Escena en interiores. Una oficina en el pueblo de Yorktown Heights, condado de Westchester, estado de Nueva York. Cuatro personas alrededor de una mesa grande de madera. Una ruma de papeles.
El abogado dice: Firme acá, allá también.
Yo digo: Claro que sí. Cómo no.
Abogado: Más acá, otra firma. Los no sé cuántos miles dólares del interés se acumularán en el monto del préstamo de la hipoteca
(O algo así)
*
Después de una hora de firmar, entendí que todo había terminado: era dueño de una casa. También de una hipoteca de cientos de miles de dólares. La agente de bienes raíces nos regaló una botella de vino. Nos abrazó. Después de ocho años, volvería a vivir fuera de la ciudad de Nueva York. Sería propietario. El horror.
Qué pocos detalles conservo de ese momento. Lo más claro son los 300 y tantos kilos del abogado: Ed. Los pliegues de su estómago interminable y la forma en que su poto se confundía con esa tonelada de carne desparramada que eran sus piernas. Lo escuchaba hablar pero no podía dejar de pensar: ¿Acaso no le importa?
En los descansos entre las firmas, miré las paredes.
Había muchas fotos: la esposa con el pelo teñido de rubio, los hijos de perfil, una hija con peinado estilo Angela Bower, la de Quién manda a quién. Nietos con camiseta de deporte y pantalones cortos. Alguna gorra de béisbol. Una nieta que sonreía con los dientes atrapados por los brackets.
Salimos de la oficina de Ed con la botella de vino y una sensación a medio camino entre la felicidad y la incertidumbre. Nos perseguía esa pregunta que acompaña tantos episodios de nuestra vida capitalista y globalizada: ¿Por qué estamos felices?
Ese año 2010 todavía me sostenía la teología del dios Charly García: yo era un pasajero en trance. Una década después de aterrizar en Nueva York aún me creía en tránsito perpetuo. Como vivir en aeropuertos.
En 2008, ya casado, una grada más alto en términos de estabilidad, me mudé a un departamento de dos ambientes desde donde se podía ver un pedazo del río Hudson. Me despedí de las camas de emergencia y de las papeletas anaranjadas por quedarme dormido y no mover el auto.
Dos años después de mirar al río aún no teníamos hijos. Mi madre me convenció: una casa y un jardín harian que mi esposa escuchara la llamada de la tribu. Busqué a una agente de bienes raíces. Manejé desde el Bronx hasta Yorktown Heights. Una mañana de domingo, empezamos la casería.
Después de algunos meses tomamos la decisión final. Escogimos una casa con entrada de tierra, tres manzanos y una cocina desde donde se escuchaba el arroyuelo. Me imaginé a mis hijos y a mis nietos posando bajo un árbol, mi esposa con el pelo teñido, la nieta con brackets. Escucharíamos el arroyuelo sentados en sillas desplegadas sobre el jardín.
Tras firmar los papeles volvimos al Bronx. Empacamos ropa, algunos libros y un colchón al que no le había expirado la garantía. Nos mudamos una mañana de mayo hace 12 años, cuando el termómetro en Central Park marcaba los 40 grados. Estaba acalorado y muy feliz pero no sabía muy bien por qué. Transpirado y al timón de un camión U-Haul, miraba los edificios en el espejo retrovisor, esperando que un trailer me diera espacio para meterme a la Interestatal 87.
Entré a la 87 tarareando a Charly.