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Mientras tantoLa peli o la vida

La peli o la vida


¿Cómo animar un viernes de febrero? Una película japonesa de tres horas no parece la mejor idea, desde luego, y menos si es de esas que prometen desentrañar el sinsentido del alma humana, deslumbrar con dramas a fuego lento, partirte en dos con diálogos como epifanías. Pero de vez en cuando uno se la juega, arriesga, se plantea si compensa sacrificar todo lo demás. A pesar de las dudas, a veces se acierta manteniendo la fe.

Solo proyectaban Drive my car en un cine, y solo había una sesión programada, de ocho de la tarde a once de la noche. Huelga decir lo que dejaba a un lado si optaba por ver la película de Hamaguchi, que es la adaptación de un relato de Murakami (¡casi!). Pero las críticas eran inmejorables: «Obra maestra», «cine perfecto», «maestría narrativa». ¿Cómo permanecer ajeno a algo así? ¿Cómo obviar los mejores frutos de nuestra especie?

Lo malo es que tengo un problema con las hipérboles y los superlativos, y es que tiendo a interpretarlos irónicamente. En ese sentido, los extractos de críticas de la película que leí en FilmAffinity tenían bastante miga: «Una belleza por momentos insoportable», «180 minutos de metraje tan íntimos como absolutamente monumentales», «horas de cine que pasan por la retina como una exhalación de fiebre». Dios santo, tápese.

Aunque, en cuanto a críticas, siempre encuentras el contrapunto: Carlos Boyero. Escribe desde el yo, es antiacademicista, lo que quieran decir de él, pero si lleva décadas ganándose el pan con sus escritos, no será por ir a contracorriente como un burro, sino porque ha coincidido con el sentir general en más de una ocasión. Y sus palabras, un jarro de agua fría: «No logro llegar al final, la modorra me invade desde el principio. Qué manía la de alargar tanto las películas». Tremendo. ¿Qué hacer ante eso?

Al plan tampoco le ayudaba el hecho de vivir en una ciudad en la que el cine es eso que está en un centro comercial de las afueras, al que hay que ir en coche sí o sí (ir al cine dando un paseo, qué tiempos). Ante este panorama, recordé una columna de Ignacio Echevarría, titulada Receptividad. Aunque en el texto se refería a la literatura, la idea también podría aplicarse al cine: la buena o mala disposición ante una película influye en la opinión final sobre la misma. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que al final cambié de idea, que me fui de cervezas, que me entregué a la banalidad. Aun así, no he claudicado todavía, no. Quizá los martes, por ejemplo, le vayan mejor a Hamaguchi. Veremos.

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