Pasear tranquilamente por un parque de Madrid (o de cualquier ciudad) es un acto de resistencia en sí mismo en un mundo que nos exige ir siempre a toda velocidad y sobre ruedas, mejor si son las privadas y no las del transporte público.
Caminar, además, sin estar atendiendo constantemente el móvil y el WhatsApp multiplica el nivel de resistencia requerida y llega a ser un acto revolucionario. La exigencia de la velocidad ha sido superada por la de la conexión constante, día y noche. No sé antes de la era digital cómo podíamos vivir o cómo era posible que funcionara el mundo.
El acto de gran resistencia revolucionaria no es ya caminar sin mirar al móvil. Es andar sin ni siquiera tenerlo cercano al oído, o al tacto, por si vibra; o en el reloj, para consultar los avisos mucho más que antes cuando lo hacíamos con la hora.
Pisar aceras, o caminos, sin hacer nada más que eso. ¿Alguien es capaz? Porque también están los podcast y ese «voy a aprovechar esta horita que me voy a caminar o a correr para oír esto porque, de lo contrario, no encontraré el tiempo necesario».
Qué gran placer el de perder el tiempo caminando.
Andar sin hacer otra cosa que estar concentrados en nuestros propios pasos y en los lugares y en los ambientes por los que los damos es el gran placer perdido. El caminar sin necesidad de estar yendo a ninguna parte, a hacer recados, a visitar a alguien, a consumir… Mover las piernas por moverlas y porque el horizonte de la mirada no sean los 40 centímetros que nos separan de la pantalla del ordenador.
No sé si le pasa a alguien más, pero confieso que hay lugares por los que paso con mucha frecuencia que no sé qué alumbrado tienen, qué tipo de farolas, qué pavimento, qué tiendas, qué bares, cuáles han abierto y cuáles han cerrado. Yo no seré como mi padre, que en Burgos me cuenta pues aquí hubo esto y luego pusieron esto otro y este autobús pasaba por aquí y no por allá… No tendré memoria de la ciudad. O escasa.
Y la culpa la tengo yo, claro, y el móvil. También unos pensamientos demasiado invasivos que muchas veces me impiden disfrutar o atender a lo que sucede alrededor.
Esa es otra: la de quienes van a caminar para encontrarse con sus propios pensamientos. En el día a día hay demasiado ruido alrededor que nos impide lo más básico: saber qué pensamos sobre cualquier cosa y por qué pensamos lo que pensamos.
Aunque de todo eso que no nos permite disfrutar del entorno también se deriva el gran placer del descubrimiento. Cuando una se propone pasear para atender y aprender del entorno logra percatarse de auténticas maravillas hasta ese momento inadvertidas: pero que esta Iglesia maravillosa estaba aquí; esta pequeña tienda, fíjate, tú, y yo que me iba al quinto pino o a El Corte Inglés, con la rabia que me da, porque pensaba que no tenía una ferretería cerca; o qué hermoso contraste el que conforman esos dos edificios; qué palacio; qué casita…
El Gran Confinamiento que trajo la pandemia y su silencio asociado hicieron posible que se escucharan los pájaros en mi barrio. O eso era lo que yo pensaba. Porque ahora, vuelta la normalidad con la COVID gripalizada de facto, sigo oyendo esos trinos. ¿Antes del coronavirus esos pájaros estaban ya allí?, ¿yo no los oía porque no estaba lo suficientemente atenta?, ¿la pandemia me ha hecho más consciente de los estímulos que hay a mi alrededor?, ¿o es que los pájaros han reconquistado el espacio que les pertenecía por derecho propio cuando desaparecimos los humanos de las calles y también nuestros coches?
Paseando tratando de no hacer nada más que eso he descubierto estos días un grupo bastante nutrido de mujeres que hacen gimnasia en El Retiro guiadas por un monitor estupendo que con total naturalidad muestra lo consciente que es de la edad de sus alumnas: “Si no podemos por nosotras mismas, lo hacemos apoyadas así en un árbol, como hago yo”. Qué maravilla la de hacer gimnasia en un parque sin la pantallita delante que tienen ahora todas las máquinas para que no te aburras y se te haga más llevadero el esfuerzo que haces en el gimnasio. Qué bonitas esas mujeres que disfrutan del sol de invierno y sólo atienden a lo que les dice el monitor y, de reojo, a los movimientos de sus compañeras. Sin móviles, sin pantallas, sin selfies, sin instagram… Son la resistencia. Son referentes.
Andar, atender, ver… caminar por todas partes, salir de nuestro ámbito habitual de movimientos, conocer… Saber cómo vive la gente en diferentes barrios, en diferentes ambientes, en las diferentes geografías que habitan nuestros vecinos, los de nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestra Comunidad Autónoma, nuestro país, nuestro continente y nuestro mundo es una herramienta muy poderosa contra la intolerancia.
Ahora que en la conversación vuelve a dominar la discusión sobre qué se puede hacer para frenar a la extrema derecha, una manera al alcance de todos para descubrir la humanidad que nos une, para caer en la cuenta de lo parecidísimos que somos todos, de cómo nuestras necesidades son muy similares, al margen del lugar en el que vivamos, del color de nuestra piel, de nuestra religión (o ausencia de ella), de nuestra orientación sexual o incluso de nuestro poder adquisitivo, es caminar.
Andar en Madrid desde el distrito de Retiro hasta Entrevías, donde por cierto se encuentra la mejor terraza de Madrid para tomar una caña al sol en los meses en los que aún no hace mucho calor; desde Matadero hasta los chinos de Usera; desde Embajadores al barrio de San Fermín y su Parque Lineal del Manzanares; desde Fuente del Berro hasta La Elipa y los cementerios, también el Civil; desde Arganzuela a Pan Bendito y la casita baja que aún sobrevive de otros tiempos; desde el barrio de la Estrella a Moratalaz. Hay que patear.
Leer y viajar no curan ni evitan el fascismo. O sólo lo hacen si se lee y se viaja de una determinada manera. De esa forma consciente y buscando o cayendo en la cuenta de lo que a todas las personas nos une como especie.
Abandonemos el móvil en casa, dejemos de viralizar contenidos tóxicos desde el sofá y echémonos a la calle a conocer a todos nuestros barrios, a todos nuestros vecinos. Es gratis.