Igual que hace cien años, los gélidos y bélicos vientos han vuelto a cubrir de hielo y cenizas la sangre que se derrama en Europa (esa parte del mundo que irremediablemente se rompe tarde o temprano).
De nuevo, muchas personas tendrán que ir por el mundo con la vida misma a cuestas. Y volverán empezar (otra vez, otras veces) desde lo blando de la tierra ajena. Trazarán comienzos más rotas que enteras. Andarán por caminos inciertos dibujando vidas propias y vidas ajenas. Mientras tanto, los dolores ya miran, desde cerca o a lo lejos, a los amores que se creyeron infinitos. Porque la guerra (las guerras), y los amantes que se quieren hasta el último límite del dolor, siempre suceden dentro de los muros del silencio.
La guerra es la industria más grande del sufrimiento, puesta al servicio de los potentados mercaderes de ese dolor. Al respecto, Juan Gelman –nacido bonaerense por casualidad y ucraniano por el seno familiar, que murió como mexicano a voluntad y vivió como poeta por vocación– escribió una sencilla frase: “Los pobres no hacen ruido al amar”. Como si la explicación más exacta de lo que es la guerra fuese un simple abrazo roto, un beso interrumpido, o la caricia imposible de dos amantes destinados al exilio.
El mismo Gelman –“expresionista del dolor”, como muchos lo conocieron– describió como pocos los horrores bélicos. Podría decirse, incluso, que dedicó su vida (y su pluma, que es lo mismo) a plasmarlos en lágrimas de tinta. Una muestra de ello es la carta abierta a su (entonces desconocida) nieta. “Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste… Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor…”, arrancaba aquel texto publicado en 1998. Aquella niña nació en cautiverio en 1976, durante el secuestro de su madre, efectuado por la última dictadura cívico-militar argentina que también secuestró y mató de un tiro en la nuca a su padre (desaparecido durante más de 20 años dentro un tambor de grasa lleno con cemento).
Irónicamente, Gelman no pudo escapar de aquello que sus padres quisieron evitarle cuando huyeron de su Ucrania natal para instalarse en Argentina. La muerte en la familia; la guerra organizada por el fanatismo político. Su padre, no muchos años después de haber luchado en la revolución rusa de 1905, marchó a Buenos Aires alejándose de la Europa que se asfixiaba entre el hollín y el rencor. Lo que él no sabía (porque no había forma de saberlo) era que en esa tierra prometida del sur, décadas más tarde, los militares instaurarían una maquinaria de exterminio que llevaría al presente (a su presente) esa misma guerra que creía terminada muchos años atrás en Rusia. ¿Cuándo es que terminan, en realidad, las guerras?
“Pensar la muerte cambia la muerte. De razón a delirio hay un viaje/ muchos pasajeros/ clausuras constantes/ estaciones…”, también escribió Gelman. Lo hizo en Hoy su último libro, uno que (quizá) sí explica por qué quizá sí que los pobres no hacen ruido al amar… mucho menos, en tiempos bélicos.
Y sí, por ridículo que parezca, hoy, igual que hace cien años, los diarios llevan las palabras “Rusia” y “guerra” en los titulares.
Eso, ineludiblemente, nos recordará la fragilidad de las fronteras, de la piel y la memoria, que sucumbirán (de nuevo) ante lo inmisericorde del hierro y de la tozudez del poder cuando está al servicio del lado más ciego del dinero.
Y sabremos que, al margen de las buenas intenciones globales, los amantes pobres –porque la guerra es la expresión más extrema de la pobreza– seguirán condenados a buscarse para siempre en el silencio.