Incluso en una escena artística tan internacional como exhibe Nueva York, la Asia Society destaca. Fundada en 1956 por John D. Rockefeller III y ubicada en el Upper East Side –uno de los barrios más adinerados de la ciudad–, la Asia Society tuvo durante años fama de aristocrática. Organizaba sobre todo exposiciones históricas exquisitas de ver, pero que no abordaban las complejidades del arte que se realiza ahora. Últimamente, la Asia Society, como la mayoría de los museos de Nueva York –si no de todo el mundo– ha dedicado tiempo y espacio a la obra de artistas contemporáneos. Ahora se hace esto con tanta frecuencia –por ejemplo, en el Metropolitan Museum of Art se exhibe en estos momentos el arte de Charles Ray, el escultor de Los Ángeles– que la práctica está plenamente aceptada. No le corresponde a este artículo tratar sobre la adopción de lo contemporáneo por parte del museo, que, naturalmente, hasta hace poco estaba dedicado en exclusiva a las exposiciones históricas. Pero se puede decir que exponer obras de reciente creación no solo amplía el alcance del museo en general: es una estrategia dirigida a atraer a más público, cuyos intereses no incluyen necesariamente el arte del pasado. La Asia Society ha seguido esta tendencia con exposiciones que presentan arte nuevo de todas las partes de Asia; no solo el Lejano Oriente, sino también Asia del Sur, así como Oriente Próximo. Una maravillosa muestra que se expone ahora, Rebel, Jester, Mystic, Poet (Rebelde, bufón, místico, poeta), comisariada por Fereshteh Daftari, consiste en una importante colección de arte persa que abarca desde 1998 hasta el presente.
La internacionalización del arte no solo está teniendo lugar en Nueva York, cuyo largo historial de artistas inmigrantes nos haría esperar dicho cambio, sino que está produciéndose en todas partes. Las diferencias nacionales han sido casi borradas, lo que provoca al público la desconcertante sensación de que el arte que se realiza ahora proviene de un solo lugar. Esto es a todas luces incorrecto, pero es cierto que la diferencia visual, a nivel nacional, es difícil de encontrar. Lo maravilloso para esta exposición es que el público de la Asia Society sí puede detectar alusiones estilísticas tanto al pasado, en forma de caligrafía o los diseños de las alfombras, como al arte que remite a la trágica y violenta historia reciente de Irán. Hay incluso imágenes que pertenecen a la rebelión feminista. En una fotografía en blanco y negro, Sin título n.º 10 (1998), de Shadi Ghadirian, vemos a dos mujeres jóvenes, ninguna vestida con el chador, mirando con aplomo al espectador. Una está sentada en el suelo, mientras que la otra está montada en una motocicleta, tiene un casco puesto y disfruta claramente de este momento de transgresión registrada. Es evidente que vivimos en una cultura mundial, impulsada a menudo por las intensidades de la juventud, pero hay algo más que reconocer: el concepto de que el conflicto cultural en todas partes se está produciendo entre los creyentes de una tradición histórica de costumbres sociales y los protagonistas de un tiempo presente a nivel mundial de búsqueda del placer. Ese perdurable recuerdo, y su punto de vista conservador, existe en oposición a una gratificación contemporánea basada en el momento.
Es interesante que el título de la exposición emplee el adjetivo persa, en vez de iraní. Para la mayoría de la gente, persa alude de forma más directa a la civilización del Irán antiguo, a sus extraordinarios logros en la poesía, el arte y la arquitectura, por no hablar de su destreza en actividades como el tejido de alfombras. En Rebel, Jester, Mystic, Poet aparecen tejidos del gran pasado clásico, aunque en términos que transforman las antiguas ideas y creaciones en una nueva comprensión del arte. En Occidente, los términos de estas transformaciones están establecidos desde Warhol y el triunfo del pop en la década de 1960, más o menos. Esa perspectiva particularmente estadounidense, difundida por lo rápido que viajan las imágenes a través de internet, ha calado en casi todas partes. Sin embargo, a menudo, el carácter contemporáneo de la imagen adquiere complejidad por las alusiones tácitas al pasado cultural del artista que realiza la obra. Es especialmente el caso de esta exposición. Las obras a menudo insinúan el pasado: las alfombras, la caligrafía y la escultura conectan no solo con los progresos del presente en el arte, a menudo abstractos y conceptuales, sino que también se infiere de ellos la gran historia milenaria de su cultura de formas que aseguran que su legado se mantenga vivo. Por tanto, visitar esta exposición en Estados Unidos supone un dilema, puesto que vivimos en un presente perpetuo sin prestar atención a cualquier cosa que nos preceda. Es probable que a muchas de las personas que visiten la exposición en Nueva York se le escapen las referencias históricas de los artistas persas. Sin embargo, también es verdad que hay alusiones a Andy Warhol y al arte pop: el arte estadounidense que ha cobrado vigencia en todo el mundo. Así, la exposición se mantiene fiel a los orígenes de su cultura, a pesar de que abra ventanas a influencias sumamente recientes.
Tal vez la verdadera dificultad a la que se enfrenta el arte contemporáneo en todo el mundo sea el público: su tamaño y su sofisticación. Ahora domina el populismo cultural, donde lo entretenido ha suplantado a lo edificante. Las tendencias surgen con una impresionante rapidez en Estados Unidos. Uno se acuerda de principios de la década de 1990, cuando una sorprendente cantidad de interés se centró en los artistas de la China continental que se habían mudado a Nueva York para escapar de la dureza del gobierno tras haber sofocado el movimiento democrático del país. Ahora hemos iniciado un periodo artístico de gran intensidad política, basado en las características personales del artista. En su mayor parte, la exposición de la Asia Society no refleja esa personalización de los sesgos culturales, pero sí presupone una cierta continuidad sin costuras de la cultura, lo cual no es posible hoy en Estados Unidos, donde las culturas existentes son demasiado numerosas para contarlas. Esto no quiere decir que la exposición sea homogénea, en su forma o por su intención. El arco temporal de los artistas, que abarca aproximadamente entre cuarenta y ochenta años, produce el inevitable resultado de una diferencia de posturas. Hay una extraordinaria fotografía, Señorita híbrida 3 (2008), de Shirin Aliabadi, de una adolescente con la cara tapada en parte por un inmenso globo rosa de chicle. Lleva la cabeza cubierta, pero su cabello, que asoma por debajo de la pañoleta, está teñido de rubio platino. Además, una pequeña tirita le cubre el hueso nasal; según el texto de la pared, es consecuencia de una operación de nariz. La joven mira de frente al espectador, y transmite seguridad en sí misma, hasta el punto de la insolencia. ¡Qué mezcla de lo antiguo y de lo nuevo! Sin duda existe la necesidad de una mayor libertad para las mujeres en Irán; Señorita híbrida 3 deja claro que, aunque sea difícil mostrar esa audacia en público –o imposible–, el deseo de expresarse de los jóvenes de cualquier cultura se resiste a morir.
Como ya he escrito, aquellos espectadores que deseen encontrar ejemplos de nuevo arte estrechamente ligados a una visión arcaica de la cultura no se sentirán decepcionados. Este es un aspecto maravilloso de la exposición: unir una perspectiva moderna a una milenaria es una audaz apuesta por la continuidad de las tradiciones, aunque a veces el paso del tiempo las haya desgastado hasta casi la invisibilidad. Quizá ahora dependamos de lo que sea nuevo en el arte, pero ¿y si la comunidad artística pertenece a una historia del arte tan venerable que sus creaciones contemporáneas resultan vulgares? Shirin Neshat, afincada en Nueva York, presenta una impresión en gelatina de plata de la serie Rapture (Arrebato), donde un numeroso grupo de mujeres, vestidas de negro de la cabeza a los pies, caminan descalzas hacia un mar en calma, cuyas olas se vuelven blancas al llegar a la costa. Las mujeres están de espaldas a nosotros y de frente al mar, tal vez un símbolo de libertad no reglamentada que niegan sus pesadas y oscuras ropas. Esta obra no titulada, y con un magnífico uso del contraste, logra mezclar la historia antigua de las prendas obligatorias con el ingobernable movimiento de una gran masa de agua. Esta es una obra que trasciende el simbolismo, en el sentido de que las mujeres allí reunidas, dispersas al azar en la playa, sugieren de forma tácita un cambio sin revelar abiertamente su presencia o necesidad. Muchos artistas que llegan a Nueva York procedentes de otras culturas lo hacen en parte porque aquí la tradición permite a la gente hacer lo que quiera, sin la severa mirada del censor. Varios artistas de Rebel, Jester, Mystic, Poet viven a caballo entre Nueva York y Teherán, de modo que pueden disfrutar de las libertades culturales de Estados Unidos y, al mismo tiempo, mantener los vínculos con su hogar.
Hay matices, pues, que tocan fibras profundas con un trasfondo persa clásico en parte de las obras de la exposición. Alfombra voladora (2007), de Farhad Moshiri, consiste en 32 alfombras apiladas, tejidas a máquina y recortadas en forma de avión de combate. La imagen del avión está dispuesta junto a la alfombra de la que fue recortada. Al saber que el relato de la alfombra voladora tiene su origen en un cuento de Las mil y una noches esta versión contemporánea ensombrece la imaginación histórica. Uno se acuerda inevitablemente de las hostilidades que Irán ha experimentado en los últimos años; además, las alfombras han sido tejidas a máquina, no a mano: una mecanización de la tecnología que sitúa la imagen en un contexto industrializado y contemporáneo. ¿Qué se puede hacer, si el significado de la pieza, de ser una alusión a un clásico de la literatura, pasa a ser una declaración visual sobre la agresión militar que Irán ha tenido que soportar durante algún tiempo? El sentimiento religioso ofrece consuelo. En la escultura Heech azul (2010), de Parviz Tanavoli, vemos una versión tridimensional de la palabra persa heech, que significa “nada”. Es una palabra central en el pensamiento sufí, que indica que Dios creó el mundo de la nada. La escultura –de fibra de vidrio pintada, con su amplia pero delgada losa que se curva, se pliega y termina en una corona que forma un extraño ángulo, con dos espacios huecos, uno en forma de círculo y otro de medialuna– es una lectura tridimensional del término. El material de fibra de vidrio dota a la escultura de un aire pop, a pesar de que su concepto sea antiguo y profundamente religioso. Tanavoli ha encontrado una forma de tomar una idea central para la religión sufí y volverla nueva. Y, para la mayoría de los estadounidenses, que probablemente no conozcan el idioma, la escultura posee un maravilloso atractivo abstracto.
La escultura Parsec n.º 15 (2009), de Timo Nasseri, podría fácilmente ser considerada un objeto completamente no objetivo. Se trata de una esfera de acero inoxidable compuesta con planos de metal que sobresalen del espacio del objeto o lo hienden. La escultura, que apunta con agresividad y representa más que una pequeña bomba picuda, plantea unas tenebrosas connotaciones; incluso la palabra parsec es un término utilizado en astronomía para referirse a una distancia concreta. Es difícil interpretar la obra como algo celestial; más bien, parece una mina militar, si quisiéramos asociarle una función terrenal. Una y otra vez, vemos obras que hacen uso de la abstracción en un sentido visual para luego sugerir connotaciones históricas más profundas y perturbadoras. Si es la violencia lo que un artista conoce en su cultura, entonces sus obras tenderán a describir hostilidades. En esto se diferencia mucho del expresionismo expansivo de Estados Unidos, cuyos problemas no incluyen haber sido invadido en el pasado. Pero la historia de Irán es distinta. En claro contraste, podemos hablar de la brillante caligrafía roja de Mohamed Ehsai, hoy octogenario, que fue profesor durante muchos años en la Universidad de Teherán. Su Mohabbat (Amabilidad) (2006), consiste en una versión contraída de la palabra, hecha ilegible por sus cuatro repeticiones de bandas parecidas a lazos, arremolinadas en torno a un centro compacto. Una vez más, un público estadounidense, distanciado por su desconocimiento del persa, tendería a ver la imagen a la luz de la práctica abstracta de la Escuela de Nueva York. Sin embargo, sería un profundo error, ya que en nuestras interpretaciones no unimos las insinuaciones visuales de la caligrafía con las literarias. Una de las mejores cosas de Nueva York es su amplia representación del arte de culturas diferentes; aun así, a menudo es difícil disociar la experiencia de uno en su lugar del arte cuyos motivos y orígenes no tienen nada que ver con Estados Unidos.
La difunta Monir Shahroudy Farmanfarmaian, una importante figura del arte iraní del siglo xx, está representada por un mosaico de espejo a tamaño natural titulado La dama reaparece (2008), que muestra la atractiva silueta de una mujer cuyo ceñido vestido deja ver su hombro y su cuello (no se muestra la cabeza). Las líneas del vestido se extienden en sentido vertical y horizontal de forma semicurvilínea; aunque no podemos estar seguros, parece que la figura da la espalda al espectador. A ambos lados de ella, las estriaciones plateadas, que captan la luz al igual que el vestido, son verticales. Esta obra, realizada a principios del siglo xxi, alude a un sutil pero genuino erotismo, cuya sensualidad es mucho mayor por su semiocultación. ¡Qué difícil debe de ser presentar una imaginería que promueve el deseo en la actual cultura iraní! La insinuación se vuelve necesaria, lo que en verdad intensifica el deseo, porque es sugerido, en vez de verbalizado. En un momento en que se produce en todas partes una suave revolución en la expresión de las costumbres morales, esta imagen, de hace poco más de una década, parece preclara ante las costumbres actuales. Aquí, pues, se dice mucho con muy poco; el cuerpo, lejos de ser flaco, es turgente y eróticamente cautivador. Dado el actual y severo régimen patriarcal que el pueblo iraní sigue experimentando, es muy llamativo, y valiente, que una artista femenina presente una imagen tan nítidamente seductora.
En un breve vídeo, de tres minutos y medio de duración, Samed Sahihi realiza una impresionante exploración de la violencia contemporánea. En Ocaso (2007) retrata el final de un día con imágenes cambiantes –siluetas de personas que se unen y se apartan– que parecen estar en un lugar público disfrutando como si estuviesen de vacaciones. Los murmullos de voces solapadas arrullan al espectador, y le produce también un estado de disfrute; el cielo amarillo refulge con su luz indirecta. Esta confortable situación se mantiene durante la mayor parte del corto vídeo, hasta el final, cuando vemos la imagen de un hombre muerto, que parece haber sido ahorcado (no hay ninguna soga) y elevándose hacia el cielo en la parte superior derecha de la pantalla. No se ha hecho ninguna referencia directa al gobierno; nada durante la reproducción del vídeo indica una represión activa. Sin embargo, es evidente que al joven lo han matado. Sahihi encapsula, en una imagen más que en un relato, las graves tribulaciones de aquellos considerados condenables por un gobierno autoritario. Es probable que el contenido disfrute de las gentes bajo la figura ascendente sirva como contracorriente ante la desolación de alguien a quien le han quitado la vida. La armonía de la multitud, y el placer de su conversación sin cautelas (no descifrable en la pieza) actúa como filtro a través del cual experimentamos la violencia del no retorno. Ocaso, pues, nos exige que equilibremos la alegría de una sociedad libre con las intenciones asesinas del juicio gubernamental.
Resulta adecuado terminar la crítica de esta excelente exposición con un cuadro del que se podría decir que es bello, o del que se podría decir que es horrible. El óleo sobre lienzo de Alí Banisadr emplea el chiste de De Kooning, en respuesta al alunizaje, como título de su portentoso cuadro: No hemos aterrizado en la Tierra todavía (2012). El tercio superior de la composición lo domina un luminoso cielo azul, pero bajo el cielo hay montones de basura abstracta, en su mayoría azul, con manchas de amarillo mostaza, que insinúan objetos rotos incapaces de recomponerse. No es difícil ver esto como un retrato de la destrucción y el caos que siguen a un bombardeo. Sin embargo, no se ven aviones, y las innumerables piezas, tal vez de chatarra, que componen la mayor parte del cuadro permanecen indescifrables, a pesar del aura de violencia que las rodea. Uno solo puede preguntarse cuándo acabará la matanza, y los persas tengan la oportunidad de describir sucesos menos traumatizantes. Esta exposición, fruto de la inspirada colección de Mohamed Afkhami, no está en consonancia con las actuales tendencias de la escena artística de Nueva York. En cambio, hace otra cosa, algo más valioso. Trata la circunstancia de su propia grandeza como una oportunidad para describir sus desgraciados sucesos recientes y reflexionar sobre ellos. Los artistas transitan un estrecho camino entre una cultura activa durante muchos siglos y uno que se está formando de nuevo a sí mismo, ante un cambio social que ni siquiera las severas restricciones religiosas pueden impedir. En una civilización que se vuelve más global en cuestión de horas, estos artistas mantienen lazos con el pasado que pueden ser necesarios para centrar una cultura en desarrollo. En vez de recurrir solo a lo nuevo, los artistas persas de esta exposición utilizan la tradición para conducir a su público a una nueva comprensión, a un conocimiento difícil pero mágico, de sus vidas en este momento.
Traducción: Verónica Puertollano
Original text in English