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ArpaFiesta en el monte Ararat

Fiesta en el monte Ararat

Pensaba ir hasta el monte Ararat y celebrar una fiesta en lo alto. Celebrar el mundo después del fin del mundo, la fiesta de la supervivencia, lo que quedó después de un diluvio. Que vinieran personas del mundo entero y nos pusiéramos a bailar allí en torno a una hoguera o tal vez en torno a un círculo en la nieve. Acordarnos de cuando Noé celebró que seguía vivo emborrachándose por primera vez y como según una leyenda perdió allí los calzones. Y cómo podemos meternos en un arca con lo mejor de nosotros mismos. En las crisis, decía Sabato,  se descubre lo que tenemos de indestructible.

 

Pero a lo mejor me conformaba con verlo desde Ereván, en Armenia. Además, ahora allí van a celebrar la fiesta mundial del libro. Los armenios se pasan la vida mirando el monte Ararat, que está en Turquía. Y su poeta Yeghishe Charents escribió que nunca encontraría en el mundo un monte más blanco que ése. 

 

Estuve en Barcelona en el London Bar, en el Raval. Me acordé de la contracultura de los 60. Pasé 23 horas en un autobús y aluciné de madrugada mirando el puerto de Niza y las escarpaduras de los Alpes sobre el mar. En Venecia me fijé en las chimeneas con forma de cisterna, de torre, de silo, de buhardilla, de tintero. Adopté una esquina junto al Rialto con una virgen sin cara y me bebí una botella de vino con Consuelo. 

 

En Trieste dejé un libro mío sobre los sueños del emperador Adriano en el café San Marco para Claudio Magris, que luego me contestó muy efusivo. Subí al castillo de Duino donde Rilke se encontró con los ángeles y Consuelo me cogió al borde del acantilado un higo de la higuera de la Elegía 4. En Budapest encontramos la casa de Sándor Márai y nos acordamos de sus personajes que aman sin saberlo y de las charlas durante noches enteras revelándolo todo. Miramos al Parlamento desde el bar Angelica en el Barrio de las Aguas. Un tipo que encontramos de noche nos ofreció su casa de habitaciones gigantescas y Consuelo se puso a tocar en un piano solitario lo que le enseñaron de niña las señoritas Castro. 

 

Ella vio al pasar de noche en el tren por Transilvania unos perros amarillos bailando que resultaron ser las  ramas de unos árboles. Y yo me embelesé con dos gorriones follando en la estación de Brasov. En  Bucarest miramos la animación de locales imaginativos en medio de los restos destartalados de los esplendores que no arrasó Ceaucescu. Observé a  Vlad Tepes con su cara misteriosa delante de las ruinas de su palacio. En Estambul  medité en la terraza del hotel Londres donde se rodó Contra la pared, de Fatih Akin, y Consuelo me sacó una foto baconiana. Escuchamos a Bob Marley en una terraza viendo el Bósforo y de repente sonó el muecín y cortaron la música. 

 

Fui más de treinta horas en un autobús a Tiflis, que se estropeó varias veces y lo ducharon con frecuencia. Aluciné al amanecer durante horas mientras bordeábamos el mar Negro. Pasé por ciudades cutres y desvencijadas y un serbio que hablaba inglés me enseñó las balas de los rusos cerca de Tiflis y me dijo que en Goris estaba la casa natal de Stalin. En Tiflis vi rincones de una belleza increíble con  galerías de madera de colores,  y otros  llenos de escombros. Me acordé del libro El viaje, de Sergio Pitol, donde habla de cincuenta personas cagando en un servicio sin puertas y de un viejo que presume de hazañas sexuales y tiene que rescatarlo su hija. Vi la avenida Rustaveli como los Campos Elíseos muy cerca de las calles ruinosas. A veces de un edificio salía un tipo de bronce tocando una trompeta o un muñeco haciendo equilibrios. Me tomé una cerveza en la cafetería del Marriot mirando fotos de escritores en sepia. En lo alto estaba el castillo imponente y la Madre Georgia vigilaba con una espada y una copa de vino.  

 

Vi en la Galería Nacional a Nico Pirosmani, que pintaba en las tabernas trenes con luces amarillas o jabalíes audaces bajo la luna. Encontré donde vivió  Knut Hamsun y me quedé pasmado de melancolía ante el antiguo Hotel Londres con las escaleras llenas de cuadros polvorientos. Y encontré la casa donde Iashvilli alojó unos meses a Boris Pasternak y hablaron de los poetas simbolistas del Cuerno Azul.  En el convento de la Santa Cruz en lo alto de Mischeta vi a un cura muy vestido de negro y muy barbudo que no dejaba el móvil durante horas, salvo cuando unos niños tocaron unas campanas y salió hecho una furia a insultarlos. 

 

En Armenia los policías de fronteras bromearon con Consuelo. En  Dilijan nos alojó un pintor que tenía un saxofón, dos pianos y un montón de cuadros. De noche nos ponía música francesa en el patio bajo las estrellas. Era el director del Museo de Arte, donde había un Correggio que me encantaba por su levedad, su misterio, su evanescencia. Visité  monasterios increíbles, una Casa de los Cineastas cubista abandonada en las montañas, y una Casa de los Compositores en mitad de los bosques donde nuestra voz parecía resonar en todo el firmamento. En el lago Sevan miré los monasterios donde Ossip Mandelstam tuvo una iluminación, se olvidó de Stalin y decidió que volvería a escribir poemas libremente. Y celebró más tarde la decisión diciendo la verdad sobre Stalin y se murió en un campo de concentración camino de Siberia. 

 

En Ereván vimos por fin el monte Ararat. Y lo vimos, pero había 42 grados de temperatura y andábamos como zombis. Lo vimos desde el balcón de nuestra casa, pero no le hicimos mucho caso porque estaba en la niebla y esperábamos verlo mejor más tarde. Y no volvimos a verlo. Empezaba todas mis visitas a la ciudad junto a la estatua de William Saroyan. Me acordé de que él enseñó a Jack Kerouac su estilo desenvuelto, vital y desenfadado.  En el Matenadaram vi manuscritos increíbles de la India, Japón, Siria, qué sé yo. En uno de ellos había un hombre leyendo un libro y dos mujeres escuchaban sentadas en cojines en un salón encantado. Era  la magia de los libros. 

 

En el  museo Parajanov vi los cuadros en que se pintaba a sí mismo como un ángel flotando, los montajes en que se burlaba de los soviéticos que lo encarcelaron, los regalos de Fellini, Tarkovski o Abbas Kiarostami. En  Zvarnots, el lugar donde bailan los ángeles, vimos las ruinas circulares de un santuario gigantesco, la rosa cósmica según Mandelstam. Recordé Stonehenge y sentí algo misterioso. En la catedral de Echmiadzin había  miles de velas, pero unos hablaban, otros atendían  a la misa del patriarca, otros paseaban. En el museo me enseñaron  la punta de la lanza qué atravesó a Cristo, un trozo del arca de Noé, un cuadro que pintó san Juan Bautista. En Geghard vi un monasterio grandioso entre acantilados, construido sobre un manantial. Al lado destacaban los khachkars, piedras grabadas con tal sutileza que parecen puntillas. 

 

En Ereván había pocas cosas antiguas. Pero estaba llena de arte moderno, de ocurrencias entre las calles, de locales creativos, de olores a vino y a café.  Y pensé que a los armenios los han perseguido cantidad de veces pero resurgen con más creatividad que nunca. Venid acá, hijos de perra, dice William Saroyan en un cuento, haced lo que queráis con nosotros, organizad genocidios, humilladnos de todos los modos; pero siempre que se encuentren dos armenios en un bar y se cuenten sus vidas subsistirá Armenia.  

 

La  UNESCO ha designado a ErevÁn como Capital Mundial del Libro para el año 2012. E invitaron a García Márquez para la inauguración. Por eso yo quería hacer una fiesta en el monte Ararat. Lo pensamos Consuelo y yo antes de salir de España. Lo planteamos una noche antes de quedarnos dormidos. En Ereván vivía en una casa de cuatro pisos al lado del puente Lambada. Le llamaban así porque había que dar un montón de giros antes de salir de él. Un día Sergei apareció a la hora del desayuno y nos dijo que teníamos que brindar con coñac porque Armenia celebraba no sé qué fiesta excepcional. El coñac armenio es muy bueno, Stalin se lo regalaba a Churchill durante la guerra mundial. Y al día siguiente apareció otra vez con más coñac, dijo que era la fiesta de los que ya no estaban, los que no habían podido acudir a la fiesta anterior. Concluí que a los armenios pese a todo les gustan las fiestas. 

 

Y pensé otra vez en hacer una fiesta en lo alto del monte. Una fiesta de la intensidad, del sueño, de la obstinación. Una fiesta de la memoria, de la nostalgia o de algo así. Pero me limité a mirar el monte desde el balcón en la noche. Y supuse que detrás de la niebla todos estarían bailando, haciendo fogatas, sobreponiéndose a todo. Y al bajar saludé a  William Saroyan, estirado con su abrigo y su corbata al viento en su esquina del parque de la Ópera.

 

 

Antonio Costa Gómez es escritor, autor entre otros de los libros La calma apasionada y Las fuentes del delirio.

 

 


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