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AcordeónLa matanza de Carandiru

La matanza de Carandiru

El 2 de octubre de 1992 era un día como otro cualquiera en la Casa de Detención de Carandiru, en pleno centro de São Paulo. La misma rutina, el mismo hacinamiento: 7.257 presos para 3.500 plazas. Nada fuera de lo común en el sistema penitenciario brasileño, aunque, dicen, Carandiru sufría la represión de un director más sádico de lo común: José Ismael Pedrosa, quien, unos años más tarde, acabaría siendo asesinado por la facción criminal Primeiro Comando da Capital (PCC), que nació en las cárceles y le tenía amenazado de muerte hacía años.

 

Antes de asesinarlo, el PCC secuestró a su hija, que tal vez estaría muerta de no haber sido por la intermediación de Fátima Souza, periodista especializada en temas policiales y carcelarios que acabó tornándose interlocutora privilegiada de los altos mandos del PCC.

 

Más de 2.000 presos estaban recluidos en el Pabellón 9 de la que, durante años, se consideró la mayor prisión de América Latina. Aquella tarde de primavera, una pelea sin nada de particular acabó en un tumulto masivo y generalizado, donde los presos, ávidos de entretenimientos, se entregan a la reyerta, que acabó tomando tintes de motín. Pero no había intención de reivindicar nada, ni de fuga; fue apenas una pelea particular que se les fue a todos de las manos. Los funcionarios perdieron el control del pabellón  y avisaron a Pedrosa. A las 15.30 horas, el coronel Ubiratan Guimarães estaba al mando. Convocó a tres batallones de la Policía Militar (PM) y militares. Les ordenó entrar. Prohibió la llegada de civiles, fueran jueces o periodistas. Y dio comienzo la mayor matanza probada en una institución penitenciaria en la historia de Brasil, y tal vez del mundo.

 

Las autoridades reconocieron 111 muertos y 110 heridos, pero los testigos de la escabechina coinciden en que fueron muchos más. Narran que los soldados entraban en las celdas y mataban a presos que, desarmados y arrodillados, pedían clemencia; cuentan que los propios presos tuvieron que trasladar los cuerpos amontonados en carretillas; que muchos fingieron estar muertos entre el montón de cadáveres; que, al llegar la noche, reinaba un silencio fúnebre entremezclado con un putrefacto olor a sangre y muerte. Sus declaraciones sugieren que fueron cientos los muertos. Acribillados a balazos. Se contaron 515 disparos, según João de Barros (‘O Massacre do Carandiru’, Caros Amigos, octubre de 2006).

 

El caso llegó a las portadas de la prensa brasileña y mundial, fue objeto de películas y libros y fue investigado por una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) en la Asamblea Legislativa paulista. En 1999, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) condenó a Brasil por lo que calificó de “ejecuciones sumarias”. Las pruebas periciales no dejaban rastro de dudas de que muchas de las víctimas recibieron disparos en la cabeza o en el pecho mientras estaban arrodillados o tumbados, indefensos.

 

El coronel Guimarães fue el único procesado. Un jurado popular lo condenó a 632 años de prisión, pero él, todavía en libertad, recurrió la sentencia y acabó siendo absuelto por 20 a 2 votos por el Órgano Especial del Tribunal de Justicia de São Paulo, cuyos magistrados consideraron que el coronel “actuó en el estricto cumplimiento del deber”. Dos años más tarde, el coronel iniciaba su carrera política como diputado estadual, siempre con la seguridad pública como bandera. Su mensaje era claro: el aumento de la criminalidad no está provocado por la pobreza ni por la desigualdad, sino por la mano blanda del Estado. En 2006, lo encontraron en su apartamento, muerto de un solo disparo. Diecinueve años después, ninguno de quienes ordenaron y ejecutaron la matanza han sido condenados. El hecho sigue impune.

 

 

Algo se mueve en las cárceles

 

Pasaron diez años hasta que la Casa de Detención de Carandiru, con su nombre marcado a fuego por el derramamiento de sangre, cerrara definitivamente sus puertas. Para entonces, muchas cosas habían cambiado en el sistema penitenciario del Estado de São Paulo y de todo Brasil. Para comenzar, el exponencial aumento de la población carcelaria: con casi 500.000 presos, Brasil –un país de 190 millones de habitantes- tiene hoy la tercera mayor población carcelaria del mundo, por detrás sólo de China y Estados Unidos. El número de reos aumentó extraordinariamente desde 1990 (un 450% en veinte años). Y, como las cárceles no crecieron al mismo ritmo, existe en la actualidad un déficit de 200.000 plazas. En la actualidad, según datos del Departamento Penitenciario Nacional (Depen), hay en Brasil un 65% más de presos que de plazas. Para colmo, se calcula que unos 20.000 reos han cumplido ya su condena, pero permanecen en prisión por la lentitud del sistema judicial. Y paralelamente aumenta el uso y abuso de la prisión preventiva: un 40% de la población carcelaria permanece presa a la espera de juicio, sin haber sido condenada. De nuevo, la lentitud de la justicia provoca más hacinamiento. En suma, el sistema está “al borde del colapso”. La frase fue pronunciada por el presidente del Supremo Tribunal de Brasil, Cezar Peluso.

 

¿Qué aumentó en Brasil, la criminalidad o la severidad de la punición? Hay quien cree que se trata de una estrategia consciente por parte del Estado. Para Juárez Cirno dos Santos, doctor en Derecho Penal por la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ), Brasil es un “Estado policial” cuya estrategia es “el encarcelamiento en masa de los pobres”. No menos contundente es su colega Bruno Alves de Souza Toledo, coordinador de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa de Espíritu Santo: “El sistema judicial existe para mantener un modelo social que es elitista, racista, homófobo y profundamente conservador”, apuntó el jurista en un seminario organizado por la asociación de derechos humanos Tribunal Popular.

 

Los expertos cuestionan el uso abusivo de la privación de libertad desde tiempos de Michel Foucault. El Gobierno llegó a barajar la posibilidad de una amplia amnistía para presos de baja peligrosidad, como pequeños traficantes. Sin embargo, nadie dentro del Ejecutivo se atrevió a proponer una medida semejante desde que, el pasado mes de enero, fue relevado de su cargo el secretario nacional de Política de Drogas, Pedro Abramovay, tras defender penas alternativas para delitos menores. La mano dura es lo que vende.

 

 

 

“Cuesta caro mantener a los presos, un dinero que podría usarse para desarrollar programas alternativos que se han demostrado mucho más eficientes”, subraya el abogado Fernando Ponçano Alves da Silva, para quien “la prisión debería ser el último recurso, en lugar de  utilizarse para encubrir los problemas sociales de Brasil”. Pone el dedo en la llaga. La mayor parte de esa inmensa población carcelaria son hombres jóvenes, negros y pobres. La cuestión es si el sistema judicial y penal brasileño pretende ser una vía para la reinserción y la prevención del crimen o, más bien, es el instrumento de los poderosos para mantener a raya a los más desfavorecidos dentro de un sistema económico y social profundamente desigual. “Cuando visitas una cárcel, parece que estás en una favela”, resume Marcelo Freixo, diputado en la Asamblea Legislativa de Rio de Janeiro y veterano activista de derechos humanos.

 

El resultado es una situación de hacinamiento que alimenta la violencia y los abusos y que fomenta motines y fugas. “Las prisiones brasileñas se caracterizan por el terror, las torturas, los malos tratos y otras brutales violaciones de los derechos humanos”, según Givanildo Manuel, fundador de la asociación Tribunal Popular. Las Naciones Unidas le daban la razón cuando, tras la visita de un subcomité a Brasil el pasado septiembre, constataba la práctica generalizada de las torturas en comisarías y cárceles de todo el país.

 

 

Escuela del crimen

 

No es solo una cuestión humanitaria, sino también pragmática. La degradación de las condiciones de vida en las prisiones ha contribuido a convertir las cárceles en una eficaz “escuela del crimen” que transforma a un sujeto cualquiera, que cumple condena por cargar estupefacientes o por un delito menor contra el patrimonio, en un verdadero criminal. No es de extrañar que Brasil tenga un altísimo índice de reincidencia –el 70%, según el Depen, frente al 16% en Europa- y que el crimen organizado se haya hecho fuertes dentro de las cárceles, donde se yerguen como protectores de los reos en la reivindicación de mejorías.

 

El Primeiro Comando da Capital, la mayor organización criminal del Estado de São Paulo, es el mejor ejemplo de ello. Surgió en los comienzos de los años 90; si ya comenzaba a asentarse la idea de que los presos debían luchar juntos para defender sus derechos, la matanza de Carandiru acabó de convencerles de que tenían que unirse para que una barbaridad así no volviese a ocurrir. Bajo el lema Justicia y libertad y con la inestimable ayuda de los funcionarios corruptos, el PCC abanderó la causa de la mejora de la situación de los presos y también de sus familiares, que se veían sometidos a humillantes revisiones en cada visita. La necesidad de los presos de una voz común para luchar por sus derechos era tal que la facción se expandió con rapidez. Hoy el PCC monopoliza los segmentos más lucrativos del crimen en el Estado más rico de la Unión, y está ya presente en buena parte del territorio brasileño y en otros países latinoamericanos, como Paraguay, Colombia o México. En mayo de 2006, durante tres días emprendieron en São Paulo una oleada de ataques a comisarías de policía, autobuses y bancos, y demostraron que, si querían, podían parar la mayor ciudad de Suramérica.

 

Dicen que el PCC ha conseguido mejorar la vida de los presos en el Estado de São Paulo, pero las cárceles de todo Brasil siguen en el punto de mira. Las torturas son sistemáticas tanto en las prisiones como en las comisarías; los agentes de la policía siguen siendo instruidos en métodos de tortura heredados de la dictadura, como los electrochoques. Por no hablar de la violencia policial y las balas perdidas, que solo en el Estado de Río de Janeiro matan a un millar de personas anualmente; casi todas, jóvenes negros y pobres. La favela sigue criminalizada.

 

Tal vez se deba a que en Brasil, cuando cayó el régimen militar que gobernó el país entre 1964 y 1985, no se produjo una verdadera transición a la democracia; no hubo depuración de responsabilidades, ni refundación de instituciones como la policía y el Ejército. De aquellos barros, estos lodos. La Ley de Amnistía aprobada en 1979, en plena dictadura, no es más que una prueba más de la cultura de la impunidad de la que gozan los poderosos en Brasil, se trate de políticos que roban el dinero público o de policías que disparan balas perdidas o torturan a los detenidos. Puede cuestionarse la oportunidad de las penas alternativas, pero algunas cosas están fuera de toda duda: el sistema penal es injusto, la justicia es inexplicablemente lenta y el Estado sigue matando y torturando en Brasil. Los más indefensos, los pobres, los invisibles, pagan la cuenta.

 

 

El sistema carcelario brasileño, en cifras

 

—496.251 personas presas (247 presos por cada 100.000 habitantes)

—299.587 plazas existentes en las cárceles de todo el país

—57.195 personas cumplen pena en comisarías no habilitadas para esa función

144% creció la población carcelaria en una década (de 1995 a 2005)

—450% aumentó la población carcelaria entre 1990 y 2010

—70% es el índice de reincidencia

—60% de los detenidos son negros

—58% tienen entre 18 e 29 años

—44% son presos provisionales (prisiones en flagrante, preventivas, temporales en espera de juicio)

—41% cometieron crímenes patrimoniales sin violencia o relacionados con drogas

—20% de los reos se estima que son portadores del VIH

—173.060 presos cumplen pena en las 131 prisiones de São Paulo, el estado con mayor población carcelaria

—77% de los reos son analfabetos o poseen sólo estudios primarios

—52% de los presos cumplen pena por crímenes contra el patrimonio y el 22%, por tráfico de drogas

 

(Fuentes: Departamento Penitenciario Nacional (DEPEN, informe de diciembre de 2010) y asociación Tribunal Popular).

 

 

 

 

Nazaret Castro es es periodista y vive a caballo entre Buenos Aires y Río de Janeiro. Además de alimentar el blog Entre la samba y el tango en FronteraD ha publicado, entre otros reportajes, La sociedad carioca, en estado de apartheid y Una flor en medio del asfalto

 

 


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