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AcordeónEl Barrio roto. El juego del parque Libertad

El Barrio roto. El juego del parque Libertad

Cuando el Sherlock todavía era David, hacía algunos años ya que los muchachos no tenían en la cabeza los modales de la Guerra Fría. El enemigo de las juventudes rebeldes salvadoreñas era menos diáfano y menos puro que el imperialismo yanqui. Los sueños revolucionarios se le habían diluido a la generación que se tropezó con la paz a media adolescencia.

 

Corría 1994 y la oscura Policía Nacional agonizaba porque los Acuerdos de Paz, que cerraron 12 años de guerra civil, habían negociado su fin y los agentes estaban más preocupados por conseguir trabajo o por robar un arma que por vigilar las calles. La nueva Policía Nacional Civil (PNC) tenía suficientes problemas intentando conciliar su propia electricidad interna: el experimento buscaba uniformar por igual a ex guerrilleros y ex miembros de los cuerpos de seguridad que apenas dos años atrás estaban matándose.

 

En medio de esa transición, en las calles del centro de San Salvador los alumnos de los institutos técnicos libraban una especie de guerra florida con los estudiantes de los institutos nacionales. A mediodía era frecuente ver a un tropel de chicos correteados por otros chicos que hacían llover piedras cerca del mercado Ex Cuartel, o persiguiéndose a pocas cuadras de la catedral metropolitana, donde hacía 15 años había ardido la voz de monseñor Romero, y cuyo campanario había visto tanta muerte.

 

David se dejó seducir por aquel juego fascinante que permitía seguir en guerra sin creer en nada. Los nacionales reclamaban para sí el parque Libertad, el propio corazón de San Salvador, y lo defendían con la sangre… hasta que llegaba la noche e iban a cenar caliente y a dormir a casa para recobrar fuerzas y soñar con la batalla del día siguiente. Los técnicos se habían apropiado de la zona del Parque Infantil, situada a apenas seis cuadras al norte del parque Libertad.

 

Entre los técnicos estaban el Instituto Técnico Industrial (ITI), el Colegio San Martín (que después se llamaría Centro Cultural Italiano), el Instituto Técnico Metropolitano (ITEM), el Liceo Politécnico Salvadoreño y otros con nombre más pretencioso como los colegios Oxford y Stanford. En el bando de los nacionales guerreaban, entre otros, el Tercinframen (que después pasó a ser el Instituto Albert Camus), el Inframen, la Escuela Nacional de Comercio (Enco), el Centro Hispanoamericano de Cultura, el Nuevo Liceo Centroamericano, el Instituto Juan Manuel Rodríguez, el Instituto Arce, el David Joaquín Guzmán, el Instituto Nacional Metropolitano (Inam) y la escuelita Panamá. En uno de estos estudiaba David.

 

Los tirapiedras no eran todos los estudiantes, ni siquiera la mayoría; solo pequeños grupos con deseo de adrenalina. El juego dejaba lesionados por piedras y por puños. Se dio el caso de alguno al que se le fue la mano con la navaja, pero en general se trataba de una competencia de bravuras y de poses. El conflicto daba la oportunidad de labrarse un nombre y brindaba una causa por la que sangrar y hacer sangrar.

 

Cuando en 1992 David, que estudiaba todavía tercer ciclo, se unió a esa guerra, el origen del conflicto se había perdido ya en un universo de leyendas acumuladas durante décadas y enraizadasen las rivalidades deportivas intercolegiales de la década de los setenta.

 

Estudiaba en el turno de la tarde y, mientras esperaba a entrar a clases, se detenía en alguno de los carretones de tortas que bordeaban el parque Libertad para almorzar. Ahí fue aprendiendo el juego. “A veces dejaba de comerme la torta y me iba a tirar mi pedrada. Esa es la forma en la que me involucré”.

 

Los estudiantes tirapiedras convivían con pequeñas pandillas de ladrones que salpimentaban el escenario: la Sandía, la MZ (la Morazán) y la Mara Gallo, formada por delincuentes de poca monta del barrio La Vega. Parecería poca cosa para un país que se llenaba la boca de grandes palabras como reconciliación o desarrollo, pero terminó siendo el caldo de cultivo ideal para lo que vendría después.

 

Las cosas comenzaron a cambiar en serio la tarde del 15 de enero de 1994. El Salvador había sido premiado con la sede de los V Juegos Deportivos Centroamericanos, como corona por su paz reciente. El presidente Alfredo Cristiani, firmante de los Acuerdos de Chapultepec, celebró esa tarde a lo grande su última medalla.

 

En el Estadio Nacional Flor Blanca se presentaron decenas de bailarines que ejecutaron piezas típicas, se reventaron cohetes de vara, se hizo retumbar la pista con los tambores de las más afamadas bandas de guerra del país. Desde los graderíos, multitudes sincronizadas formaban mosaicos con la bandera de El Salvador, con “Bienvenidos” gigantes, con el rostro de Cristiani… Debajo de los mosaicos había estudiantes ganándose sus horas sociales. Atraídos por las chicas, también llegaron los tirapiedras. Entre ellos estaba David.

 

Esa fue la primera vez que vio a los bajados. Estaban sentados en una de las gradas del estadio, tan… tan atrayentes, tan distintos a todo lo que se había visto. Ese modo de vestir, de llevar el cabello, esos tatuajes tan… tan de allá. Llevaban pantalones Dickies y Ben Davis, camisas holgadas, y se llamaban por nombres geniales como Whisper, Sniper o Spanky. Eran considerablemente mayores que los muchachos de los institutos –todos rondaban los 25 años– y hablaban en inglés entre ellos. ¿Cómo no acercarse?

 

Los homeboys, como los pandilleros se llamaban unos a otros, hablaron un poco con los muchachos… pero más con las muchachas, que habían quedado impresionadas ante tanto derroche de estilo. A partir de ese día, los nuevos personajes comenzaron a visitar el parque Libertad. David los vio tomar posesión de la plaza y multiplicarse poco a poco: “Se mantenían tomando café, comiendo tortas en los carretones de la esquina. Comenzaban a llegar tipo 10 de la mañana. La onda es que de repente veíamos a otro y a otro…”.

 

A principio de los noventa, George Bush padre, presidente de Estados Unidos, decidió deshacerse de lo que consideraba un excedente. Durante su administración tuvo lugar una de las olas de deportaciones de indocumentados más grande de las últimas décadas. De paso, aprovechó para vaciar un poco sus cárceles, regresando a sus países de origen a jóvenes centroamericanos que en los ochenta habían ingresado en las pandillas del sur de California, y que tenían poco o ningún arraigo con su tierra natal. Cuando tocaban suelo salvadoreño, a esos bajados no les quedaba otra que recurrir al primer familiar que la memoria consiguiera recordar o aventurarse a tomar el único microbús que en ese momento pasaba por la terminal aérea. En su recorrido, ese microbús se detenía en el parque Libertad, donde los recién llegados tenían la oportunidad de encontrarse con viejos conocidos.

 

Con el tiempo, en el parque Libertad se multiplicaron los muchachos tatuados con el número 18, con el eighteenstreet, con el XVIII, pero David y sus compañeros tardaron en dimensionar aquellos símbolos: “Nosotros sabíamos que eran una pandilla, pero aún no entendíamos la relevancia que tenía”.

 

Los recién llegados comenzaron a participar en las lluvias de piedras, en los correteos por las calles del centro a los que aportaban cada vez más navajas, más garrotes y una creativa variedad de instrumentos: chacos –que nadie sabía manejar–, aspirómetros –cables de transmisión de carros o cadenas de bicicletas o de motos–, resorteras… Pero no había aparecido en escena un arma de fuego, hasta el 15 de septiembre de 1994.

 

El Día de la Independencia, por tradición, los presidentes de El Salvador se colocan la banda presidencial, citan a todo el gabinete de gobierno en la plaza Libertad y caminan, flanqueados por cadetes de la Escuela Militar que hacen un pasillo de bayonetas, hasta un podio que se coloca al pie del obelisco en el centro del parque. Ese año, el derechista partido Arena había ganado su segunda elección presidencial, y el nuevo presidente, Armando Calderón Sol, debía pronunciar su primer discurso del 15 de septiembre. Para ello, la flamante PNC desplegó uno de sus primeros operativos y trapeó a todos los indeseables que había en el perímetro para evitar que los ya famosos tirapiedras aguaran la fiesta cívica.

 

Estudiantes y pandilleros se habían refugiado en una cafetería situada en una de las esquinas que flanquean el parque, junto a la iglesia El Rosario, listos para recuperar el control de su parque cuando terminaran los actos protocolarios. Pero cuando la policía entró a revisar el local encontró, oculto en una bolsa blanca, un revólver cargado. El hallazgo alborotó el hormiguero.

 

Los agentes comenzaron a cachear, manos en la nuca, a los pandilleros y a cuanto estudiante se cruzó por el lugar, pero uno de ellos echó a correr como un loco y escapó. En la confusión, otros aprovecharon para zumbarse.

 

Preocupados por perder el control de la situación, los agentes no se anduvieron con distingos y subieron a todos a sus pick up. Esa fue la primera vez que David durmió tras las rejas. Tres días y tres noches juntos en las bartolinas de la policía terminaron de fraguar la fraternidad entre los pandilleros angelinos y los estudiantes de institutos nacionales. Hubo tiempo para escuchar de gestas pandilleriles, para aprender a respetar aquellos números, para entender el profundo significado que tenía para sus portadores. “Algunos desde ahí nos comenzamos a considerar 18”, recuerda David.

 

En los días siguientes, los sacerdotes de El Rosario fueron testigos de los primeros brincos de adolescentes al Barrio 18 en el centro de San Salvador. A pocos metros de la fachada de la iglesia, decenas de estudiantes se sometieron, uno tras otro, a ese rito de iniciación pandilleril: una paliza de 18 segundos proporcionada por tres homies ya brincados, y que prueba tu valor y tu compromiso con la pandilla. Cuando los curas los corrieron a gritos del lugar, los jóvenes trasladaron los bautismos a un pequeño callejón sobre la 4a. Calle Oriente que se hunde unos metros desde el nivel del suelo y al que se accede por unas gradas curvas.

 

Para el que transitaba por la calle era imposible ver lo que ocurría ahí, pero antes de que terminara 1994 decenas de chicos habían cruzado ese umbral. David recuerda eventos multitudinarios. “¡Había hasta colas para brincarse! Ahí vos mirabas al vergo de hijos de puta”.

 

En ese pasillo de la 4a. Calle Oriente, un día de diciembre de 1994 David decidió dejar de ser David y renacer a fuerza de puños y puntapiés como el Sherlock.

 

* * *

 

Samuel venía de un cantón mínimo, donde no había parque ni iglesia ni mercado. Llegó a la gran ciudad siendo un niño. Para él, la gran ciudad se llamaba San Martín, un apretujado municipio de San Salvador en el que recaló a los 11 años. Intentó estudiar, pero reprobó y lo sacaron de la escuela. “Entonces yo andaba en las calles viendo el menú”, recuerda. A su modo de ver había un menú bien servido: salones de máquinas de videojuegos, parques, calles… Comenzó a vagabundear con una fauna local mucho más vivida y experimentada en el modo de vida urbano. Era 1991.

 

El hermano de Samuel vivía en otra colonia y acababa de ser padre. Cada vez que conseguía meterse en la bolsa algunos centavos, Samuel compraba algún regalo para el bebé y corría a visitarle. En esa colonia conoció al primer pandillero del Barrio 18 con el que tuvo relación. Tras los lustrosos bajados caminaba un enjambre de niños, que él considera su “promoción”.

 

En un principio, antes de adoptar como suyo el parque Libertad, cada uno de los pandilleros deportados recurría a lo que le quedara de familia en el país. Si no les quedaba ningún ancestro en la memoria, recurrían a la hospitalidad de los homies que ya habían conseguido un techo; de modo que al aparecer uno en algún barrio, no tardaba en aparecer otro y otro y otro…

 

Pero en los aviones de deportados no viajaban solo miembros de la 18, una de las más antiguas pandillas angelinas, consolidada en los años 50, sino también sus adversarios de una agrupación surgida en los años 80, formada principalmente por centroamericanos y que había tenido una vertiginosa expansión, llamada la Mara Salvatrucha o MS-13.

 

La lógica hizo incluso pensar a muchos bajados que, a medida que creciera el número de pandilleros angelinos en El Salvador, la Mara Salvatrucha sería hegemónica en el país. Por identidad, por número de integrantes salvadoreños, porque muchos de sus miembros eran migrantes de primera generación y conservaban familia aquí… No fue así, aunque los miembros de la Mara Salvatrucha se regaron por las colonias y barrios del país más rápidamente que los del Barrio 18. Los nuevos brincados de uno y otro bando fueron adoctrinados enseguida en el conflicto.

 

San Martín fue uno de esos lugares pronto dominados por la MS-13. Samuel aprendió a vivir de forma secreta su simpatía por el Barrio 18.

 

―Todo empezó así, en los barrios, colonias, municipios. Hasta que en el parque Libertad surgen los deportados… Del parque se bajaba todo, o sea que era como la comandancia; había homeboys de San Martín, Quezaltepeque, Ciudad Delgado, Soyapango… pero en ese tiempo, esos lugares estaban llenos de los de las letras (MS-13). No podías decir que eras 18 porque te comían frito. Pero su altivez no les permitía ver que estaban fracasando…

 

Para 1994, Samuel se había convertido en una pieza valiosa para la nueva guerra entre pandillas que comenzaba a fraguarse. Guardaba silencio en San Martín, rodeado por los primeros simpatizantes de la Mara Salvatrucha que reclamaban a los cuatro vientos esos territorios como propios. Pero sabía que sus enemigos tenían que moverse de ahí, tenían que tomar autobuses que generalmente atravesaban el centro de San Salvador. Y allí, en terreno neutral, Samuel los reconocía y los señalaba.

 

―Les decía a los homeboys: guache, ahí va un fulano, y salíamos corriendo a parar el bus, a enfierrarlo dentro del bus, o lo bajábamos a pedradas. Yo era bastante útil. Ellos se hacían esclavos de sus propias colonias, mas no sabían que los cazábamos en otros lados. Y así es como se le daba uso al filero, y así sucedía la violencia en el centro…

 

Samuel se desvivió por demostrar lealtad, por probar que era un morro firme, que aunque era bicho no le temblarían las piernas, que no traicionaría… Que viviera en una colonia de contrarios era útil para guerrear pero despertaba recelos entre los dieciocheros.

 

Sus homies le recomendaron prudencia, le explicaron que una vez brincado no había retorno, lo pusieron a prueba, le hicieron mojar el puñal, matar… hasta que se ganó la entrada. Un día de 1994 Samuel recibió su paliza bautismal y sus nuevos hermanos de furia le llamaron Hamlet y le tatuaron los números en la piel. El Hamlet se puso muy contento.

 

* * *

 

Para 1995, en el ambiente ya se asociaba al parque Libertad con el Barrio 18. La Mara Salvatrucha no se había quedado de brazos cruzados: se vinculó con los estudiantes de los institutos técnicos y se asentó en la plaza Zurita y la plaza Morazán. En su expansión, chocó con la pandilla local MZ, que en el parque Libertad ya caminaba refugiada bajo la sombra del Barrio 18, y consolidó la alianza entre sus enemigos. Algunos miembros de la MZ se tatuaron, a la par de los símbolos de la pandilla Morazán, unos guantes colgados y los números del Barrio. Dejaban una pandilla y se unían a otra.

 

Las pandillas no solo peleaban por el control de plazas y parques, sino también por imponer su presencia en locales nocturnos, como la legendaria discoteca El Sancocho que, a fuerza de matonerías, terminó siendo reclamada por el Barrio 18.

 

Se sellaron alianzas con la mara La Máquina, que operaba sobre todo en el municipio de Apopa, y con la Mao Mao, que se había hecho fuerte en San Antonio Abad, uno de los raros cantones urbanos de la capital. Ambas pandillas también buscaban cómo sobrevivir ante el embate de la expansiva Mara Salvatrucha.

 

Con su estrategia de guerra, el Barrio 18 logró ir desplazando a la Mara Salvatrucha de algunos lugares, y reclamó el control mayoritario de populosos municipios y colonias de la zona metropolitana, sobre todo en San Salvador, San Marcos, Soyapango, San Martín, Quezaltepeque y Ciudad Delgado.

 

Sin embargo, la presencia de las pandillas no traía implícito el yugo de la extorsión, de la renta a los autobuses que circulaban por los territorios reclamados, ni el saqueo de los negocios de la zona, o la venta sistemática de droga en las esquinas. Se trataba de eso: de tener presencia, de decir: aquí yo controlo. Se estilaba arrebatar algún reloj, o asaltar a alguien por la cartera; o simplemente pesear, que no era otra cosa que pararse en una esquina a pedirle un colón a todo el que se atravesara; o sea, de mendigar una moneda de aproximadamente diez centavos de dólar.

 

Desde el parque Libertad se irradiaba la pandilla para el resto de sus territorios, siempre menores que los que controlaba la MS-13, pero no por ello despreciables. Como había que proteger aquel bastión ante enemigos crecientes y más organizados, algunos dieciocheros del parque acordaron aportar cinco colones cada domingo para conseguir armas para la guerra.

 

Al principio compraban pólvora en las fábricas de juegos pirotécnicos y con ella fabricaban papas, una especie de granadas hechizas que en su versión más rudimentaria consistía en apisonar pólvora con cinta adhesiva alrededor de dos piedras que con el contacto provocaban una pequeña chispa y ¡pum! Luego se sofisticaron más: la pólvora dejó de ser de petardo y comenzó a ser de las balas de fusil que compraban a los soldados en los cuarteles… Luego alguien inventó agregarle la raspadura de metal que dejan los tornos, lo que aumentaba la capacidad explosiva del artefacto y sugirió agregar las balas sin casquillo, que al explotar la papa volaban como esquirlas y multiplicaban el daño… Luego alguien inventó los trabucos y los percutores: tubos de metal en los que se metía una bala que se detonaba golpeándola por distintos medios. Dependiendo de su grosor, el tubo disparaba balas de diferentes calibres. El problema es que el tubo se doblaba luego de tres o cuatro tiros.

 

El Sherlock estrenó una de estas armas hechizas un día que su autobús bordeaba la plaza Zurita y un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha se encontraba reunido: lanzó una papa desde el vehículo en marcha y asegura que nunca supo si aquella vez alguien murió.

 

Los conflictos comenzaron a traslaparse. ¿Cómo saber si guerreaban técnicos contra nacionales o el Barrio 18 contra la Mara Salvatrucha? Cada vez estaba menos claro. ¿Qué hacer si un homeboy brincado al Barrio estudiaba en un instituto técnico? Al principio, los muchachos, aferrados aún a su conflicto añejo, les permitían estar en el parque Libertad siempre y cuando se quitaran el uniforme del instituto. Para los bajados aquello no tenía sentido, pero para los estudiantes no fue fácil abandonar sus rituales.

 

No todos los tirapiedras terminaron en el Barrio 18 o en la Mara Salvatrucha, y por ello los conflictos convivieron hasta que terminaron diferenciándose, pero un nutrido grupo de muchachos dejaron los centros de estudios y continuaron la guerra ya solo como pandilleros.

 

En aquellos años nadie se consideraba jefe de nadie y no existían los títulos nobiliarios pandilleriles, como los actuales palabrero o ranflero. Simplemente había algunos que tenían más respeto que otros. La autoridad llegaba si para el resto de homeboys tu palabra tenía valor o no, aunque por lo general la palabra que más valía era la de los bajados.

 

“Para mí, los mejores años de las pandillas fueron los de los deportados, que gobernaban con carisma”, repite el Hamlet, enfatizando que aquellos no se hacían respetar a través del miedo, sino de actitudes solidarias, como compartir la comida o ilustrar a los demás sobre los códigos pandilleriles. Destacaba, por ejemplo, el Whisper y también otro pandillero grande y musculoso, que llevaba tatuados en la cabeza los números. Lo llamaban el Cranky.

 

El Cranky hacía respetar los códigos de la pandilla con sus propias manos: cuando supo que cuatro de sus homeboys habían violado a otra pandillera del Barrio, les dio una paliza y una puñalada a cada uno. Aquel hecho le granjeó respeto y admiración entre los demás.

 

En los años siguientes, algunos crearon sus propios negocios de venta de droga, que se hacían a título personal. El Barrio 18 les pedía alguna colaboración concreta, pero esta no se entendía como una obligación. La pandilla a finales de los noventa era más bien una federación de lugares controlados, de pequeñas células de homies, de clicas repartidas en todo el país con poca o ninguna comunicación entre ellas.

 

Al no existir con claridad una cadena de mando, no era extraño que se tomaran decisiones poco meditadas, o que ocurrieran batallas internas que nadie estaba en posición de detener. En 1997, un respetado pandillero de la colonia Dina de San Salvador, el Tío Barba, antiguo bachiller del Nuevo Liceo Centroamericano, acusó a un homeboy de San Marcos de haber matado a su amiga. La guerra entre las clicas de la Dina y de San Marcos duró varios años y se cobró varias vidas de dieciocheros… a manos de dieciocheros.

 

El Sherlock fue a parar a la cárcel, al tabo, por el homicidio de un miembro de la Mara Salvatrucha en 1999. Dos años más tarde, también el Hamlet fue encausado por haber ocasionado lesiones a un tipo. La década de los noventa había transformado a un niño de cantón y a un estudiante de bachillerato en homeboys del Barrio 18. Fue estando encarcelados cuando ambos comenzaron a sospechar que en la calle las cosas estaban cambiando. Cada vez las normas eran más estrictas, cada vez había más autoridad y cada vez era ejercida de una manera más férrea. Una sombra se comenzaba a alargar al interior del Barrio 18, y la pandilla poco a poco dejó de ser lo que era.

 

Alguien estaba afinando al Barrio 18 para convertirlo en un instrumento más preciso, más complejo. El juego había terminado.

 

 

 

Este el segundo de una serie de cinco reportajes titulada El Barrio roto publicados anteriormente en http://www.salanegra.elfaro.net/

 

El Barrio roto. Todas las muertes del Cranky

 

 

Carlos Martínez y José Luis Sanz son periodistas de Sala Negra de la web salvadoreña El Faro, www.elfaro.net

 

 


 

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