Existen los parques de atracciones, donde la gente va a lo que va: a montarse en cacharritos más o menos sofisticados y a comer y beber guarrerías. No hay ninguna pretensión más que la diversión por la diversión.
Quizás sea más preocupante que se conciban otro tipo de visitas en principio más hondas con la misma ligereza. Aunque hay que diferenciar. Concedamos que no es muy relevante que quien vaya al Museo del Prado, al Louvre, a la National Gallery o al palacio de Sissí Emperatriz lo haga por poner un «visto» (mejor si hay imagen compartida en las redes sociales que dé testimonio; posiblemente por ello cada vez ponen menos problemas en los museos para hacer fotos e incluso en algunos las promueven con juegos de imitación de los personajes de los cuadros) sin que le importen mucho las obras, los pintores, los movimientos artísticos o la historia.
Pero sí mueven a la reflexión ética otro tipo de visitas turísticas. Hace unos años fue muy polémico el caso de personas que se hacían selfies en los campos de exterminio. Unánime fue la crítica a esos comportamientos porque todo el mundo sabe qué pasó allí; en las instalaciones está perfectamente explicado; el ambiente es sobrecogedor; y la visita se entiende en sí misma como un acto político de memoria y homenaje a las víctimas, de democracia militante y para evitar que tamaños crímenes contra la humanidad se vuelvan a repetir. Auschwitz no es lugar para frivolizar ni para instagramear.
Los campos de concentración están abiertos a la visita del público para que la ciudadanía sepa qué ocurrió, de qué tropelías es capaz el ser humano y también cómo es el proceso que conduce al extremo del exterminio del que se construye como distinto, ajeno o enemigo. En ellos se conjugan la intención didáctica y política de quien diseña la exposición (las autoridades culturales del Estado o del Gobierno), por un lado, y el deseo de saber, de conocer, de adquirir conciencia o de reforzarla, del público.
Un caso similar lo representan las plantaciones esclavistas en el sur de Estados Unidos. A pocos kilómetros de Nueva Orleans es posible visitar varias de ellas con guías especializados en esa etapa de la historia del país. A visitantes y organizadores les mueve su compromiso con los derechos humanos o al menos su preocupación por ellos y su interés por conocer qué les sucedió a sus antepasados.
El de los campos de concentración o el de las plantaciones esclavistas de Lousiana son ejemplos extremos del turismo dedicado a recorrer los escenarios del sufrimiento humano. Estos casos no despiertan problemas éticos -salvo el señalado del selfie-, porque quien va intuye lo que se va a encontrar y el ente responsable de la exposición cuenta con el respaldo del lógico consenso social y político construido respecto a la cuestión y de las víctimas y supervivientes que prestan su testimonio para reforzar el mensaje y ponerle cara y ojos. Además, sirven también para rendir homenaje y recuerdo a quienes vivieron una experiencia tan dura, la más dura imaginable.
Pero hay otros casos menos claros y bajo los que puede subyacer un ánimo morboso. De algo así se habló cuando hace unos años, coincidiendo con el estreno de la magnífica serie de HBO sobre el accidente nuclear, comenzaron a ser muy populares las excursiones a Chernóbyl. ¿Qué mueve a las personas a viajar al escenario de semejante tragedia?, ¿la curiosidad?, ¿el morbo de ir a un escenario de un acontecimiento histórico, aunque fuera éste tan desgraciado?, ¿es necesario hacerse un selfie en ese panorama que se supone desolado, que destrozó tantas vidas?
Desconozco cómo se organiza la visita de esta catástrofe nuclear, si hay un vídeo explicativo previo para contarles a los turistas lo que pasó, cómo se gestionó por las autoridades y cuáles fueron las consecuencias, si es durante el recorrido cuando se cuentan todas estas cosas o si el visitante camina por libre y asiste meramente a un espectáculo visual en forma de paisaje desolado y descontextualizado.
¿Y es el morbo también lo que dirige los pasos de quien va al cuartel de Targoviste en el que fusilaron a Ceaucescu, a acercarse a la pared donde aún son perceptibles los impactos de las balas?, ¿o es el interés por la historia?, ¿aporta al conocimiento histórico ver el lugar exacto de la ejecución del dictador y de su esposa Elena?
Estas reflexiones vienen a cuento de una visita a Varosha, barrio de la ciudad de Famagusta, en el norte de Chipre, que se quedó vacío como consecuencia de la guerra turco-chipriota en los años setenta de la que se derivó que el tercio norte de la isla quedara bajo control turco. Ese barrio, que abarca desde la primera línea de costa y se va extendiendo muchas manzanas hacia el interior, estaba poblado por greco-chipriotas, y también eran éstos los propietarios de los hoteles y establecimientos turísticos de la zona. El desenlace de la invasión turca llevó a que huyeran al sur y a que calles y calles se quedaran completamente vacías.
Hace unos años parte del barrio se abrió al turismo. Es el ejército el que controla la entrada tanto de vehículos como de peatones. Durante el recorrido una vez pasado el control no hay información sobre qué ha sucedido ahí para que nada menos que en primera línea de playa de una isla del Mediterráneo haya cientos de edificios vacíos y en ruinas, ni que explique qué le ha convertido en una ciudad fantasma.
Sin esa contextualización, el recorrido se convierte en un mero espectáculo, en una aventura en un escenario postapocalíptico para hacerse atractivos selfies a la espera de miles de likes en Instagram. En el parque de atracciones, incluso en un museo, esa frivolidad no tiene grandes consecuencias. En un lugar que ha sido testigo de tragedias humanas, la cuestión adquiere otro cariz: ¿Cómo es posible que convirtamos estos sitios en lugares de puro, duro y simple entretenimiento?
La apertura del barrio de Varosha se acompañó de la intención institucional de restituir las propiedades a sus legítimos dueños y de ayudar a la reconciliación de dos pueblos condenados a entenderse. Pero el visitante no obtiene referencias de ello. La responsabilidad individual del turista es relevante para que adecúe su comportamiento a la solemnidad del lugar en el que se encuentra. Pero es mayor la responsabilidad de los poderes públicos, que han de evitar que lugares históricos por su ligazón a tragedias humanas se banalicen.
Y ello es más importante todavía en el caso de que esos sitios sigan habitados por personas que a día de hoy siguen sufriendo. No es que sean muy frecuentados por viajeros, pero hay personas que visitan los campos de refugiados palestinos, o saharauis, y hacen fotos. O Mea Shearim, el barrio ultra ortodoxo de Jerusalén. Y también hacen fotos. Y, aunque les mueva la solidaridad y la conciencia de los problemas y carencias que sufren, al mismo tiempo están convirtiendo al otro en un espectáculo en el que se recrean.
Esos viajeros volverán a sus cómodas casas con la satisfacción quizás de hacer un turismo consciente de los problemas de sus semejantes. O por pretender haber empatizado con los demás. Pero el viaje consciente no es sólo el que es responsable con el medio ambiente, sino sobre todo el que es respetuoso con la propia especie y no convierte en objetos a otras personas para alimentar egos y tratar de paliar los problemas de conciencia que se van generando a lo largo del año.