La tierra quema. Mientras la ola de calor calcina sin piedad más de 30.000 hectáreas en España, los arquitectos Ana Amado y Andrés Patiño llevan a las librerías un libro cuyo título guarda el secreto cautivador del agua, Habitar el agua(Editorial Turner).
Acaban de cumplirse ochenta años desde la fundación del Instituto Nacional de Colonización (INC) que empezó su labor en octubre de 1939. Tras el fin de la Guerra Civil y un territorio que seguía arrastrando las trágicas consecuencias de pobreza y hambruna, el dictador inauguró el proyecto de colonización de las zonas rurales más despobladas. El proyecto retomaba algunos de los planes impulsados por la Dirección General de Regiones Devastadas de 1938, pero sobre todo del Instituto para la Reforma Agraria de la Segunda República.
Enteras familias venían seleccionadas por el Instituto Nacional de Colonización entre las más humildes y la más “decentes”, según la filosofía político-religiosa franquista. Durante los primeros cinco años, los nuevos colonos se encargaban de la parcela de tierra asignada por el Instituto que a su vez les enseñaba técnicas de cultivo. El proyecto político se entrelazaba con la necesidad de repoblar aquellas zonas remotas que más adelante formarán parte de la España vacía. La derrota de Mussolini y de Hitler había dejado a Franco en apuros en cuanto a lazos diplomáticos con Europa. La crisis desatada por la Guerra Civil había dejado destrozado un país entero.
Si el plan de colonización aspiraba a repoblar lugares remotos, pretendía también estimular la producción agrícola en un país donde la revolución industrial tardaría en llegar. “Etimológicamente, la palabra colonizar tiene, entre otros, dos significados: cultivar y habitar”, explican los autores en la introducción. “En su origen, colonizar alude a poner en cultivo un terreno improductivo y a habitarlo, a asentarse en él de forma estable. Colonizar es, por tanto, ocupar un territorio despoblado e improductivo para habitarlo y cultivarlo”.
A partir de fotos de repertorio como las en blanco y negro de Joaquín del Palacio Kindel, Ana Amado y Andrés Patiño vuelven a recorrer los lugares olvidados de la colonización de España en el siglo XX. Un viaje que ha durado cuatro años y en el que han recorrido 33 pueblos, donde la fotografía y la arquitectura se abrazan para dar vida nuevamente a lo que queda de un pasado que, a pesar de las circunstancias históricas en las que se desarrolló, se convirtió en el escenario de experimentación arquitectónica e hidráulica.
El resultado es un libro cautivador, que da “placer palpar, abrir, oler, leer, mirar”, como escribe Alfonso Armada en el prólogo. Un compendio de textos de colegas arquitectos y renombrados escritores como Julio Llamazares o Ana María Matute. Junto con fotografías de Ana Amado donde las nubes cargadas de lluvia, las viviendas de un blanco inmaculado, los campos de algodón que estallan como si el tiempo se parara, el sol que tímido se abre paso entre las ramas de los árboles frutales rodean las fuentes y los acueductos vacíos.
¿Dónde está el agua? Se pregunta uno sin recibir respuesta, como Ana María Matute cuando preguntaba adónde había ido el río. “Y el río, ¿cómo ha desaparecido de forma tan extraña? […] No sé adónde fueron su agua verde y oro, su caz umbrío, sus orillas invadidas de menta. Dicen que está ahí, donde el agua se ha ensanchado, tomando un tinte espero del color del miedo, e inundándolo todo. Pero no entiendo estas cosas. En el fondo del pantano vivirá aún aquel río. Y, cerrando los ojos, lo veo intacto como un milagro. Un río de oro que corre hacia algún lugar de donde no se vuelve, como la vida”.