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AcordeónDe Yeltsin a Putin: treinta años para cambiar el mundo

De Yeltsin a Putin: treinta años para cambiar el mundo

Apenas habían pasado cuatro años desde la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, cuando el presidente norteamericano George H. W. Bush autorizaba al general Colin Powell para que explicara su oferta militar al resto de las superpotencias del mundo. Por un lado, se eliminaban todas las armas tácticas del ejército y la marina; por el otro, se mantendrían dos mil bombas aerotransportadas en Europa, junto a los misiles intercontinentales de los submarinos. También seguirían en su sitio todas las armas nucleares estratégicas y, como si fuera un “regalo”, la Casa Blanca añadía que los bombarderos nucleares B1 y B52 dejarían de estar en alerta.

El exsecretario de Estado, Henry Kissinger, apuntaba el nuevo modelo de relaciones internacionales: “El mundo no será tan estable como estos últimos años. Hay que prepararse para otros conflictos fuera del esquema de un enfrentamiento entre superpotencias”. Era un análisis de lo que había en ese momento y se proyectaba hacia un futuro cercano. Pero la caída del muro de Berlín en 1989 fue el símbolo mediático que confirmó la débil situación de una Unión Soviética económicamente en quiebra. O mejor dicho, el Kremlin se encontraba en estado de “colapso económico”, algo que ya se había visto reflejado incluso en fotos, como ocurrió con la firma del Tratado de Belavezha, donde los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia formalizaron la disolución de la URSS y su sustitución por lo que se llamaría en el futuro la Comunidad de Estados Independientes (CEI).

Pero no todo estaba tan claro en el Pentágono, donde se seguía con preocupación el potencial de las 85 divisiones rusas que se situaban a lo largo de la frontera de lo que ya se empezaba a conocer como la “Nueva Rusia”. Nadie se atrevía a analizar lo que iba a suponer la caída del mayor imperio contemporáneo en el Este.

Mientras tanto, Occidente –dígase especialmente Europa– tenía dos preocupaciones añadidas. Una hacía referencia a un informe de los servicios de inteligencia soviéticos del KGB en el que reconocían que podía estar dándose una “relajación” en el control nuclear soviético y que ello podría acabar en la aparición de “mercenarios nucleares”. Aquella posibilidad generó una situación política que bordeaba la risa cuando desde la diplomacia norteamericana se trasladaba al Kremlin que Estados Unidos podía “guardar físicamente” las peligrosas armas soviéticas. Vamos, como si fuera una cosa entre colegas nucleares. Por otro lado, quedaba la duda de cuál tendría que ser la amenaza para que las armas nucleares estadounidenses fueran utilizadas en Europa.

El mundo observaba atónito cómo aquel imperio que iba desde la península de Sajalín, en el mar de Japón, hasta el sur de Ucrania se había quedado, de repente, sin líderes ni interlocutores realmente válidos, tanto en el campo político como en el militar.

Durante un periodo de transición no muy largo sobresalió la figura de Mijaíl Gorbachov, por entonces secretario general del Comité Central del Partido Comunista, y que sería rápidamente arrinconado por Boris Yeltsin, flamante ganador de las elecciones presidenciales en junio de 1991, cuando los rusos fueron a votar por primera vez en su historia. Yeltsin recibió el 45% de los votos emitidos, de un censo de 148 millones de personas de las que habría votado el 75%.

Aquella Rusia transformada en una democracia destapó el sueño de tener dinero entre sus habitantes, mientras seguían desaparecidos los doce millones de parados encubiertos, de los que nadie hablaba, pues en el comunismo “no había paro”. Se les calificaba como vagabundos o gente indeseable que ocultaba su situación para evitar ser detenidos por la policía si les veían pedir o mendigar.

Así, los tovarich pasaban a ser ciudadanos demócratas, con nuevas ilusiones, como tener coche y piso propios. También quedaba instaurada la “propiedad privada” en un imperio que seguía manteniendo el símbolo del pasado, la hoz y el martillo sobre fondo rojo.

Los nuevos camaradas-capitalistas seguían conviviendo con la vieja corrupción, de la que no se salvaban ni el partido comunista (PCUS) ni, por supuesto, la sobredimensionada Administración pública, en la que el nivel del cargo iba en función del número de teléfonos que se tuvieran sobre la mesa. En el Komsomol (Juventudes Comunistas) había un nuevo grupo en el que sus miembros se llamaban a sí mismos “camaradas yuppies”.

Las dachas (casas) de lujo pasaban a ser propiedad de hombres poderosos, generalmente del ámbito político y militar. Las fincas de alto valor económico también fueron adquiridas a precios de saldo gracias a gestiones administrativas amañadas.

Apenas dos meses después de ser elegido en las urnas como presidente, las primeras órdenes de Boris Yeltsin fueron la supresión de las actividades del Partido Comunista (PCUS) y la incautación de sus sedes en Moscú. También se cerraba el diario Pravda (“Verdad”) y se cesaba al director de agencia oficial de noticias Tass. Pero, por el contrario, se mantenía el diario Izvestia, que representaba la voz del Gobierno, como lo fue del Presídium del Sóviet Supremo de la URSS. Todo ello ocurría al mismo tiempo que se derribaban algunas estatuas de Lenin y eran detenidas personas que se manifestaban pacíficamente.

Dentro de ciertos sectores mediáticos y políticos se comentaba con preocupación que en Rusia se estaba dando “una ola anticomunista”, lo que debió ser el motivo de un intento de Golpe de Estado que duró tres días, con algunos carros de combate que llegaron hasta la Plaza Roja. La exhibición de varios blindados por algunas calles dejó la sospecha de si el golpe fue de verdad o una teatralización al mundo de que la nueva democracia estaba amenazada. La imagen de aquella movilización militar, que dio la vuelta al mundo, fue la de Boris Yeltsin subido encima de un carro de combate en pleno centro de la Plaza Roja, a la que accedió andando tranquilamente.

En aquellas elecciones había quedado claro que los rusos quisieron parar el modelo totalitario en el que vivían, aunque desconocieran lo que vendría con el postcomunismo. Esperaban de Yeltsin muchos rublos, pero también algunos dólares, de la misma manera que soñaban con volver a vivir dentro de aquel imperio que todas las naciones del mundo llegaron a respetar porque, en el fondo, lo temían. Quizá el primer movimiento que se hizo en esa línea fue cuando se cambió el nombre de la ciudad de Leningrado por el de San Petersburgo, como si quisieran con ese gesto resucitar a Pedro el Grande, el zar del siglo XVIII que además de ganar todas las batallas y expandir el imperio logró una salida al mar Báltico. Otro aviso sobre futuras intenciones.

Si las elecciones a la presidencia de Rusia habían sido arrolladoramente favorables a Yeltsin, en Ucrania la situación era muy diferente, ya que por aquellas mismas fechas, y en el marco de unas elecciones locales, triunfaba un frente popular conocido como Ruj (Unidad), que lograba imponerse al aparato ruso oficial en la ciudad de Lvov o Leópolis y empataba en Kiev con los comunistas tradicionales. Por si fuera poco, el Ruj creaba una comisión encargada de formar el “Ejército ucraniano” y ofrecía asesoría jurídica a los jóvenes que se negasen a ingresar en el ejército de la antigua URSS.

Moscú andaba entonces por los nueve millones de habitantes y caminar por sus calles resultaba sorprendente para un occidental. Se decía que por cada trescientos habitantes había un miembro de los servicios de inteligencia. Cuando estuve allí en esa época, creo que todos los que me miraban fijamente o me seguían un rato, eran miembros del KGB. O también del GRU, los servicios de inteligencia militar sobre quienes recaían las primeras sospechas de estar detrás de aquella intentona de revertir la democracia.

Los ciudadanos moscovitas podrían dividirse en dos grupos callejeros por aquellas fechas de comienzos de los años noventa. Unos eran los que podían acceder al interior del recién inaugurado McDonald’s, en pleno centro de la capital, guardando larguísimas colas, y los otros, aquellos que tenían que caminar durante horas en busca de las “tiendas del Estado” que tuvieran algún producto a la venta que se pudiera comprar a bajo precio. Mientras las hamburguesas se vendían por miles al precio de dos euros cada una, las tiendas públicas apenas mostraban en sus escaparates productos básicos. Se hablaba de que el comunismo había muerto entre mordisco y mordisco de carne con kétchup.

Por las calles podía verse el caminar pausado de personas de edad avanzada que portaban una bolsa colgada de su mano, preparada por si encontraban durante su recorrido alguna de esas tiendas de la propaganda marxista que tuviese productos a la venta para poder llevárselos antes de que se agotasen. Muchos de esos “buscadores de alimentos” se quejaban claramente diciendo que “libertad sin comida, no es libertad”. Aquella gente tenía la sospecha de que la naciente democracia en Rusia mantenía la división de clases y les condenaba a seguir pasando hambre. No confiaban en los cambios que les habían traído los votos.

De la misma manera, era habitual ver caras serias y gestos de preocupación en los pequeños grupos de militares que hablaban entre sí en medio de las calles. En la guerra de Afganistán muchos soldados no habían vuelto a casa y nadie daba información de su paradero, lo que llevó a muchas madres de los desaparecidos a manifestarse con las fotos de sus hijos delante de los miembros del Gobierno que estuvieran a su alcance. La exhibición de armamento militar se había reservado a parques como el de la Armada, donde se mostraba el material bélico ruso utilizado en la Segunda Guerra Mundial para que grandes y pequeños pudiesen disfrutar de la “Gran Victoria”, eso sí, con fecha acotada entre 1941 y 1945.

Aquella superpotencia nuclear, que había hecho gala de sus misiles intercontinentales SS-20 durante la Guerra Fría, tenía ahora la gasolina a precios desorbitados para sus ciudadanos, quienes debían portar recipientes de plástico para recoger los pocos litros que les tocaban en el surtidor y volcarlos después en el depósito de sus vehículos. Se comentaba que incluso se robaba la gasolina de los camiones militares que pasaban la noche aparcados por las calles de la capital del viejo imperio. La culpa de esa situación la tenía, claro, la “crisis energética de Occidente” en particular y del capitalismo en general, lo que les llevaba a “potenciar el ahorro”, según se ordenaba desde el Partido Comunista de la Unión Soviética.

Han pasado treinta años desde aquellos finales de los ochenta y principios de los noventa, en los que la URSS abandonaba la carrera armamentista, a lo que contribuyó la fake news más rentable de la historia: Estados Unidos anunció que contaba con una “extensa red de satélites militares” capaz de “destruir los misiles soviéticos”, y el Pacto de Varsovia lo creyó. El presidente norteamericano del momento, Ronald Reagan, ganó la escalada del armamento con una mentira.

Desde entonces hasta hoy, Europa y Estados Unidos han podido cometer el error de focalizar las amenazas globales exclusivamente en los países de Oriente Medio. Sea por el crecimiento de las células terroristas en países islamistas, sea por la guerra de Irak con el petróleo de por medio, guerra que tuvo su origen en otra gran noticia falsa que informaba sobre las armas de “destrucción masiva” que supuestamente tenía en su poder Sadam Hussein.

Seguramente el gran error de Estados Unidos y Europa en lo que va del siglo XXI haya sido centrarse –únicamente– en vigilar y tratar de controlar el peligro que suponía para el mundo el crecimiento de un islamismo radicalizado con ansias expansionistas y que amenazaba la estabilidad social y económica de Occidente, mientras se daba por olvidado lo que pasaba muy cerca de la plaza turística del Kremlin, en Moscú, donde se encuentra también la poderosa e influyente iglesia ortodoxa que representa la catedral de San Basilio, religión a la que Vladimir Putin ha dado sobradas muestras de cercanía.

La invasión rusa en Ucrania demuestra que Occidente ha suspendido el examen al caerle la pregunta que no esperaba. Los analistas más influyentes ya reconocen que es el problema más grave desde la Segunda Guerra Mundial. El mundo libre ha tenido treinta años para darse cuenta.

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