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Mientras tantoMayéutica 2.0 (8): De lo histórico

Mayéutica 2.0 (8): De lo histórico


El pasado sólo existe como presente, como prolongación de un hecho de un tiempo en otro diferente. También el presente surge de un pasado todavía vivo. Y para su estudio necesitamos seleccionar las huellas que ha dejado en su camino. Al reconstruirlo nos enfrentamos a una serie de hechos que aislados perderían todo su sentido, ya que ocurrieron en un contexto rodeado de infinitos momentos históricos. Y precisamente son sus relaciones y su análisis el auténtico objeto de estudio de la historia. Ahora bien, ¿cómo, quién y porqué se establecen esas interpretaciones? La dificultad es tal que ni siquiera hay una única y verdadera historia contemporánea, puesto que lo que existe son las deducciones que se hacen de multitud de realidades, fruto de la verdad relativa del observador y de la mirada que proyecta. Porque por encima de un hecho en sí, lo que prevalece es su propia interpretación. No es díficil poner ejemplos y bastaría con citar la pandemia de coronavirus, el asalto al Capitolio, o la guerra de Ucrania para ver la infinidad de valoraciones sobre sus causas y sus consecuencias.

Es en ese proceso deductivo, como dice el historiador Georges Duby, donde encuentra su espacio la imaginación del investigador o analista y donde se expresa su subjetividad. Una imaginación que no implica la invención artificiosa y libre, sino la reconstrucción de la historia desde un paradigma propio y adscrito a una visión concreta de la existencia. Un paradigma que en esta época tan diversa no puede suponer una verdad absoluta sino, al contrario, una estructura de pensamiento expuesta a las diferentes nociones que el hombre tiene de sí mismo. Esto es fundamental para la interpretación histórica, más que nunca expuesta a esas diferencias, en un mundo que o bien lo asume «o bien dejará de existir», como subraya Mircea Eliade. Nos acercamos así a un relativismo cultural que no puede derivar de un simple proceso intelectual, sino que debe reposar en la plena convicción de que la vida se desarrolla sobre un discurso de la experiencia humana que no es ni único, ni extrapolable la mayoría de las veces, ni mucho menos universal.

De ese modo, el intento de comprensión del otro y sus implicaciones se convierte en una obligación ineludible. Ese relativismo, por cierto, no supone una llamada al escepticismo, a la negación de la realidad, o a la inacción intelectual o moral. Más bien al revés. El feminismo y la teoría poscolonial han abierto esa senda, sacudiendo los cimientos de unas estructuras de pensamiento que se consideraban inamovibles y deben suponer un ejemplo al que seguir. Lo que no quita que tampoco estén sujetos a dogmatismos y a la necesidad de autocrítica. Entre otras cosas, por ejemplo, cabe preguntarse si la retirada de estatuas (también el vandalismo de placas o el renombramiento de calles) es una estrategia adecuada a la hora de interpretar la historia. Sobre todo cuando no se realiza desde un consenso general en la sociedad, lo que puede abocar a una espiral infinita de intrasingencia política y revanchismo partidista.

Estatua de Antonio López y López, primer marqués de Comillas, situada en esta localidad del noroeste de Cantabria. La que se encontraba en Barcelona fue retirada en el 2018 por su Ayuntamiento. La principal razón que se esgrimía era el pasado esclavista de este empresario.

Por tanto, es desde un enfoque integrador y abierto de miras como se debe afrontar el estudio de la historia y del presente, teniendo en cuenta que nos encontraremos con diferentes marcos temporales desde los que observarlos. Pero además, ese trabajo tampoco es ajeno al espacio que habitamos, referido no tanto al contexto geográfico como al armazón ideológico y vital que lo acompaña. Todo esto revela lo subjetivo de la empresa, condicionada desde su base por la manera de sentir y pensar de cada individuo. Pero contradiciendo a Duby, no creo que no se pueda hablar de aquello de lo que no se está seguro, sino todo lo contrario. Es preciso ser conscientes de la falta de seguridad total en la creación del discurso histórico, pero esto no lo anula sino que lo debe liberar de dogmatismos y anclarlo en el terreno de la ética. Y es necesario asumir el compromiso con una verdad cuya interpretación objetiva no debe ser el fin sino el medio para afrontar el análisis de la historia, tanto su pasado como su presente.

Todo ello nos lleva a contemplar como un valor fundamental a la veracidad, es decir, el esfuerzo por acercase a la verdad desde la honestidad y alejados de la mala fe o el engaño intencionado. Lo contrario hará imposible que abordemos el flujo de la historia sin caer en las trampas en las que se nos hace caer desde nuestro entorno, tal y como se hace demasiado habitualmente desde la academia, las tribunas parlamentarias y los medios de comunicación. Y pongamos por caso (uno entre otros muchos) las falsas campañas contra partidos como Unidas Podemos, absuelto de cerca de una veintena de causas judiciales tras las continuas acusaciones públicas sin base fundamentada de diferentes pensadores, políticos y periodistas: ¿cómo se interpretarán en un futuro los efectos para nuestra democracia de dicho desprestigio orquestado entre los poderes del estado?

Así pues, la veracidad debería ser la base de nuestra mirada, asumiendo que la objetividad implica un deber más que una finalidad y a sabiendas de que, como afirma certeramente Josep Cervelló, esta es sólo una «pura coincidencia de subjetividades» en un tiempo y un espacio determinados. Resulta especialmente importante tenerlo en cuenta cuando vivimos en un mundo tan polarizado por las ideologías extremas (que se tocan y se nutren de nichos comunes). También cuando somos conscientes de las tentaciones a las que se someten ciertas culturas de la cancelación y algunos revisionismos históricos. No tendríamos que tener miedo a revisitar continuamente la historia, a modificar conclusiones que en otra ocasión consideramos como ciertas, o a cambiar la opinión que nos merecen determinados personajes o pasajes históricos. Sin embargo, no deberíamos olvidar el riesgo de caer presos de la mentira, la intolerancia y el fanatismo; ni tampoco renunciar al intento de construir una historia veraz, común y consensuada. Como aseguraba Gadamer, «la esencia del espíritu histórico no consiste en la restitución del pasado, sino en la mediación, llevada a cabo por el pensamiento, con la vida presente».

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