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Sociedad del espectáculoArteCarlos Zurc, el arte del grabado como instrumento de la memoria

Carlos Zurc, el arte del grabado como instrumento de la memoria

El grabado de Carlos Zurc profundiza en la riqueza del arte de Oaxaca a partir de la exploración de una estética de lo autóctono. Su genio viaja por las venas arborescentes de la tradición de su pueblo para iluminar hombres feroces con cara de diablos, colibríes, tigres y dragones que de manera mordaz perturban el sueño de la eternidad.

Zurc basa buena parte de su obra en la consagración de la naturaleza y los misterios que la rodean. La tensión pictórica de su trabajo reside en esa obsesión suya de viajar en sentido inverso. De regresar al pasado para rendirle tributo al ombligo del cosmos. Su trabajo representa la voz antigua de su raza que usa las manos del artista como herramienta para contar la historia.

Nacido en Pinotepa de Don Luis, un municipio enclavado en el vientre de la Mixteca baja, Carlos Zurc confirma que la magnificencia de la caligrafía del nuevo arte oaxaqueño sigue estando inspirada por las fatalidades, pero también por las proezas de los pueblos originarios del sur mexicano.

Hasta los ocho años, Zurc no hablaba español y al aprenderlo se convirtió en un agudo critico del otro polo del universo. Ese universo racista que discrimina por el color de la piel y que el artista ahora derrota con una sola arma en la mano: su penetrante gubia que hiere las profundidades de la corteza, el espanto y la memoria.

En el terreno de las inspiraciones, a Zurc le sucede lo que a muchos de sus coetáneos. Son artistas natos sin saberlo hasta que la necesidad los lleva a descubrirlo. En su caso, la precaria situación económica en que vivió hasta la pubertad y la falta de oportunidades en su pueblo para los de su clase lo llevó a buscar “cualquier cosa” que le ofreciera un sustento.

Zurc se inició desde niño y por su cuenta en el tallado de la jícara, un fruto característico por sus propiedades curativas y adoptado por los mayas como árbol sagrado. Sus comienzos fueron algo atropellados. A los seis años, llamado por el asombro, entró al taller de uno de sus tíos y sin que éste lo supiera talló cuánta jícara encontró esparcidas sobre una mesa larga de madera.

Pese a su corta edad y a la dura reprimenda de su pariente por el desastre en el estudio, a Zurc le surgió una certeza: el labrado era lo suyo. Ese día, a su cabeza llegó la imagen de él mismo cruzando por un sendero cargado de jícaras que colgaban de los arboles de ramas grises y retorcidas. En su fantasía, le intrigaba la cáscara liviana, leñosa y resistente del cujete, cuya carnaza atesoraba además propiedades para la medicina y el decorado.

Le llamaba la atención la forma ovoide del fruto. Al tallar las primeras jícaras, vio bajo la sombra de viejos arboles al niño inquieto que dormía en el mismo petate en el que su madre arqueaba la espalda sobre el telar. Se figuró ser un hombre grande que no le temía más al nagual y que con paciencia trazaba figuras de garzas, arañas, gatos y venados, los mismos que su madre tejía con hilos teñidos del color púrpura que brota del caracol nacido en las profundidades del mar.

Convencido de que había encontrado el oficio de su vida, en la adolescencia regresó al mismo taller de los años de niño. A partir de allí se sumergió en el relieve de jícaras, ahora sí bajo la supervisión y consejo del tío que un día lo había reprendido.

A los dieciocho años, lastimado por un amor mal correspondido, optó por la ruptura geográfica. Dejó Pinotepa de Don Luis y se instaló en Oaxaca, la capital del Estado, una de las cunas de la cultura visual en América Latina, según Deborah Capllow, una historiadora y comisaria de arte mexicano.

El boom de las artes plásticas en la capital oaxaqueña vivía sus mejores tiempos. Ampliaba sus márgenes de acción y nutría su reserva creativa gracias al trabajo tenaz del pintor Francisco Toledo. Espacios como el Instituto de Artes Graficas, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo y el Centro de las Artes de San Agustín Etla consolidaban su prestigio y encontraban adeptos dentro y fuera de México. Su imaginario y rico acervo, pero sobre todo su entrañable sentido comunitario, convirtieron a Oaxaca y a sus espacios culturales en claves emergentes en el mapa del arte global.

En el plano político, Oaxaca caminaba sobre las huellas aún frescas de una inédita insurrección ciudadana. En 2006 una revuelta de maestros buscó deponer a un gobernador señalado por su despotismo y corrupción. Nunca antes un gobernante oaxaqueño había sido tan repudiado como Ulises Ruiz. Incendiaria, la movilización aglutinó a su alrededor diversos colectivos de artistas que marcharon junto a un pueblo que se decía ofendido y condenaron con su arte al estado represor.

El ingenio de la iconografía insurrecta quedó plasmada en las calles y aún sigue viva en la memoria de muchos oaxaqueños. Al calor de las marchas se creo la Asamblea de Artistas Revolucionarios (ASARO) y nacieron colectivos como Lapiztola y Urtarte, solo por mencionar dos instancias de la cultura popular cuyos grabados ganarían fama internacional en años ulteriores.

A ese mundo convulso llegó Carlos Zurc en 2011. Arribó con un costal de jícaras al hombro y caminó descalzo por calles de casas vetustas de la mítica capital oaxaqueña. La fragua de balcones y altos muros de cantera daban a la ciudad un aire virreinal similar al de otras capitales coloniales del continente. Los tonos encendidos de algunas de sus fachadas atrapaban la atención de cientos de turistas que visitaban y usaban la ciudad de remanso en los albores de un siglo que presagiaba desgracias. La arquitectura exterior, los retablos en madera y las imágenes de santos finamente labrados en el siglo XVI constituían otro de los atractivos por el que los viajeros se apuñaban a las puertas de conventos e iglesias en el corazón de la ciudad.

Hasta uno de esas catedrales se acercó Zurc una tarde en busca de comida. Se asomó al rico tallado en oro de muros y techos de Santo Domingo. En su interior, maravillado, su imaginación voló y lo transportó a otra época. A la era en que artistas grababan figuras angelicales sobre cielos y entrepaños a gran altura. No se explicaba la existencia de tanto esplendor en una iglesia que poco o nada tenía que ver con el modesto templo de su pueblo. La sed y el hambre se le agravaron una vez saciada la curiosidad artística y supuso, dada la opulencia de Santo Domingo, que en su interior podía encontrar un lugar donde dormir y algo de comida. Pero esta joya de la arquitectura, una de las mejores conservadas del sureste mexicano, era un nicho para turistas, no un refugio para jóvenes de escasos recursos.

Con una fuerza de voluntad a prueba de todo y la decisión de no regresar vencido a su pueblo, Zurc doblegó el hambre y la tristeza de los primeros días en la capital oaxaqueña. Como buen hijo del Ñuu Savi, pueblo de la lluvia, afrontó la avaricia de las galerías mejor cotizadas de la ciudad que desdeñaron en un principio su trabajo.

Entrevistado mientras talla una pieza de caballos sobre la dermis de una madera de parota recuerda el día en que el dueño de uno de esos establecimientos regateó al máximo su quehacer y se negó a pagar no más de trescientos pesos por más de ochenta jícaras grabadas. “El hambre es cabrona”. Así que el joven mixteco tuvo que soportar aquella afrenta y regalar su arte a un logrero que no lo apreciaba.

Ese día conocería cómo corre la usura en los altos circuitos del arte oaxaqueño, pero también se encontraría con el abrazo solidario de un artista consolidado que adquiriría a precio razonable una última jícara que el joven se había guardado bajo la manga. “Así fue como conocí a Francisco Toledo”, me cuenta Zurc en un bar de Puerto Escondido frente a un par de cervezas Victoria que apenas logran mitigar el calor húmedo de estas costas que te pega la ropa a la piel.

Toledo no solo le compraría la última jícara que le quedaba en esa tarde desolada, sino lo recomendaría con Abraham Torres, un reputado grabador oaxaqueño, en cuyo taller el joven artista refinaría sus técnicas de grabado. A Torres le sorprendió la destreza con la que Zurc trazaba rostros humanos y cuerpos de animales fantásticos sobre superficies ovoides usando técnicas sofisticadas heredadas de Jacinto López Marcial, su tío, el viejo maestro de su pueblo, a quien el artista mixteco reconoce como una de sus más grandes influencias.

En un viaje en auto de Puerto Escondido a Pinotepa de Don Luis, previo al carnaval de su pueblo, Zurc abraza a Matías, su pequeño hijo de tres años. En el asiento trasero viaja Gabriela, su compañera, una chica afrodescendiente de Charco Redondo con quien en algún momento hablamos sobre las bondades gastronómicas de la costa. En el menú no puede faltar el mole de iguana, el caldo de langostinos y el pargo empapelado. Zurc dice que, a diferencia de los pequeños pueblos de Oaxaca, el sabor de la comida en Puerto Escondido sabe a dinero. Los tres estamos de acuerdo.

En el viaje caigo en la cuenta que Zurc ha profundizado su formación conceptual con respecto a las artes plásticas gracias a Toledo, el artista que en su tiempo fue aficionado al buen mezcal, a los chapulines y al totopo istmeño. El emblemático pintor oaxaqueño acercaría a Zurc a las imágenes de otros artistas y lo animaría a experimentar nuevas técnicas de tallado sobre distintas superficies.

Alguna vez le sugirió tallar la textura de una jícara sin cortarla del árbol. El resultado fue novedoso. Pasados los días el dibujo que plasmó Zurc se convirtió en la huella de una cicatriz con vida que suavizaba el grabado en la medida en que el fruto crecía en el árbol.

En el plano teórico, Toledo aproximó a Zurc a la historia de la pintura a través de Leopoldo Méndez, considerado uno de los grandes grabadores mexicanos del siglo pasado. Toledo lo invitó una tarde a una librería de la capital oaxaqueña y le regaló el libro de Méndez. Zurc se sorprendió que Toledo pagara el libro con su firma. Un artista indígena que embelesa a los usureros de la cultura con su prestigio bien ganado pareciera ser el reverso del dueño de la galería que ninguneó la obra del joven mixteco por presentarse descalzo y con hambres atrasadas. ¿Será esta incongruencia la que quiso exponer Marcel Duchamp cuando concibió Fontaine en 1917?

“Luego de leer y ver las imágenes del libro entendí la importancia político y social que tiene el arte con respecto a la realidad”, dice el artista.

Después de ocho años de dedicación total al arte del grabado en madera, Zurc ha logrado que su trabajo comience a conocerse más allá de las fronteras de México. En noviembre de 2014, el artista fue invitado a participar en el segundo Concurso Nacional de Jóvenes Creadores del Arte Popular Mexicano en el que obtuvo el primer lugar. Este premio fue el primer impulso considerable para su carrera, y su obra plástica comenzó a ser reconocida en diversos círculos culturales regionales y nacionales.

En 2018 una pieza suya fue seleccionada como parte de Mexican Handcraft, una exposición que presentó la obra de varios artistas mexicanos en los Emiratos Árabes Unidos. En junio de 2019, Yaa-Kaiinaa, una xilografía suya fue integrada a la Colección Toledo/INBA, la cual se encuentra resguardada en el fondo del Instituto de Artes Graficas de Oaxaca (IAGO).

La llegada de la pandemia en marzo de 2020 obligó a Zurc a dejar la capital e instalarse en Puerto Escondido, que además guarda la ventaja geográfica de estar más cerca de Pinotepa de Don Luis, donde todavía viven su madre y dos hermanos.

En Puerto Escondido, un litoral paradisiaco en el Paciico de México, Zurc vende sus obras a compradores extranjeros que saben pagar el arte. Pero más allá del dinero, a Zurc le interesa el lado filosófico de la vida.

Tomando en consideración las tradiciones de su pueblo y su propia aproximación al borde sacro de la naturaleza, el pintor me dice que después de muerto desea regresar convertido en árbol.

—Cuando muera quiero que entierren una semilla en mi cuerpo para que de él nazca un árbol de raíces profundas y ramas enormes –señala extendiendo sus manos del corazón al horizonte–. De esta manera seguiré existiendo.

Me vuelve a hablar de la vida y de la muerte en los días en que viajamos rumbo a su pueblo. Escucho su voz mientras circulamos por una carretera serpenteante, bordeada de macuiles, palmeras y gigantescas parotas.

Por uno de los espejos retrovisores veo sus ojos rastreando el paisaje. El Kati Ku Vii, una canción oscura y silenciosa, queda atrás, agoniza arrollada bajo las ruedas del auto. El sol abrasador de la costa ilumina el camino. El hip hop por la radio apenas comienza…

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