En ‘La verdad oculta’, de Winesburg, Ohio, Ray Pearson en un atardecer de otoño se siente abrumado por la belleza de los campos, no puede con tanta belleza y echa a correr protestando en voz alta contra su vida, contra la vida. No puede soportar que nos robe la vida la mediocridad, la estrechez de las doctrinas en que nos encerramos, la rutina mecánica. Estamos en el ventoso Clyde, Ohio, cerca del lago Erie.
Otro capítulo se titula ‘Soledad’. El pintor Enoch Robinson recibe a sus amigos en su cuarto y se ponen a mirar sus cuadros. Hablan y hablan, sueltan palabras sobre la línea, los valores, la composición. Pero Enoch piensa que no se enteran de nada. Que lo principal del cuadro es un rincón donde bajo unos sauces una mujer se cayó de un caballo. Es una mujer encantadora, de una belleza secreta, e irradia un encanto por todo el cuadro. Pero nadie se entera de eso, todo el mundo habla de composición, de zarandajas. El pintor intuyó algo con fuerza, pero ¿cómo explicárselo a los que no lo ven? ¿No les recuerda El túnel, de Sábato? Cuando los críticos hablaban de estructura, de arquitectura. Y lo más importante era una esquina arriba a la derecha, donde una mujer silenciosa esperaba algo del mar. Y solo María Iribarne se da cuenta. Los dos nos hablan de la soledad absoluta, de la incomunicación absoluta.
El pintor de Anderson también quiere una vez que una mujer que lo visita en su cuarto lo capte. Quiere que capte la plenitud de su personalidad. Y ella en una mirada adivinó quien era él. Pero al final eso le molesta al pintor y la echa del cuarto con insultos. Y todos los fantasmas del cuarto se van con ella. Él se queda deshabitado. Sí, tiene el mismo dramatismo de Sábato, el mismo indicar la personalidad inencontrable, la misma soledad que se pierde en la noche. Habla también de un individuo al que nadie puede comprender, solo una mujer fugazmente. Y él la echa del cuarto, igual que el pintor de Sábato mata a María Iribarne.
Al principio no me atraía esa novela. Un libro sobre todo un pueblo, sobre colectividades, sobre multitudes. Pero luego vi que esa colectividad la formaba unas individualidades imborrables. Cada personaje es único, tiene un trazo increíble. Está el predicador que mira desde el campanario a una mujer y al final la cree una enviada de Dios cuando la ve llorando desnuda. Está el personaje que quiere ser escritor porque le parece lo más libre del mundo, puede escribir cuando quiera en cualquier lugar del mundo y todos te respetan. Está el hombre que vive en las afueras del pueblo y odia sus manos porque antes era maestro y un alumno se enamoró de él y los lugareños estuvieron a punto de ahorcarlo y le dijeron que escondiera sus sucias manos. Y un día en un arrebato de inspiración le dice a George Willard, el único que habla con él: “Debe usted esforzarse por olvidar todo lo que ha aprendido. Tiene usted que empezar a soñar”, le dice que olvide todas las enseñanzas que nos encajonan. Está George Willard, el periodista del pueblo, que los escucha a todos y se siente fascinado por todos. Pensándolo bien, ¿ese pueblo no prefigura un poco a Comala, de la novela de Rulfo, con todas sus vidas secretas?
Anderson escribe todo eso con un estilo sencillo y ardiente, obsesivo, lleno de atmósfera. Se nota que nos habla alguien que ha escuchado mucho el silencio al atardecer. Nos habla alguien que ha mirado con misterio a las personas de su pueblo y las ha convertido a cada una en una especie de ventana, en una revelación.
Está el viejo que lleva a su nieto al bosque y pide a gritos una señal a Dios, al niño le parece que el viejo se ha transformado en un monstruo. Está Wash Williams, el telegrafista, que dice que todas las mujeres están muertas. Está Kate Swift, la maestra, que parece fría y rígida, pero en su interior “libraban batalla la pena, la esperanza y el deseo”. En el fondo tiene el temperamento más apasionado del pueblo. Y se enamora de George Willard y cree distinguir en él la chispa del genio. Todos respetan a Willard porque sospechan que llegará a ser un escritor. Bendito lugar donde respetan a un escritor. Con razón el prólogo del libro se titula ‘El libro de lo grotesco’. Pero la vida es grotesca o es pura mecánica rutinaria. También Poe llamó grotescos a sus primeros cuentos. Pero Anderson los coloca en un pueblo tan creíble de Ohio y por eso nos asusta y nos alucina.
Una vez fui en un autobús 23 horas desde Buenos Aires hasta Iguazú. Y hablé unos minutos con una joven escocesa que viajaba sola. Después la volví a ver sola en Buenos Aires y hablé cinco minutos con ella. No sé por qué, el cuento de Anderson sobre el pintor me recuerda a aquella chica que viajaba sola hasta Iguazú. Es un cuento solitario. Un cuento sencillo que te dice tantas cosas. Un cuento que no está enzarzado en nada, como una de esas charlas sinceras y reveladoras que se tienen alguna vez en invierno.
Casi todo el libro habla de la incomunicación y del engaño y de que no nos enteramos de la vida. De que lo dejamos pasar todo y no nos vemos unos de otros. Y lo dice sin aspavientos, como quien cuenta cualquier historia sentado en un porche. No hay más que mirar los títulos de los capítulos: ‘Nadie lo sabe’, ‘Soledad’, ‘Un despertar’, ‘La verdad oculta’, ‘Todo es engaño’.
En ‘La verdad oculta’ Ray Pearson, en un crepúsculo, echa a correr contra todo lo que nos afea la vida. No quiere ser peón de granja, quiere ser marinero, y echa a correr por el bosque, pero se acuerda de sus hijos, y siente que lo agarran con sus manos. Ray Pearson lo entrevió todo un momento, pero ¿cómo explicárselo a los que no lo ven? Los puritanos varios nos roban la vida, la mediocridad nos roba la vida.