Los temas de conversación se han ampliado. Muchos tabús han desaparecido. En cierto modo, podemos decir que ha sido un gran logro. Contra el pensamiento único neoliberal de que lo público era un derroche y lo privado era lo eficiente o de que las bajadas de impuestos eran el camino correcto y la austeridad en el gasto, la respuesta a todos los problemas, se abren paso otros discursos fruto del cambio de opinión y de los consensos a que ha conducido la evidencia empírica.
Los recursos públicos fueron los que salvaron el sistema financiero en la crisis anterior y han sido los que en los dos últimos años han suplantado a los privados cuando el grueso de la actividad económica de la mayor parte del globo tuvo que echar el cierre para preservar la salud durante el Gran Confinamiento. Los Estados han cubierto las rentas de las personas trabajadoras y han dado soporte a las empresas con créditos avalados y ayudas a fondo perdido.
El cambio de sesgo en los consensos económicos también obedece a otra evidencia: la austeridad con la que se abordó la crisis anterior, la de 2008 y la réplica soberana en Europa de los primeros 2010, generó incrementos en la pobreza, en la desigualdad y una crisis de representación política que ha ocasionado un sinnúmero de sobresaltos electorales a los que el poder económico no ha sido inmune.
El dinero quiere estabilidad. Y parece que está dispuesto a pagar el precio.
En Europa se han suspendido las reglas fiscales, ese armazón que hizo del Viejo Continente el área económica más ortodoxa ‘de iure’. Y Estados Unidos se ha convertido en el promotor del fin de la carrera a la baja en la imposición societaria a nivel global, también quiere recuperar la tributación patrimonial y además impulsa el fortalecimiento sindical porque se ha concluido que el aumento del poder de negociación de los trabajadores no sólo es bueno contra la desigualdad sino que da estabilidad al conjunto de la economía.
Los consensos económicos cambian hasta el punto de que la intervención pública de los mercados ya no es un anatema, sino un instrumento razonable y lógico para proteger a la población del poder omnímodo de los oligopolios y para garantizar su acceso a los bienes de primera necesidad.
Al mercado hay que domesticarlo, es condición mínima de posibilidad de una democracia.
Ruptura de consensos sociales
Pero el aumento de los temas de conversación en materia económica, la multiplicación de opciones y medidas que se pueden adoptar al margen del limitado recetario previo, ha venido acompañado del derrumbamiento de los consensos en materia social.
Hay motivos para la celebración, por tanto, pero también hay razones, más que para la preocupación, para la alarma. Por ejemplo, fuerzas reaccionarias y misóginas quieren disputar el consenso que tanto costó construir en torno a la idea de la existencia de un machismo estructural que subyace y explica la violencia contra las mujeres por el mero hecho de serlo. Quieren borrar el concepto de “violencia machista”, que es específico y que resulta de un diagnóstico de una enfermedad social imprescindible para su cura, integrándolo en el de “violencia intrafamiliar”.
La reacción quiere, y ya aplica con desfachatez, medidas contra la igualdad de género con su falta de respeto no ya a la paridad, sino a un mínimo equilibrio de género, en las listas y en los cargos públicos, como hemos visto esta misma semana en la conformación de Gobierno de Castilla y León. Lo que subyace, la idea que se quiere transmitir, que se quiere que cale, es que es discutible la necesidad de contar con las mujeres, con el 50% de la humanidad, que muy bien podría volver a ocupar el que consideran «su sitio», que no es el ámbito de lo público, sino el de lo privado.
Son unos primeros pasos, con una cuestión, el feminismo, ampliamente respaldada en España, que es un ejemplo porque su Gobierno ha tomado la igualdad de género por bandera, pero que al tiempo hace sentir vulnerados los privilegios masculinos y las mentalidades tradicionalistas.
Lo que leemos sobre lo que ocurre en otros países hace pensar que podrían no detenerse aquí: los derechos de las personas LGTBI+ respecto a los que el grueso de la población no admite discusión pueden comenzar a discutirse a partir de la introducción de mensajes más o menos hábiles de la ultraderecha, como ocurre en Polonia o en Hungría.
Los currículum escolares también están en peligro: del pin parental se puede saltar al veto de teorías enteras que tratan de explicar el mundo, como la teoría crítica de la raza en Estados Unidos, bajo amenaza por ligar la estructura económica, la estructura social y el origen étnico de las poblaciones, combinación de la que se deduce que el racismo es la causa subyacente de la desventaja económica y social de la población negra o latina en Estados Unidos (y, por ende, en todo el norte global). Es un diagnóstico que hay quien no puede admitir.
Los tabús caen. Para bien, porque permiten a los Gobiernos contar con más herramientas para hacer posible un mayor bienestar –o un menor malestar– de las personas. Pero también para mal, puesto que comienzan a estar en entredicho, o empiezan a abrirse paso, opiniones y políticas que ponen en cuestión derechos humanos, los del 50% de la población, los de las minorías y, por tanto, por una u otra razón, los del conjunto de la humanidad.
Por ello, de todos depende el tipo de conversaciones que se terminen ampliando, la clase de opciones que queremos abrir, las alternativas que estamos dispuestos a convertir en realizables, lo que consideramos deseable. En una sociedad hiperconectada, hiperparticipativa a través de las redes sociales, el papel del individuo, de cada persona, es decisivo.