A Raoul Walsh siempre le gustaron los animales, de modo que a comienzos de los años sesenta decidió hacer una excursión a Jungleland, en la ciudad de Thousand Oaks (California). Allí había una especie de zoo donde se hacían demostraciones circenses. La más llamativa era la de una domadora con un grupo de tigres, no tanto por lo que obligaba a realizar a los animales, simples ejercicios rutinarios, sino por la edad de aquella mujer. Tenía los suficientes años como para que cualquier descuido pudiese costarle la vida. Pero no sucedió nada y el público pudo aplaudir al final del espectáculo. Más tarde, Walsh fue a un bar donde encontró a la domadora, a quien invitó a sentarse a su lado para felicitarla. Mientras ella hablaba, él se fijó en sus temblorosas manos cada que vez que interrumpía la conversación y llevaba una taza de café a sus labios. Tenía el rostro curtido por el sol y lleno de arrugas, y unos enormes ojos que seguramente habían sido hermosos en otro tiempo. En el rato en que estuvieron charlando, ella le contó con tono de lamento que muy pronto Jungleland desaparecería, para que en el mismo terreno se construyesen casas.
Varias semanas después, leyendo el periódico, Walsh se enteró de que se iban a subastar los animales de Jungleland y se acercó con la idea de comprar un cachorro de tigre. Como no pudo encontrar lo que buscaba, decidió ir a hablar directamente con la domadora. Al preguntar en la cafetería de su primer encuentro, le dijeron que se había suicidado tres días antes. Fue entonces cuando pudo confirmar sus sospechas sobre ella. Se trataba de Olga Petrovich, una antigua amante a la que había conocido en 1915, al acabar el rodaje de Life of Villa para la Fine Arts. Habían pasado juntos varias semanas en un apartamento cerca de la playa, y él, al cabo del tiempo, aún recordaba cómo al salir del agua se secaban el uno al otro. Quizás de no haber sido por el contrato que ofreció la Fox a Walsh unos meses después para que fuese a trabajar a Nueva York, habrían acabado casándose; al fin y al cabo, él era un romántico de pies a cabeza y ella acababa de enviudar hacía poco.
La vida de Walsh estuvo marcada desde el principio por las mujeres. Primero fue su madre, cuya prematura muerte le decidió a irse de casa con apenas quince años, en busca de aventuras que le ayudasen a olvidar su sentimiento de orfandad. Luego vendrían ocasionales amores que conoció en alguno de sus muchos viajes por Cuba, México o Estados Unidos. Y también le dejó una profunda huella su primera esposa, la actriz Miriam Cooper, con quien había rodado dieciocho películas cuando ambos comenzaban sus carreras y a la que todavía recordaba al final de su vida pese a llevar separados más de cuarenta años. En sus memorias, el director demuestra con frecuencia que, aunque su mundo cinematográfico estuviese poblado por aventureros, la presencia de las mujeres era igualmente importante. «Somos amantes y el mundo es nuestro», le dice Olivia de Havilland a James Cagney en The Strawberry Blonde (1941). Donde mejor se nota el peso femenino en la obra de Walsh es en una película tan masculina como El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower, 1951), cuando Gregory Peck lee la carta que le ha dejado su esposa poco antes de morir a causa de una enfermedad. Tal como recuerda Tag Gallagher en un magnífico texto sobre el cineasta norteamericano (http://www.sensesofcinema.com/contents/directors/02/walsh.html), el protagonista vive entonces dos semanas de reclusión en su camarote y sólo recupera su libertad al escuchar en la lejanía el sonido de unos cañones. Sin embargo, en adelante ni siquiera la acción más trepidante, sean persecuciones, abordajes o combates con espada, consigue que olvidemos la voz de la mujer muerta, pese a no haberla visto en ningún momento. Sus palabras, mientras le pedía a su marido que no la olvidase jamás, nos acompañan hasta el final.
Esa fidelidad y admiración que Walsh mostraba hacia las mujeres forma parte de los profundos lazos que él estableció a lo largo de su vida y que también establecen sus personajes en casi toda su obra. En muchas películas suyas, incluso los rivales se respetan. Nadie se vanagloria después de haber vencido a un contrario y, si lo hace, es de forma burlona, sin darle demasiada importancia. Algo así es lo que proporciona a su filmografía una especie de aire de familia, de álbum en el que resulta fácil reconocer momentos que nos atañen a todos en nuestro trato con quienes tenemos más cerca. Por eso los clanes, los matrimonios y las amistades aparecen una y otra vez. También por ese motivo las muertes, las separaciones o las derrotas resultan tan tristes y dolorosas, como si los personajes fuesen en realidad héroes trágicos de una obra de William Shakespeare.
Las memorias que Walsh escribió seis años antes de morir, cuando ya llevaba diez sin trabajar por culpa de su precaria salud y por la falta de confianza por parte de las compañías aseguradoras, no dejan espacio en ningún momento para los reproches y mucho menos para los ajustes de cuentas. Recuerda a todo el mundo con admiración, además de desmentir la supuesta tiranía de David Wark Griffith o de resaltar la inteligencia de Mae West, cuya impresionante presencia a menudo hacía que sus otras virtudes permaneciesen en la sombra. De su padre, por ejemplo, cuenta con orgullo su pasado irlandés y su huida de la cárcel después de haber sido condenado por actividades subversivas. Y a sus hermanos les dedica frases llenas de cariño. Para él, no hubo encuentros insignificantes, por muy fugaces que hubiesen sido. Durante su infancia y juventud, escuchó a Mark Twain, le estrechó la mano a Jack London, vio boxear a Jim Corbett, aplaudió el espectáculo circense de Buffalo Bill, bebió con Wyatt Earp, los jefes indios le respetaban y le recibían en las reservas como a un hermano… Hasta cierto punto, fue testigo de muchas de las cosas que luego contaba en sus películas. Trabajó en el teatro, se enroló en un mercante, fue ayudante de un médico rural, tuvo trato con gángsters, condujo ganado, perdió un ojo en un accidente automovilístico mientras buscaba las localizaciones para una de sus películas, le invitaban a recepciones con grandes mandatarios extranjeros, recibía cartas de felicitación escritas por presidentes como Richard Nixon, se hicieron retrospectivas de sus obras en los museos más importantes… Y su condición de director jamás le hizo sentirse por encima de sus actores, con quienes mantenía relaciones de amistad. Mucha gente le llamaba por su apodo: Skipper. No es tan extraño, por tanto, que John Wayne, James Cagney, Olivia de Havilland, Virginia Mayo, Ida Lupino y muchos otros actores aparezcan en repetidas ocasiones a lo largo de su filmografía. Cuando Walsh rememora la decadencia del Hollywood clásico, hace hincapié en las sucesivas muertes de estrellas como Errol Flynn, Humphrey Bogart, Clark Gable, Gary Cooper o Marilyn Monroe. «En poco años perdimos a un montón de grandes intérpretes, que eran al mismo tiempo grandes personas. Todos lloramos por ellos, por su ausencia, aunque todavía nos queda su grandeza. Nadie podrá reemplazarlos.»
Walsh comenzó a trabajar en el mundo del cine porque sabía montar a caballo. Muy pronto se convirtió en uno de los protegidos de David Wark Griffith, para quien fue ayudante de dirección y actor en El nacimiento de una nación (Birth of a Nation, 1915). Con él, aprendió lo suficiente para en poco tiempo dirigir él mismo y para ayudar a fundar los estudios de la Fine Arts en la Costa Oeste, cuando Griffith abandonó la Biograph, decidido a crear su propia compañía en unos terrenos que luego formarían parte de Hollywood.
De las ciento treinta y seis películas que Walsh llegó a realizar, se han perdido más de la mitad. Algunas las hizo porque nadie más quería hacerlas y porque en el Hollywood que construyó gente como él las cosas iban muy aprisa, a veces tanto como para que no hubiese tiempo para excesivos refinamientos. Los refinamientos, no obstante, eran un obstáculo entre la mayoría de los espectadores de la época, que no querían productos demasiado intelectuales ni demasiado relamidos visualmente. Y la mayor preocupación de Walsh siempre fue el público. Si sus películas fracasaban en taquilla, él era el primero que las consideraba fallidas, fracasos en todos los sentidos. Lo cierto es que buena parte de los problemas que tuvieron Erich von Stroheim o luego Orson Welles estaban relacionados con sus métodos de trabajo, más lentos y minuciosos que los de Walsh, también más caros y bastante peor recibidos en taquilla por muy artísticos que fuesen.
Tras la llegada del sonoro, pasó de escribir sus propios guiones y de interpretar en ocasiones algún papel en sus películas, muchas de las cuales incluso produjo él mismo, a concentrarse sólo en las tareas de dirección. Durante la década de los treinta tuvo que contentarse con seguir en activo, pero sin contar ya con los actores y los técnicos que él deseaba. Hollywood comenzaba a organizarse de una manera diferente. Sólo al entrar en la Warner Bros, un estudio con una identidad definida por su compromiso con la filosofía del New Deal, volvió a trabajar con equipos más o menos estables, como le gustaba. Poco importa si allí continuó con los brazos atados, sin poder desarrollar sus proyectos, porque a cambio consiguió ganarse el respeto y la confianza de todo el mundo, entre 1939 y 1951, mientras duró su contrato. De hecho, con frecuencia se acudía a él si una película no acababa de funcionar, para que pusiera las cosas en su sitio. Hizo comedias, musicales, westerns, biopics, thrillers, melodramas y cine de aventuras, consiguiendo resultados increíbles en bastantes ocasiones, auténticas obras maestras.
«Vivíamos en un lugar mítico e imaginario, que carecía de fronteras geográficas. Un paseo te podía llevar, con sólo dar la vuelta a la esquina, de una bulliciosa calle de Manhattan a una pradera de Nuevo México, de una sierra a París y de París a Londres, de los Alpes a un naranjal de Los Ángeles… Todo aquello pertenecía al mismo mundo, a la fábrica de los sueños que conocemos como Hollywood. Fui testigo de su nacimiento, su edad dorada y su paulatina decadencia. Trabajé duro junto a otros muchos, a menudo en condiciones muy complicadas: soportando aguaceros o bajo un sol que caía a plomo sobre nosotros; helados y paralizados por la nieve o azotados por furiosas tempestades.»
Teniendo en cuenta las lagunas que hay en la filmografía de Walsh, únicamente podemos concluir que conocemos su obra a medias, de igual forma que a él lo entendemos a medias, porque ni era una «extraña mezcla de patán y banquero», tal como se definía, ni era alguien al que le gustase referirse a sus películas más allá de lo razonable. Pese a entender el cine como un arte, su actitud no fue la de un artista, cuando poco no fue la actitud de los cineastas que comenzaron sus carreras desde finales de los cincuenta en adelante. Su idea acerca de lo que se necesitaba para hacer películas era muy sencilla: llega con conocer los entresijos del mundo del espectáculo y con tener una buena imaginación.
Ya mayor e inactivo, Walsh rememoraba cómo en la época dorada de Hollywood nadie pensaba en la muerte y en la vejez, eran palabras que la gente procuraba no pronunciar. Le gustaban recuerdos como ése, porque para él «los recuerdos son la esencia de la inmortalidad y son siempre jóvenes».