Queremos que todo sea seguro, sin incertidumbre, severamente concreto y marcado, con límites perfilados al milímetro. Pero no es así la vida.
Seguros de jubilación, para el hogar, que los trenes salgan todos a su hora; que nada se retrase, ni nos suponga un contratiempo. Que no nos distraiga nada de nuestro justo, exacto y meticuloso propósito. Que la vida no sea, pues.
Que la vida…
Pero nada es seguro, tampoco el hecho de que vivamos en la sociedad de la sospecha, pues vivimos en la sociedad del victimismo.
Todo el mundo se queja, todo el rato. Nadie admite la más leve contrariedad, el mínimo desacuerdo; a la mínima que una crítica nos levante el más mínimo disgusto, nos sentimos atacados, ofendidos, vilipendiados. Lloramos.
Argumentamos que se ultrajó nuestra sensibilidad, nuestras emociones. La seguridad de nuestro ego fue violentado, quedó en entredicho nuestra firmeza.
Pero la naturaleza del ser humano es violenta, se manifiesta en múltiples formas.
De hecho esa es la única seguridad: que la vida nos hará daño, que algo se cruzará en nuestro camino para herirnos.
Por ello es mejor acostumbrase a habitar el alambre, aceptar que se puede combar el acero de un cable que no siempre nos lleva al mejor lugar.
Como el funambulista Philippe Petit, es bueno que bailemos sobre el vacío, que conversemos con una paloma; que nos dejemos mecer por el viento, la lluvia o el frío.
Que, aunque nuestro tramo vital sea un curso de ida y vuelta, sepamos gozarlo, tal que fuese el último de nuestros días. Sin quejarnos continuamente, reclamando una red de seguridad, sin dejar que nuestros miedos gobiernen nuestros actos. Sin, lo más importante, tratar de transferir el pánico de nuestros perjuicios a la candidez rota del rostro de nuestros enemigos.