Hace tiempo que le perdí el temor a los domingos, a sus tétricas mañanas, a sus tardes de melancolía que se alargan hasta las tempranas horas del lunes, etcétera. Mi amigo de otra vida, Nacho Helguera, escribió que morimos todos los domingos y que todos los días son domingo. Desde entonces le doy la bienvenida a los domingos cada día de la semana, así sea a regañadientes y faltándole el debido respeto a su Majestad la Muerte.
Hablo del día domingo, en concreto de este domingo, hoy, veintisiete de marzo del año de la chingada después de Cristo, porque sucede que antes del mediodía, luego de ver en CNN un tributo a Madeleine Albright, me hallaba, no sin fastidio, fatigando las aceras en dirección a la farmacia más cercana. Mi misión: abastecerme del medicamento para atenuar las agruras y las amarguras. Sí, lo adivinaron: la bobalicona felicidad que se ofrece todos los días del año viene en una talla que jamás me ajusta. Demasiado estrecha, o bien tan holgada que se me caen los pantalones y me tropiezo con ella al caminar.
Bajo un sol inclemente, respirando el aire más contaminado del planeta, logré mi objetivo. Lo mejor habría sido celebrar la misión cumplida, incluso ingerir el medicamento recién adquirido sentado en la acera, desearle el bien a los transeúntes que como tontitos turistas se pasean por mi barrio los domingos.
Pero no. Quiso mi inconsciencia que me metiera en una librería, pecado que no había cometido en al menos un año, primero porque no creo en los pecados, segundo porque cada vez que me paseo entre las mesas de novedades, las cosas suelen terminar en un colapso nervioso bestial —imagínense aquella inolvidable escena de Al Pacino al pie de una fuente en Scarecrow (1973). Me ha ocurrido más de una vez, desplomarme entre montañas de mugrientas novedades y regresar a casa sin conocimiento, a bordo de una ambulancia.
Por esa razón decidí proceder con la máxima cautela. Nada de acercarme a las nuevas novelas de las glorias locales. Ya se sabe: el eterno retorno del apocalipsis, la violencia mexicana, las novelitas de tesis, desde el género y la victimización, hasta el poscolonialismo.
Cuidado también con la poesía. Mucho cuidado: en esa sección no encuentra uno los trabajos recientes de poetas, sino de sus reputaciones. Señoritos y señoritas cuyos flojos y blandos versos se presentan empastados por la gracia de editoriales de supuesto prestigio que le garantizan al lector idiota los más falsos hallazgos del momento.
Justo en el momento en que el vértigo comenzaba a consumirme, a querer cargar a Al Pacino en crisis catatónica sobre mis espaldas, avisté un libro inaparente, un libro apenas libro, una miniatura cuyo título me sirvió si no de salvavidas, al menos de surtidor de la energía suficiente para no acabar mi visita a la librería tendido en una camilla de ambulancia: En el hotel de la vida todos somos extranjeros, de un tal Margarito Cuéllar, de quien jamás he escuchado hablar, abrumado como he vivido demasiados años entre los nombres de sacrosanto y repugnante prestigio de la república poética local.
Se trata de un tipo que no ha ganado los premios de renombre ni ha publicado en las editoriales que otorgan certificados de prestigio, pero escribe así:
El regreso es siempre cuesta arriba. (Círculo del viaje)
Volver es inmolarse
Mientras afuera ladra mi destino
en estertores de cantina.
Nada nos pertenece
ni siquiera el orgullo que nos nombra
con índice de fuego.
No hay adiós sino adioses y eternas despedidas.
Soy el que se va y el ogro que regresa.
Que otro se trague el cuento de la feliz edad.
Felicidad aguja reina oficina de adioses. (Balada del regreso)
Que el lector me perdone la vanidad de la cita, la ausencia de herméticas y sesudas explicaciones de lo sencillamente inexplicable. Al menos le ahorro al lector, eso sí, tratarlo como a un imbécil, como en ocasiones hace el reputado novelista Fernando Aramburu—no he leído sus novelas ni pienso hacerlo: a mi edad solo releo algunas y selectas novelas, sea para olvidar, sea para tratar de enterrar mis recuerdos— en un libro cuya idea original no es mala, lástima del resultado. Aquí otra cita más, esta vez de Aramburu recitando el undécimo Mandamiento, aquel de la Buena y Edificante Poesía, a partir de cierto poema de Eloy Sánchez Rosillo:
“Agua de mayo” nos recuerda que muchas veces tenemos lo extraordinario delante de los ojos a condición, claro está, de que sepamos verlo, lo cual entraña tanto una cualidad de la atención como una disposición para el gusto tranquilo. Se hace precioso entonces que hayamos cultivado a lo largo de nuestra vida una dimensión interior (espiritual, cultural, como se le quiera llamar) en la que proyectar y dar sentido a lo cotidiano. Se alcanza así, sin suspender la conciencia ni correr riesgo alguno de causarse daño, los deliciosos momentos de plenitud que otros banalmente buscan en las emociones fuertes, en las bebidas alcohólicas; en fin, en actividades generalmente improductivas que a un tiempo exigen al sujeto que pierda de vista la realidad y se pierda de vista a sí mismo. (Vetas profundas, 2019)
Es decir: quienes no hemos cultivado otra cosa que la desgracia implícita en el acto de vivir (recuerden a Schopenhauer: el trasunto de la vida no es ser feliz, sino menos desdichado), quienes como brutales seres humanos nos hemos causado daño y hemos causado daño, quienes hemos buscado no la tranquilidad, sino apenas apaciguar los demasiados malestares mediante el medio más banal y más cercano, quienes nos hemos perdido en actividades tan improductivas como mirar por horas a través de la ventana pensando en nada, bebiendo o comiendo como degenerados, recordando versos, en definitiva y gracias a la santa madre de dios aquellos quienes hemos perdido la vista de nosotros mismos.
Enhorabuena, me digo a mi mismo: no soporto la visión de mi mismo, me deprime hasta la extenuación.
¿Realmente cree el escritor de novelas que no he leído, el fatuo comentarista de poesía Fernando Aramburu, que se escribe poesía para mantener al gusto amansado y tranquilo? Peor aún: ¿que se escribe para no perder de vista la realidad?
Hace dos o tres vidas edité y escribí el texto de la contraportada de un libro del poeta Orlando González Esteva que me sigue pareciendo genial, a mí que a estas alturas casi todo, incluida la literatura, me provoca un asco severo, profundo, visceral. Se trata de un poemario minúsculo, publicado en 1998, que incluye un poema que parece anticiparse a la época actual, la misma en la que cualquier escritor, señorito, señoritinga o LGBQT, es capaz de vender a su propia madre con tal de Aparecer, de No Pasar Desapercibido, o peor aún, de engendrar libros mediocres que les sirven como trampolín para montarse en programas televisivos o en canales de YouTube donde aparecen cantando a Sinatra, silbando boleros, haciéndola de clowns extraviados en un circo vacío, sin público, meditando acerca de su propia pendejez, perorando ignorancias acerca de todo y nada. Contra quienes viven para ocupar un lugar, contra ellas, ellos y elles o como se diga, y contra las babosadas de Aramburu, escribe Orlando González Esteva en su poema “Para qué escribo”:
Escribo para burlar
el asedio riguroso
del extraño por quien poso
y ahora ocupa mi lugar.
O mejor: para partir,
para no estar demasiado
tiempo a mi sombra, a mi lado.
Para arriesgarme a vivir.
Y también por regresar,
sino al punto de partida,
a ver la espada encendida.
Escribo para borrar.
Ahora mismo regreso a mis actividades improductivas, que para eso sirven los domingos, sin la prestigiada compañía de los prestigiosos poetas y poetizas de la hora. No me perdonarían echarme enfrente del televisor en busca de chatarra visual, ya no se diga de un autor al cual, sospecho, los y las poetas miran por encima del hombro porque tiene un nombre, Margarito Cuéllar, que no suena a nombre de poeta bonito ni publica en las editoriales serias para poetas serios.
Es cosa seria, llegar a mi edad sin haber aprendido a cultivarme en lo espiritual, ya no se diga en lo cultural. “Consumatum Est”, escribe el tal Margarito:
Lo más triste padrotes
filibusteros putos
es que la carne es hierba.
Dedicado y dirigido a todos los Margaritos Cuéllar que buscan desesperadamente borrarse de este mundo: nos vemos, sin falta, en el Infierno.