La Guerra Civil española, de cuyo estallido se acaban de cumplir los 75 años, fue una ocasión para que muchos intelectuales extranjeros miraran hacia la península en llamas. Algunos llegaron por primera vez, pero otros muchos culminaron una meticulosa y certera labor de acercamiento; algunos tuvieron un protagonismo político y periodístico inmediato, pero otros recorrieron el país buscando la esencia de la catástrofe en el rostro de las víctimas. Entre los segundos destaca el caso de Ilya Ehrenburg, cuya labor quedó eclipsada, tal vez, por el desmedido protagonismo político y mediático de Mijail Koltsov. Ehrenburg, sin embargo, eligió la literatura.
Cuando se habla de un ruso en la Guerra Civil Española, aparece, de forma casi inevitable, la figura omnipresente de Mijail Koltsov. Agitador político, propagandista incansable, periodista de éxito, Koltsov llegó a España nada más estallar el conflicto y permaneció en el país quince meses, durante los cuales informó puntual y apasionadamente a los millones de lectores que seguían sus crónicas en Pravda sobre lo que ocurría en el otro extremo de Europa. Además, fue los “ojos de Stalin en España” o, al menos, sus anteojos: pocos dudaban de que sus opiniones y consignas interpretaban o trasladaban la voluntad del Kremlin. A su regreso a la URSS publicó por entregas con gran éxito su Diario de la guerra de España. Stalin le invitó a su palco del Bolshoi y le felicitó. Le propuso –lo que sin duda constituía una gran honor– dar la conferencia de presentación de la Historia del Partido Bolchevique, un libro en el que participaba el mismo Stalin. La sala de la Unión de Escritores de Moscú estaba abarrotada el 12 de diciembre de 1938, cuando se celebró la conferencia, y aplaudió sin fisuras la intervención del camarada Koltsov. Esa misma noche, agentes del NKVD fueron a buscarle a su despacho de Pravda y desapareció para siempre sin que, hasta la fecha, conozcamos el motivo de su fulminante caída.
El libro de Paul Preston Idealistas bajo las balas dedica un capítulo a Mijail Koltsov. Preston desvela muchos de los misterios que rodean la trayectoria de este intrépido personaje. Desde la verdadera identidad del mexicano Miguel Martínez, su alter ego, hasta el nombre del acusador que precipitó su final: André Marty. Arturo Barea le presenta como iracundo y colérico, dando órdenes y organizando la defensa de Madrid; Heminway le consideró –en la piel del personaje Karkov de Por quién doblan las campanas– el hombre más inteligente que había conocido en España; Ilya Ehrenburg dijo que era un brillante periodista que resumía las virtudes y los defectos espirituales de los años treinta; no se explicaba cómo pudo tener semejante final alguien que “cumplió con honor cada tarea que se le asignó”. La razón, para Preston, hay que buscarla en la relación que Koltsov tuvo con España. El periodista era un convencido antifascista –en un tiempo en el que Stalin estaba a punto de pactar con Hitler–, y su entusiasmo por la noble lucha del pueblo español era sin duda un peligroso ejemplo para una Unión Soviética cada vez más enrocada en sus purgas, delaciones y miserias.
España como proyección de un sueño; España como campo de batalla donde está en juego el destino de la verdadera revolución; España como territorio donde construir la nueva sociedad proletaria… Es lo que se propone Koltsov en sus encendidos artículos de Pravda. Pero la percepción del conflicto español que tanto interesó al pueblo soviético habría quedado coja si no hubiera habido otro punto de vista. Mucho menos apasionado y más reflexivo, mucho menos político y más literario: el punto de vista de Ilya Ehrenburg.
Nacido en el seno de una familia judía de Kiev, Ehrenburg participó en los movimientos revolucionarios de 1905, por los que fue encarcelado durante varios meses. En 1908 llegó por primera vez a París –la ciudad que habría de convertirse en su segunda patria– como emigrado político y allí escribió poemas influenciado por Verlaine y conoció a Apollinaire, Léger, Diego Rivera, Modigliani y Picasso. En 1915, Ramón Gómez de la Serna, un gran escritor español, le trató en la capital francesa y trazó de él el siguiente retrato literario: “La actitud de este ruso era misteriosa, sigilosa, pálida. Llevaba un gabán largo y un sombrero muy pequeño. Andaba como si le estorbase el paso un hábito de trapense. Siempre, también, parecía andar por el claustro, convirtiéndose en un largo claustro las calles por donde él pasaba. Diego María Rivera, el magnífico pintor mejicano, que residía en París, tenía una gran fe en él y solía decir: ‘Es el poeta más terrible y conmovedor de su país… Todos los rusos jóvenes le veneran y siempre están hablando de él silenciosamente. Las rusas se dejarían matar por él’”.
Regresó a Rusia en 1917, cuando estalló la Revolución de Octubre, y se integró en ella trabajando en tareas educativas. Durante la Primera Guerra Mundial había tenido su primera experiencia como corresponsal de guerra. Trabajó para un periódico ruso en Francia y descubrió su gran vocación periodística. En 1921, crítico con la evolución del proceso revolucionario, abandonó la URSS y vagó por Europa hasta recalar de nuevo en París, en 1925. Había escrito y publicado ya uno de sus mejores libros, Aventuras extraordinarias del mexicano Julio Jurenito y sus discípulos, según el título de la primera traducción española, que data de 1928 y lleva un prólogo de Nikalai Bujarin, gran amigo del autor y, al igual que Koltsov, ejecutado por orden de Stalin en 1938.
Desde siempre, Ehrenburg se había sentido atraído por España. “Como sucede a menudo”, escribe en sus memorias, “había comenzado a comprenderla a través del arte. En los museos de las diversas ciudades que visité me detuve largo rato ante los cuadros de Velázquez, Zurbarán, el Greco y Goya”. También se refiere a su pasión por la literatura española, especialmente la poesía clásica del Romancero, Gonzalo de Berceo, Jorge Manrique, Quevedo, y, sobre todo, Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Había aprendido a leer español (según Gómez de la Serna leía español, pero no hablaba una palabra) y descubrió en la poesía, en el Quijote y en los cuadros “un realismo cruel, una ironía constante… un estilo elevado sin patetismos”.
La proclamación de la República en abril de 1931 renueva su interés por conocer el país. Tras varios meses a la espera del visado, llega por fin a España, donde permanecerá hasta final de año. Fruto de este viaje es España, república de trabajadores, un libro intenso y sutil, una visión inteligente y conmovedora de un país que quiere dejar atrás su atraso secular y su crónico aislamiento del exterior. El título responde al artículo primero de la nueva constitución, que establecía que España es una “república de trabajadores de todas las clases”, lo que divertía mucho a Ehrenburg. El libro se publicó antes en español que en ruso y constituye una radiografía precisa de uno de los momentos culminantes de la España del siglo XX realizado por un autor que tanto quiso al país. Es, también, el fundamento, el semillero de los escritos que habrían de fructificar durante la guerra civil del 36 al 39.
Nada más llegar a Madrid, es detenido y conducido a la comisaría, pero las nuevas autoridades, conscientes de la labor que se propone el autor ruso, le ayudan en su propósito y le facilitan contactos y entrevistas para que cumpla el plan de su viaje. Madrid le parece una capital elegante y moderna, con edificios de quince pisos en la Gran Vía y lujosos cafés y restaurantes. Le llama sobre todo la atención el empeño de los madrileños por limpiarse los zapatos y, por tanto, la profusión de limpiabotas. El madrileño es atildado y presumido, lleva las botas brillantes, pero no tiene un duro en el bolsillo. Aun así no perdona el vermouth de aperitivo y el café de sobremesa, aunque entre medias no haya comido. Hay una vida de figuración y las casas de empeños proliferan en todas las esquinas. En los primeros días del nuevo régimen, los cafés que daban a la calle estaban vacíos porque los caballeros no comprendían aún exactamente el significado de la palabra república. Pero enseguida todos se convirtieron en furibundos republicanos, cuando comprobaron que aquello no alteraba su vida ni sus costumbres. “Esta República”, reflexiona Ehrenburg con cierto tono crítico, “es tan delicada y fina, que se hace difícil reñir con ella”.
En las Cortes –asiste a una sesión en la que toma la palabra Unamuno– se delibera sobre el divorcio, pero las mujeres de los diputados esperan pacientemente a sus esposos encerradas en sus casas. En los casinos de provincias, cuando entra una mujer los concurrentes se ponen en pie en señal de respeto. Es la contradicción de una sociedad que avanza en sus leyes, pero lastrada por sus costumbres. España, para Ehrenburg, es un país de individualistas, donde es difícil que se implante el comunismo porque se desprecia la disciplina y el gobierno.
“España ha dejado de ser católica”, ha proclamado Azaña con gran escándalo. El viajero ruso piensa, sin embargo, que, a diferencia de Francia, donde el clero trata de conducirse decentemente, “en España, a los curas no les importan nada las apariencias”. Frecuentan las cantinas, fuman cigarros largos y malolientes y gastan bromas a las mozas. Alguna niña pobre hace de sirvienta de día y de noche. Hay un cura cerca de La Alberca, un pueblo de Salamanca, que tiene todo un harén. Ehrenburg recuerda entonces a su admirado Arcipreste de Hita, cuando relata que los eclesiásticos de Talavera protestaron porque un obispo demasiado severo prohibió gozar de los servicios femeninos. “¡Invocaremos al rey de Castilla, él sabe que somos de carne!”, gritaban los clérigos de hace seiscientos años. Tampoco viven mal los frailes: “A un hombre pobre le es tan difícil entrar en un convento, como al camello bíblico pasar por el ojo de una aguja”. El superior de una congregación mira en un periódico tanto los telegramas del Vaticano como las cotizaciones bursátiles.
No quiere quedarse solo en la capital y viaja por el país para comprobar el alcance y la implantación del nuevo régimen. Después de un largo periplo en tren, autobús y los últimos kilómetros a lomos de en burro, llega al lago de Sanabria, en la provincia de Zamora, al noroeste de España. Allí observa que “no ha cambiado nada”. Va acompañado de un médico de Zamora y se queda pasmado ante la miseria de una aldea llamada San Martín de Castañeda. Los niños hambrientos viven en oscuros pesebres. Los campesinos, como en la Edad Media, siguen pagando regularmente al terrateniente y cantando sus canciones tristes.
Ehrenburg llega desde Sanabria a Salamanca, “una ciudad pomposa y bulliciosa”. En el Gran Hotel de la ciudad el almuerzo consta de diez platos y se baila el charlestón. Pero muy cerca, a pocos kilómetros, se abre la puerta del infierno. La región de las Hurdes ostenta el dudoso honor de ser la región más pobre y deprimida de España. Una histórica visita del rey Alfonso XIII, en 1922, puso de manifiesto la subsistencia infrahumana en la zona. Bajando por un desfiladero sin árboles ni vegetación desde Salamanca se llega a la región de las Hurdes. La gente vive allí en chozas más cerca de la Edad Media que del siglo XX. Son 18 aldeas en la misma frontera de Salamanca con Extremadura con habitantes que mueren silenciosamente por el hambre y las enfermedades. Quien llega allí debe tener el mismo cuidado que los exploradores que llegaban al África Central. Ehrenburg rememora la vista del rey, que solo ha servido para construir unas cuantas casitas blancas: la del maestro, la del cura y la del médico. Las dos terceras partes de la población siguen marcadas “por los estigmas de la degeneración”.
España es un paisaje desértico e inhóspito, de aldeas miserables, que hace que el viajero ruso se pregunte: “¿Cómo pudo semejante país gobernar una cuarta parte del mundo, invadiendo Europa y América, ya con la crueldad de sus conquistadores, ya con el triste delirar de sus fanáticos?”. Sigue su recorrido. Cáceres le parece que tiene “una fascinación teatral”; Badajoz, la otra capital de Extremadura, “es un rincón perdido a lo Gogol”. De ahí, entra en Andalucía y sus ciudades: Sevilla, luminosa y alegre, donde parece que nace la revolución; Cádiz, blanca y dulce, que aunque es la ciudad de la sal parece hecha de azúcar; Málaga, aún conmovida por la quema de los conventos: las autoridades intentan convencerle de que los turistas deben volver a su Semana Santa, equiparable a la de Sevilla. Jerez, Córdoba, Granada, Murcia, Valencia, por fin Barcelona, donde conoce a Durruti.
Según María Teresa León, la compañera de Rafael Alberti que trató estrechamente a Ehrenburg, España, república de trabajadores fue un libro polémico que disgustó a muchos e hizo rabiar a otros. Consiguió, lo que debe conseguir un buen ensayo, añade María Teresa León: no contentar a nadie y hacer reflexionar a todos. España, mientras tanto, quedó para siempre en el corazón de Ehrenburg. Escribe en sus memorias: “España es para mí una persona muy querida y estoy junto a ella tanto en los años tormentosos como en los de silencio; está encadenada a mi corazón, ahora tengo derecho a decirlo, hasta la muerte”.
No es de extrañar que el autor se apresurara a volver a un país que tan hondamente había calado en su interior. En la primavera de 1936, cuando el país vive el triunfo del Frente Popular, Ehrenburg regresa a España. Es una primavera inhabitual, en la que llueve abundantemente y todo tiene un gran verdor. Rafael Alberti recita sus versos y La Pasionaria representa todos los rasgos del carácter hispano que impresionan a Ehrenburg: firmeza, bondad, orgullo, valor y, sobre todo, humanidad. Es un viaje corto, de apenas dos semanas, pero el inquieto escritor ruso asiste a un mitin obrero en Asturias y a una grandiosa huelga en Barcelona. Los campesinos reclaman “Tierra” y levantan el puño; las autoridades comprenden el peligro de la situación en la que se vive, pero no pueden limitar la libertad. Las elecciones en Francia le obligan a regresar, aunque escribe: “Cada vez me enamoraba más profundamente de España”. Añade más adelante: “Recuerdo la primavera de 1936 como la última primavera frívola de mi vida”.
Una “sofocante noche” en París conecta la radio: la multitud está asaltando el Cuartel de la Montaña en Madrid. Ha estallado la guerra. Enseguida intenta trasladarse a España como corresponsal de guerra, pero su periódico, Izvestia, no termina de decidirse. No puede esperar, lo deja todo y cruza los Pirineos. Llega a Barcelona, una ciudad tomada por los sindicatos obreros. La multitud despide a los milicianos que se disponen a viajar al frente. “La ciudad vivía una alegría febril”, escribe. Otro enviado especial, Antoine de Saint-Exupéry, describirá también esta misma escena. Los dos corresponsales coinciden al afirmar que nadie, en aquellos días, parecía saber dónde estaban los republicanos y dónde los nacionales.
De Barcelona y el frente se traslada a Madrid, donde hay muchos menos anarquistas, esos jóvenes sinceros que quieren anular, por ejemplo, las normas de tráfico: “¿Por qué tengo que girar a la derecha, si necesito ir a la izquierda? Va contra el principio de la libertad”. En Madrid vive en el chalet de un aristócrata fugado, con una magnífica biblioteca y entre poetas como Alberti, Miguel Hernández o Altolaguirre. Allí también conoce al que será su gran amigo, el poeta chileno y futuro Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda. Aunque coincidieron en el Madrid bajo las bombas de los primeros compases de la guerra, comenzaron su amistad unos meses más tarde, en 1937, en París. Según cuenta el chileno en su libro de memorias, Confieso que he vivido, supo un día que existía un informe en el que le acusaban de hacer viajes clandestinos a España para llevar y traer instrucciones soviéticas. Su contacto era Ilya Ehrenburg, que vivía en París, en su mismo edificio. “La policía francesa”, escribe Neruda, “me proporcionó una de las más gratas amistades de mi vida, y el más eminente de mis traductores a la lengua rusa”. María Teresa León, por su parte, trazó el siguiente retrato del Ehrenburg de aquellos días de guerra en Madrid: “Todos los españoles que le conocimos entonces conservaremos el recuerdo de aquel rostro pálido, casi transparente. Ilya Ehrenburg no hablaba nunca el primero, miraba con la saeta azul de sus ojos que perturbaba tanto y, luego, con voz aguda cortaba lo dicho en dos, o lo ampliaba, o lo dejaba destruido, por el suelo. Yo tengo varios retratos suyos en mi memoria. Le he visto sonreír al mirar ciertas debilidades humanas casi perversamente. Le he visto conmovido bajar los ojos, brillante y agresivo, triste y con cansancio, como si no valiera la pena ocuparse demasiado de los otros. Pero su vida entera fueron los otros”.
Ehrenburg viaja por los frentes, convive con los soldados, participa en mítines y, cuando es necesario, escribe informes para el embajador ruso sobre la situación en Barcelona. Se olvida, dice, de sus obligaciones como corresponsal de Izvestia. No hay comunicaciones, ni tiene dinero para los telegramas, pero los campesinos, los milicianos, le piden que ayude a España. Es así como empieza a escribir “cortas notas” que envía a Izvestia a través de París. “Yo no pensaba en el periódico, sino en España” (…) “No me interesaba el estilo literario sino los aviones y los tanques sin los cuales los españoles no podrían resistir”. Es la tensión entre la literatura y el periodismo, la tensión entre la información veraz y el compromiso ideológico.
En Barcelona, una compañía quiere denominarse Ilya Ehrenburg. Hay una fotografía en la que el corresponsal sostiene la bandera que lleva su nombre con cierto aire de desconcierto. Escribe en sus memorias: “Pienso ahora por qué será que al empezar a describir los años de la guerra española me emociono, abandono a menudo las hojas del manuscrito y pasan ante mis ojos las pardas rocas de Aragón, las carbonizadas casas de Madrid, los zizagueantes senderos de montaña, la gente, las personas queridas, íntimas: no sabía ni el nombre de muchas de ellas, y sin embargo todo parece vivo, como sucedido hoy. Y, en realidad, ha pasado un cuarto de siglo y he vivido después una guerra mucho más terrible. Recuerdo muchas cosas con tranquilidad, pero cuando pienso en España siento siempre una supersticiosa ternura y tristeza. Pablo Neruda puso el título de España en el corazón al libro que escribió en los primeros meses de la guerra civil. Me gustan esos versos, pero me gusta sobre todo el título; mejor, creo, no podría decirse”.
Ehrenburg tiene la necesidad de trabajar por la causa republicana y pide a Moscú fondos con los que compra un camión en Francia, en el que lleva un proyector de cine y una máquina de imprimir. Recorre los frentes proyectando películas rusas, repartiendo folletos y publicando periódicos efímeros. Vive intensamente la guerra, discute con Durruti e intenta penetrar en el sentimiento de los anarquistas, mucho más allá de las anteorejeras que utilizaban los comunistas ortodoxos. Dedicaba poco tiempo a su trabajo de corresponsal de Izvestia, pero de agosto a diciembre el periódico publicó medio centenar de artículos. “Me repugnaba el papel de observador, quería ayudar de alguna manera a los españoles”.
Pero también tiene tiempo para la introspección. En 1936, durante el cerco republicano al Alcázar de Toledo, convence a un miliciano, que le abre la puerta, y se encierra durante tres horas con el cuadro más inquietante del Greco: El entierro del conde de Orgaz. Comprende entonces por qué ha disminuido su pasión por el pintor de origen griego: a su alrededor hay demasiadas desdichas humanas.
La primavera de 1937 es el punto de inflexión del trabajo de Ehrenburg en España. Ya ha visto demasiadas batallas, ha vibrado con la derrota de los italianos y ha acompañado a las víctimas republicanas… Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Toledo, Jaén, Albacete… Durruti, el Campesino, el general Luckas, Hemingway, Malraux, André Marty… “Reinaba la corta primavera meridional”, escribe el corresponsal, “atravesamos La Mancha. Seguramente en aquella venta es donde había pernoctado el Caballero de la Triste Figura…”.
En aquel lugar, evocando al Quijote, cuando Madrid está al borde del derrumbamiento, es cuando Ehrenburg escribe Primavera en España, el artículo con el que cierra el libro en el que recogió sus mejores artículos sobre la guerra, y sin duda uno de los mejores textos periodísticos escritos en aquel conflicto, si no el mejor. A pesar de la muerte, de la desolación, de la destrucción y de la derrota, la primavera vuelve, y de nuevo cantan los pájaros, brotan las flores. Aunque parezca imposible, la vida sigue y el corresponsal, compasivo, lo registra con una inmensa humanidad, con la humanidad de la que se había contagiado en España.
A su regreso a la URSS, después de la primavera de 1937 que tan intensamente vivió en España, notó que todo había cambiado, que el ambiente era irrespirable. La desaparición de su querido Koltsov, las purgas, las persecuciones. Que le tocara a él, el menos apegado al estalinismo de los rusos que habían estado en España, era solo cuestión de tiempo.
Dije al principio que el motivo exacto por el que Koltsov fue procesado y ejecutado sigue siendo un misterio. También lo es el motivo por el que Ehrenburg sobrevivió. Pero no por ello, al tiempo que recuperamos a Koltsov, debemos condenarle al ostracismo. Con demasiada facilidad, en España, hemos desdeñado a los autores que intentaron desarrollar su obra bajo la dictadura, y me temo que hoy, en Rusia, Ehrenburg está en un discreto segundo plano, en el mejor de los casos. Al fin, el motivo por el que salvó su vida fue, seguramente, un mero azar. O algo más, como sugiere Pablo Neruda en sus memorias: “Cuando arreciaba la campaña en contra del cosmopolitismo, cuando los secretarios de ‘cuello duro’ pedían la cabeza de Ehrenburg, sonó el teléfono una mañana en la casa del autor de Julio Jurenito. Atendió Luba. Una voz vagamente desconocida preguntó: ‘¿Está Ilya Grigorievich?’. ‘Eso depende –contestó Luba– ¿quién es usted?’. ‘Aquí Stalin’, dijo la voz. ‘Ilya, un bromista para ti’, dijo Luba a Ehrenburg. Pero una vez al teléfono, el escritor reconoció la voz de Stalin, tan oída de todos: ‘He pasado la noche leyendo su libro La caída de París. Lo llamaba para decirle que siga usted escribiendo libros tan interesantes como ese, querido Ilya Grigorievich’. Tal vez esa inesperada llamada hizo posible la larga vida del gran Ehrenburg.
Tal vez. Tal vez le salvó la literatura, en definitiva.
Carlos García Santa Cecilia, escritor y periodista, fue comisario de la exposición Corresponsales en la Guerra de España, coproducida por el Instituto Cervantes y la Fundación Pablo Iglesias. En FronteraD ha publicado Las dos Españas de Virginia Cowles, El grano de Herbert Matthews y Destino fatídico