Jonas Savimbi había prometido muchas veces derribar el último avión de tropas cubanas cuando finalmente partieran de Angola. Ese 23 de mayo de 1991 sobre la pista del aeropuerto 4 de febrero de Luanda esperaban dos aviones soviéticos IL 62M en los que viajaríamos los integrantes de la delegación gubernamental cubana enviada para la ocasión, encabezada por el comandante Juan Almeida, y el último contingente de soldados que la ONU contó minuciosamente hasta ese día. No era poca la expectativa por saber quiénes abordarían la última nave. Tras los himnos y discursos correspondientes, los oficiales y soldados llenaron los aviones y el presidente José Eduardo dos Santos nos despidió con un cortés estrechón de manos. Fue la última vez que lo vi.
El comandante Almeida se dirigió entonces al general Samuel Rodiles, último jefe de la misión militar cubana, y le ordenó en tono más jocoso que solemne, utilizando el apelativo con que éste era conocido:
—Prikiti, me voy en el primero. Tú y el periodista –como solía llamarme–, vayan en el segundo.
Tras una larga carrera sobre la pista con las luces apagadas y un brusco despegue, la enorme aeronave soviética buscó altura con la mayor potencia posible de sus cuatro estruendosos motores, mientras todos a bordo deseábamos en silencio que Savimbi no pudiera cumplir su amenaza…
Más de tres décadas después, la muy escueta nota que informó a los cubanos del luto oficial durante tres días por la muerte del expresidente angoleño José Eduardo dos Santos –el aliado africano de más larga data–, omitió al menos dos datos relevantes: que falleció a más de siete mil kilómetros de su Luanda natal, en un exclusivo hospital de Barcelona, donde vivía desde la salida del poder cinco años atrás y que parte de su familia denunció que fue asesinado, un alegato que las autoridades españolas investigaban aún semanas después de su muerte.
Conspiraciones palaciegas africanas aparte, lo cierto es que el exilio voluntario de Dos Santos en la lejana Cataluña buscaba una conveniente distancia de los monumentales escándalos de corrupción que marcaron las últimas décadas de los treinta y ocho años que gobernó Angola con puño de hierro.
El heredero de Agostinho Neto –fundador del MPLA (Movimiento Popular para la Liberación de Angola) y primer presidente del país, muerto en Moscú en 1979, también en circunstancias misteriosas–, colocó a muchos miembros de su familia y amigos al frente de las instituciones, empresas públicas y otros cargos relevantes cuando Angola se abrió a las inversiones extranjeras y se convirtió vertiginosamente en el segundo exportador de petróleo de África, tras poner fin a la larga guerra civil contra las fuerzas de la UNITA (Unión Nacional para la Independencia Total de Angola).
Con voracidad por adueñarse de los recursos nacionales, los Dos Santos reinaron más de tres décadas sobre las incalculables riquezas naturales de uno de los países con mayor desigualdad en África, una larga lista que incluye oro, diamantes, riquezas forestales y raros minerales, además del gas y el petróleo administrado por la estatal Sonangol.
José Filomeno de Sousa dos Santos Zenú, uno de los diez hijos de José Eduardo con seis parejas, incluidos tres matrimonios, administró entre 2013 y 2018 los más de 5.000 millones de dólares del importante Fondo de Inversiones Soberano, antes de ser condenado en 2020 a cinco años de prisión por apropiarse de unos 1.500 millones de dólares, fraude y tráfico de influencias, aunque todavía debate su caso en Luanda en libertad condicional.
Más notoria aún, Isabel dos Santos, hija de la geóloga azerbaiyana Tatiana Kukanova, primera esposa de José Eduardo cuando estudiaba ingeniería petroquímica en Bakú en la década de los 70, fue reconocida años atrás como la mujer más rica del continente y la primera africana multimillonaria. Forbes calculó su fortuna en más de 3.300 millones de dólares, amasados durante su presidencia de Sonangol y el control de la industria del cemento, telecomunicaciones, el comercio minorista y jugosas inversiones transnacionales. Su entrada en la administración de los activos del estado angoleño comenzó con la insólita contratación de una empresa filipina para la limpieza de la ciudad de Luanda cuando todavía los soldados cubanos eran contados minuciosamente por Naciones Unidas mientras se retiraban de su más larga incursión africana. De los empeños por adecentar la capital, la primogénita pasó pronto al control de los diamantes y las millonarias concesiones petroleras.
En su boda, celebrada en Luanda en 2003, cantó un coro trasladado desde Bélgica y la cena llegó a bordo de dos aviones procedentes de Francia. El contraste con la élite de poder que administró la antigua colonia portuguesa como suya propia no pudo ser mayor en un país donde la mayoría de la población subsiste con menos de dos dólares diarios.
En 2020 las revelaciones de la investigación periodística conocida como Luanda Leaks estimaron que la dinámica empresaria –educada desde niña en Londres, donde residió con su madre y conoció a quien fuera su esposo, el millonario congoleño Zindika Dokolo–, dirigía un entramado de más de 400 sociedades y filiales en 41 países, incluidos varios paraísos fiscales. En la antigua metrópoli portuguesa, donde había realizado las más cuantiosas inversiones, fueron congelados sus activos, al igual que en
Angola. El pasado año Estados Unidos la incluyó en la lista negra de personalidades corruptas y limitó su acceso a visas, sin llegar a dictar sanciones financieras. Acusada de múltiples delitos pasa ahora la mayor parte de su tiempo en los Emiratos Árabes Unidos, refugio preferido de oligarcas rusos y hasta de un rey emérito español. A Dubai viajó discretamente José Eduardo en las navidades del 2020 para un fin de año en familia con su preferida Isabel.
No fue este el descalabro previsto al ceder el poder a su ministro de Defensa, el general João Lourenço, escogido por su supuesta lealtad y tras la aprobación en el parlamento dominado por el MPLA de una ley que sellaba los manejos financieros de Dos Santos y los suyos y les aseguraba, de hecho, impunidad. De nuevo, la quimera del dejar todo “bien atado”.
João Lourenço, conocido popularmente como JLo, declaró sin embargo una campaña contra la corrupción anterior poco después de asegurar la sucesión. El presidente saliente afirmaba haber dejado en los fondos estatales “al menos” 15.000 millones de dólares, mientras Lourenço replicaba que encontró solamente unas arcas vacías.
Apenas un año después de asumir el mando del MPLA y el gobierno JLo destituyó a la hasta entonces poderosa Isabel, encausó a su hermanastro Zenú y tomó distancia de José Eduardo de quien, más recientemente, temía represalias y la utilización de su influencia dentro de Angola para apoyar en las próximas elecciones un candidato opositor, representante de la todavía opositora UNITA que encabezó Jonas Savimbi, muerto por hombres de sus propias filas cuando se convirtió en un obstáculo para participar en el botín largamente esperado desde la independencia.
Sobran pues razones para que en la Cuba de Raúl Castro se eviten comentarios sobre el rumbo verdadero de Angola después de la independencia. El saqueo de uno de los países más fabulosamente ricos del continente africano deja pálido el expediente venezolano y a la “piñata” nicaragüense en una justa proporción de juego infantil.
Tampoco destacó Dos Santos por su generosidad hacia los más cercanos aliados de su gobierno. Entre las inapelables razones que determinaron la retirada cubana –muy poco al gusto de Fidel Castro– en una negociación auspiciada por Estados Unidos estuvo el persistente atraso de Angola en el compromiso de financiar el costo de las tropas sobre el terreno, mientrasla Unión Soviética asumía su armamento y traslado. Una ecuación que dejaba al mando cubano el reemplazo humano y que funcionó con altibajos largos años hasta el arribo al Kremlin de Mijail Gorbachev.
Tras el oportuno fin de la presencia militar cubana concluida en mayo de 1991, apenas siete meses antes de la desaparición de la URSS, la metrópoli portuguesa ocupó un lugar privilegiado en la reconstrucción de las fuerzas armadas angoleñas y las generosas transacciones con Occidente transformaron la economía y las inclinaciones políticas en un proceso en que Cuba dejó de ser un activo a tener en cuenta. Hasta el general Antonio Santa Franca Ndalu –“general de generales”, según le llamaban sus iguales–, especialmente amigo entre los militares cubanos y clave en las negociaciones cuatripartitas se convertiría en el primer embajador en Washington y posteriormente en miembro de la junta del consorcio diamantífero De Beers, dejando atrás los tiempos en que integró la selección cubana de fútbol cuando estudiaba agricultura en Pinar del Río.
José Eduardo dos Santos no acudió al auxilio de la ruinosa economía de Cuba en sus sucesivos colapsos, como habría esperado la cúpula militar de la isla. Pero tampoco cerró su puerta a enviados frecuentes como el general Leopoldo Cintras Frías Polo, quien encabezó bajo órdenes directas de Fidel Castro la Agrupación de Tropas del Sur en los días finales de la guerra angoleña y terminaría siendo sustituido súbitamente del cargo de ministro de las FAR en la víspera de la retirada formal de Raúl Castro de sus posiciones de poder. Hacía tiempo que para el sonriente Polo no había nada que buscar en Barcelona.
No obstante, Dos Santos, al igual que el surafricano Nelson Mandela, agradecieron los resultados para sus respectivos países de la presencia militar cubana en África, algo que La Habana apreció en contraste con otros beneficiarios de ese apoyo vital, como Sam Nujoma que olvidó mencionar a Cuba en su discurso de proclamación de la independencia de Namibia o el etíope Menguistu Haile Mariam que huyó derrotado de Addis Abeba, tras la retirada de las tropas cubanas de su país y de Angola, a un exilio dorado en Zimbabue sin despedidas.
En los tres años transcurridos entre el 2 de mayo de 1988, cuando se iniciaron en Londres las negociaciones cuatripartitas para la paz en el África Austral y la salida hacia La Habana del último avión con tropas cubanas, participé varias veces en encuentros con un imperturbable José Eduardo en su refugio de Futungo de Belas, a las afueras de Luanda. El presidente angoleño, de reconocida sagacidad demostrada en sus muchos años de poder, escuchaba atentamente los informes sobre los próximos pasos en las conversaciones de paz o la marcha de la larga retirada cubana, confiando en el consejo de sus asesores y sin gesto alguno que delatara sus pensamientos. Distante y siempre impecable, su rostro impasible le había valido entre los irreverentes cubanos el sobrenombre de Barbarito Diez por su notable parecido y parsimonia con un recordado cantante de danzón de la isla.
La víspera del fin de la presencia militar cubana Dos Santos ofreció una recepción más íntima a los integrantes de la delegación presidida por el comandante Juan Almeida, que habíamos viajado desde Cuba para la solemne ocasión. Asistió acompañado –en gesto de inusual deferencia– de la bella ex azafata y modelo Ana Paula Lemos, con la que había contraído matrimonio pocos días atrás y sería su última esposa y madre de tres hijos. Paradójicamente, aunque distanciada de José Eduardo no compartió su exilio voluntario en Barcelona, Ana Paula es acusada por Tchizé, tercera hija en el complicado árbol genealógico del patriarca, de ser parte de la conspiración inspirada desde Luanda para asesinarlo. Una saga cuyo final tampoco será conocido en Cuba.