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AcordeónCenizas gitanas en Hungría

Cenizas gitanas en Hungría

Como cualquier otra tarde, aquella del 23 de febrero de 2009 hacía reír a Bianka, su hija de 8 años, con el pelo negro y con la blanca risa tonificante del agua con gas. La cogía de los brazos, se la echaba encima, le pellizcaba con las pinzas de la ropa, la cabreaba con sus palmadas como pisapapeles. Ella se arremolinaba en su regazo, como un perro de esos que olisquean las buenas intenciones, y la niña se enrocaba en el sofá con las pretensiones puestas en las mangas de la camiseta amarilla de su madre, con el estampado Soft and Hair… 

 

La madre, Renata Jakab, de etnia gitana (como el 2% de la población de Hungría, de unos diez millones de personas), avejentada pese a sus 25 años, de piel cobriza, con unas bolsas en los ojos como balsas de aceite, resopla, mira al techo, estira el cuello, desentumece los músculos de la cara. Pálida, inclina la barbilla, se hunde en su complexión enfermiza, amarilla como la camiseta, echa la vista atrás y se acuerda vagamente de la tarde noche del 23 de febrero de 2009 en la que jugaba con Bianka y en la que mataron a su marido, Róbert Csorba, y a su hijo Robiko. Fue en el último número de la calle de Fenybes Sor, la calle de los gitanos del pueblo de Tatárszentgyörgy, habitado por unos dos mil lugareños, en el condado de Pest, a 70 kilómetros de Budapest.

 

Fue uno de los primeros ataques mortales de grupos paramilitares de extrema derecha cercanos al partido extremista húngaro Jobbik (Movimiento para una Hungría Mejor, 17% de apoyo electoral). Renata Jakab ha declarado en un tribunal de Budapest contra los únicos cuatro detenidos por la muerte de su esposo y de su niño, hechos que le desgarraron el alma. No tiene miedo. “Ninguna compensación sería suficiente. Nadie puede devolvérmelos. Lo único que quiero es que los asesinos se pudran en la cárcel”.

 

Poco más de las once de la noche de aquel 23 de febrero de 2009, en la casa de Renata Jakab y de Róbert Csorba (27 años), al final de la calle de los gitanos de Tatárszentgyörgy, sonaba la música de la radio y sonaba la espantosa palabrería de la televisión. La noche echaba encima su manto, aleteando con una suave brisa los dorados campos de maíz próximos. Las ovejas hacía horas que habían dejado de balar, encerradas en el redil. Dos coches se acercaron por el único camino de polvo viejo y apolillado, como de ámbar, que se enloda con las lluvias de principios de otoño. Los coches se pararon justo delante de la casa de Renata y Róbert. La madre de este último, la señora Csaba, cuya pena no tiene escapatoria, se levantó de un brinco. Ella vive enfrente de lo que un día fue el hogar de su hijo. Corrió la cortina de la puerta, un trapo blanco en la que se pierden las huellas de los dedos, dactilografiados como fotografías gualdas de entreguerras. Solo oyó la voz de alguien que parecía el jefe: “¡No griten!”. Se apartó a tiempo de que las ráfagas de un kalashnikov impactaran contra la pared de su casa de techumbre de dos aguas. Posteriormente, la madre de Róbert, la señora Csaba, estantigua en un corazón de fraguas, declararía: “Llamé a los servicios de emergencia, que tardaron casi dos horas en llegar. A uno de los oficiales de la policía, que ha sido ascendido, le vi desde mi puerta intentando recoger los casquillos de las balas, guardándoselas en los bolsillos, como intentando esconder las pruebas”. Uno de estos policías embaucadores orinaría sobre los casquillos, recogen algunas fuentes. 

 

De los cuatro individuos que bajaron de los dos coches, uniformados de azul de Sajonia, uno de ellos lanzó tres cócteles molotov (según el parte oficial, “explosiones de origen desconocido”) contra la ventana abierta del salón, en el que se encontraba la familia de Renata. Sus tres niños, Bianka, Robika y Máté, de edades comprendidas entre los cinco y los ocho años, y que ya estaban acostados, se levantaron, asustados ante el fragor de los disparos. Las llamas se alzaron en el interior, prendieron en los cojines y en la alfombra. De la casa, con el torso desnudo, salió Róbert. Los matones le esperaban fuera. Dispararon. Al menos veinte disparos erraron el tiro y abrieron boquetes en una de las paredes laterales. El resto le dio de lleno. Con Róbert Csorba había salido el pequeño Robika. Los neonazis también le mataron. Según las respectivas autopsias que firmó el doctor Beáta Ileana, la causa inmediata de la muerte fue: “pérdida de sangre”, “lesión en el corazón y los pulmones” y “lesión cerebral”. 

 

A Bianka se la llevaron al hospital Heim Pál, donde la trataron de heridas de bala, lesiones en el dedo anular derecho y en la pelvis. 

 

Renata, que nunca se ha quitado el anillo de casada y que nunca ha recibido apoyo psicológico, repite una única frase, estriada, con una jaculatoria horripilante: “Sí, la compensación ideal sería que los asesinos se pudrieran en la cárcel”.

 

Antes de que los dos coches salieran pitando del lugar del suceso sus ocupantes aún tuvieron tiempo de avivar el fuego con gasolina. La policía lo interpretó en un principio como un “incendio doméstico”.

 

Aquella noche del 23 de febrero de 2009, en la que murieron el marido y el hijo de Renata, se consumió con los gritos de los vecinos, que intentaban apagar la inmensa pira leonada en la que se había convertido esa casa de Fenybes Sor. 

 

Los restos chamuscados, con las vigas tiznadas, quedan como recuerdo. La ley gitana dispone que solo la viuda tiene derecho a que lo que quede en pie, que es nada, sea completamente derruido. En una de las paredes, alguien ha pintado el nombre de Róbert Csorba, para que nadie olvide quién ocupaba ese lugar antes de que se convirtiera en ceniza. A Róbert y Robika les enterraron juntos. “Ver los restos calcinados de la casa en la que mataron a mi hijo y a mi nieto, cada vez que salgo al portal, es terrible, terrible, terrible”, se aflige la señora Csaba, mujer de ojos con la hondura de los nichos, igual que una de esas piraustas que los clásicos de la antigüedad creían que nacían del fuego anaranjado.

 

Renata vive ahora en la casa de su padre, Jakab Ggörgy, en el número 20 de la calle Vorosmarty, en Tatárszentgyörgy. Ella entra en la casa sosteniendo dos ramilletes de margaritas áureas, que recoge en los invernaderos para hacer con ellos adornos nupciales y coronas de tristes motivos. Se gana la vida con sus manos, y ayuda en lo que puede en la casa que le dio la niñez: hace el café cuando vienen invitados (ninguna autoridad, ningún periodista: “será que somos gitanos”). Y saca las Pepsivel de la nevera, aparta las ingentes cantidades de zapatos que taponan el vano de la puerta, pasa una servilleta por el hule de la mesa, saca el polvo a las fotografías familiares y a las astas de ciervo colgadas como amuletos, pulveriza la estancia con spray antimosquitos, del que las abundantes moscas se libran, coloca los platos en una mala copia de bargueño y sobre malas copias de encajes de randa….

 

Durante un tiempo, Renata se refugió en la fuerza que le transmitían sus progenitores, que organizaron —hasta que, en 2010, se detuvo a los presuntos asesinos— patrullas nocturnas para vigilar la barriada. “Los gitanos no existen, porque nadie nos trata como a iguales”, salta el padre, con mostacho de mosquetero, paniaguado, de una endeblez imprecisa y vestido con la camiseta de una estación de servicio. “Antes, con el comunismo, Hungría no era así. Los gitanos y los húngaros se ayudaban mutuamente”, refiere su esposa, la madre de Renata. 

 

“Aún se me pone la carne de gallina cuando me acuerdo del funeral. Los enterraron a los dos, padre e hijo, abrazados. Fue el 2 de marzo de 2009, y acudieron unas dos mil personas. Nunca he visto tantas en una tumba como ese día”, dice Berisa Dzavit, gitano de labia incontenible. Él se ocupa de las publicaciones oficiales de la asociación, financiada por la Unión Europea, que promueve la tolerancia y el entendimiento: European Roma Rights Centre (Centro Europeo para los Derechos de los Gitanos; ERRC, en sus siglas en inglés), como el Journal of the european Roma rights centre y el Breaking the silence. Report by the European Roma rights centre and people in need. 

 

Con su compañera de trabajo, la romaní Orsos Huna, morena, vestida de blanco, ha visitado en más de una ocasión a los padres de Renata y de Róbert. Las chabolas de los padres de Renata y de Róbert tienen en común una misma foto colgada de la pared principal. La imagen de Róbert con su pequeño Robiko.

 

La noticia del asesinato de Róbert Csora y de su hijo llegó como un mensaje urgente a la sede del ERRC. El turco Sinan Gökçen, encargado de las relaciones con los medios de comunicación, se reunió con dos de sus colaboradores más íntimos, de entre las 25 que trabajan en la organización. La primera fue la gitana Edina Tordai, mujer de cara ancha y labios gruesos, con unos pendientes de plata labrada. Se reconcomía por dentro, pensando, quizá, que las persecuciones contra ellos habían sido tantas y tan repetidas en la Historia que una más simplemente serviría para anotar una nueva entrada en los capítulos del desastre. Edina aún investiga las esterilizaciones forzadas a muchachas de su etnia. La segunda persona con la que primero habló Sinan fue con la especialista legal Judit Gellér, que se encona en las apelaciones con el mismo fervor que atosiga a los fiscales. “Uno de los sujetos que está detrás de las muertes de gitanos había sido profesional en la guerra de Kosovo contra Serbia”, advierte a Sinan. No se sorprende. Él comparte alguna de las teorías de la conspiración que se difunden en los cenáculos del poder: que si la Rusia del presidente Vladimir Putin financia los incipientes partidos de ideología fascista, que si existen campos de entrenamiento para estas formaciones criminales (Guardia Civil por un Futuro Mejor, Véderö, Guardia Húngara…). Hipótesis difíciles de demostrar.

 

Sinan no se quita de la cabeza que en la “Europa democrática” pudieran ocurrir este tipo de salvajadas. Considera que al pueblo gitano se le estaba arrinconando, que era débil, puesto que no estaba organizado. Pensaba que quienes hacían méritos para exterminarlo estaban locos. Los meses siguientes se encerraría para redactar el informe sobre las “circunstancias del doble asesinato cometido en Tatárszentgyörgy y la actuación de las autoridades”, que se publicaría el 7 de mayo de 2009:

 

“Estamos alarmados por la conducta de las autoridades en el lugar, la manera en la que han tratado el caso en comunicados de prensa, y el hecho de que aún no se han presentado al público con cualquier información útil o de fondo sobre el caso. También se considera una causa de alarma que ninguna información se haya publicado acerca de la naturaleza y los resultados de cualquier procedimiento disciplinario contra el jefe de investigaciones penales […], o sobre cualesquiera otras medidas adoptadas, a pesar de que casi dos meses han pasado desde que se ordenaron los procedimientos disciplinarios.

También es objetable desde el punto de vista de todos los ciudadanos húngaros, que, como consecuencia de un delito tan grave —probablemente un crimen de odio motivados por prejuicios étnicos— la policía no proporcione ninguna información sobre las medidas o programas específicos de prevención que se propone elaborar y poner en práctica con el fin de detener los crímenes de esta naturaleza. […] Dado que la conducta de las autoridades ha violado disposiciones legales en varios aspectos, exigimos que los resultados de las acciones disciplinarias posteriores se den a conocer, que las autoridades aclaren los pasos que tomaron para investigar los graves errores profesionales y de procedimiento, y que las personas relevantes rindan cuentas”.  

 

La húngara Krisna Bori apenas se sienta en un sofá y empieza a despacharse contra la extrema derecha. Ella es productora independiente, autora del filme Dübörög a nemzeti rock (Metaforum Film, 2007), historia sobre una banda de rock con letras que incitan explícitamente a la violencia. Explotan el odio racial. “En el fondo, se apoyan en las diferencias entre minorías para decir a su público: ‘Veis, no son como nosotros’. Con los gitanos pasó eso. Nunca pensábamos que llegaran tan lejos como para que los mataran, porque realmente su violencia, por ahora, ha sido verbal. Sus discursos son muy simplistas”, expone, y se calienta a medida que habla, llevada por una quijotesca misión redentora. “Son chicos, solo eso, que bailan y que se van de juerga, y que piensan que la patria está en peligro.”

 

Para la realización del documental, que se puede adquirir en los cines independientes de Budapest (por unos diez euros), Bori no se perdió ninguno de los conciertos que este grupo daba en las poblaciones que circundan la capital de Hungría. Noches de cervezas Samson (“Budweiser Bier”) y de marlboros robados a los colegas. Muchos de los seguidores de estos chicos pertenecen a las juventudes de Jobbik, el partido de extrema derecha en auge. Curiosamente, para ellos el año simbólico es el de 1956, fecha de la revolución contra la dictadura soviética, con el fin de instaurar las libertades.  

 

Márton Udvari tiene 33 años y aún no ha ejercido profesionalmente como abogado, pero tiene muchas causas archivadas en su despacho de la Fundación Másság (Despacho de Defensa Legal para las Minorías Étnicas y Nacionales). En uno de esos archivadores se lee: “Employment Discrimination”. Obsesionado con los asesinatos de gitanos por parte de los neonazis, expone el contexto histórico y sociológico que da alas a sus desmanes: “Siempre han existido prejuicios contra los gitanos, incrementados actualmente por la crisis económica global. Sobre todo las zonas del Este y el Norte del país están tradicionalmente enquistadas contra ellos”, repasa, y se refiere a “negative feelings” para expresar los sentimientos de rencor que mueven a las bandas paramilitares. “Antes de que se decidieran a matar a seis personas en los años 2009 y 2010, se había producido una escalada de la tensión, con numerosos incidentes y peleas”. Con estética de las Juventudes Hitlerianas, se presentaban en los poblados de las minorías (no solo de gitanos, sino también croatas, ucranios…) y efectuaban disparos al aire, con el objeto de intimidar y de causar pavor, lo cual conseguían a menudo. Hasta julio pasado, se han registrado 50 “ataques” de diferente tipo: palizas, injurias, acciones con granadas…

 

Para Mártov cuenta más el contenido que el continente: “Los gitanos han perdido visibilidad en la sociedad. Ahora es como si nadie les tuviera en cuenta, como si sus muertes fueran secundarias. Con el comunismo, tenían todavía un papel que jugar, pero ahora es como si no pintaran nada”. El concepto que mejor lo define: discriminación. 

 

A Renata Jakab, viuda de Róbert, la asesora su representante, la prestigiosa abogada Agnes Daroczi. “Es la única que se interesa por lo que verdaderamente ocurrió en este pueblo”, reconoce a regañadientes. “El ataque a mi casa fue muy rápido, cuestión de un minuto, pero esa visión no se me va”. Contiene las lágrimas. Su padre la anima para que saque fuera su rabia. Ella se refugia en su dolor amarillo, rubio, como su camiseta amarilla, pajiza. En ese dolor, Renata solo puede adentrarse sola. 

 

 

Gustavo Franco y Jesús Martínez son periodistas. Jesús Martínez ha publicado en FronteraD, entre otros artículos, Corazón de hierro, La suma de dos da 89. Paquistaníes en Barcelona y Facebook d. C.

 

 


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