responde orgulloso alzando la voz: «¡Francisco Umbral! Como papi». Aquella exclamación inocente de su niño, que se nombra y nombra también al padre, debió de llenarle como nada en el mundo; debió de ser catártica y colmar, por un momento, todo el sentido de su vida.

 

 

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