Principios del Octubre occidental, es noche de Ramadán en Estambul. Hace horas que los seis minaretes de Sultanahmet, la Mezquita Azul, se han iluminado para romper el ayuno ritual de la aplastante mayoría musulmana de la ciudad que cabalga entre dos continentes. La fuerte corriente del Bósforo mece a un mínimo velero que trata de ganar la orilla europea; cada ferry que pasa junto a él lo agita aún más y, por instantes, lo desventa. Pero el balandro avanza y esquiva la miríada de barcas desde las que enjutos pescadores tienden sus pacientes cañas para, igual de agitados que el velerito, cobrar pequeñas caballas y sardinas con las que ganarse la vida. El ruido lejano de la ciudad, cada vez más alegre, cada vez más cercano, ya es perceptible desde la cubierta de la pequeña embarcación y sólo es roto por el ruido de los motores y el oleaje de los barcos que, repletos de turistas de todo pelaje y con parte de los millones de habitantes de la ciudad, cruzan en todas direcciones, tejiendo las negras aguas del estrecho. La caña la maneja un espigado troyano de ojos claros y barba de muchos días que mantiene entre los labios un resto de cigarrillo encendido que casi se los está, ya, quemando. Impasible, el marino no pierde de vista la mayor y, de vez en cuando, caza o suelta driza para lograr el empuje que le aleja de la costa asiática y le aproxima a Europa. ¿Cuánto tiempo le está llevando la silenciosa singladura? Partió de un muelle cercano a Fenerbahçe con el Sol aún alto. Sus instrucciones eran claras: había que ganar la noche y la orilla de Europa. Al pasar frente al faro de Atatürk el troyano arroja la colilla al mar, respira hondo y silba, ayudándose de dos dedos la mano derecha. Son tres silbidos espaciados y largos, cada vez más agudos, penetrantes, que parecen atronar sobre la corriente y el murmullo ciudadano. Apenas unos minutos más tarde, el velero aproa, cabeceando, a uno de los muelles de Sirkeci y el marino da un tirón fuerte, pero medido, de la driza de babor que deja la embarcación al pairo. Fija la caña y se desliza por la amura de babor con un bichero en mano y con energía y precisión, acerca su barco al muelle.
En ese momento, una mujer surge desde el interior de la cabina, hace un gesto con la cabeza al marino, pisa la borda y salta al muelle. El marino empuja el bichero para alejarse, de nuevo, y se queda mirando a la mujer que, a contraluz, se aleja andando rápido.
Es una mujer joven, de caracteres europeos, pelo largo y castaño, cuyos ojos verdean a la luz de los neones de la ciudad. Calza unos breves mocasines de piel y se cubre con un abrigo corto de fina y ligera alpaca gris, con el cuello levantado. Ella sabe que va completamente desnuda debajo de ese abrigo, la brisa marina se lo recuerda recorriendo su sexo. El marino troyano, mientras aspira profundo el aroma que deja a su paso, ha adivinado, al verla saltar, que el abrigo lo lleva abierto y que ella lo cierra con sus manos en los bolsillos, llevándolas ligeramente hacia delante.
La mujer anda rápido y asciende por una calle concurrida. El ruido de los coches que atraviesan en uno y otro sentido los puentes europeos se hace cada vez más perceptible y cada vez hay más gente en la calle. Aliada de una noche que se cierra cada vez más, la joven sabe el camino que sigue, no duda, con la mirada tendida en el vacío. Esquiva a dos hombres que ríen, a varias familias con niñas tocadas de pañuelos y sudaderas plagadas de leyendas occidentales.
Cerca de Santa Sofía, el gentío ya es muy considerable. Unos circulan lánguidos aprovechando la suave temperatura, otros se agolpan en los puestos de comida o donde se venden mil mercancías, muchos están sentados en los bancos y en el césped de las pequeñas plazas que la mujer del abrigo cruza segura de sí misma. Alguno de los viandantes dice algo en voz alta, quizá porque haya reparado en el extraño bamboleo de sus pechos libres bajo el abrigo y a los que quizás traicione, de vez en cuando, el tumbado de la solapa; pero si alguien dice algo, lo dice en turco y, al menos esa noche, la mujer no lo entiende…
En la explanada entre la vieja catedral y el templo islámico, la muchedumbre ha llenado el suelo de bolsas de plástico de todo tipo. Los rezos llenan la noche desde la megafonía de los minaretes y una fila compacta se dirige, entre puestos de algodón dulce, de roscas de pan, de pashminas y pequeños juguetes iluminados, hacia el recinto de la mezquita. Obligada a ralentizar su marcha, la mujer contempla las dos cúpulas redondas del hammam de Roxelana, una de las esposas de Solimán El Magnífico. Paradójicamente, es su pelo suelto lo que más la delata en este momento, pues la masa humana y su intenso olor agrio esconden su desnudez apenas cubierta. En la puerta de la muralla que protege el acceso al recinto de la mezquita, un joven parapléjico de mirada ausente y algo de baba perdida ofrece pañuelos y manteles desde su silla de ruedas. La mujer recala en él cuando busca, con el gesto, los escalones que no puede ver e, imperceptiblemente, se apiada del inválido: por primera vez desde que desembarcó, lamenta ir sin un chavo en el bolsillo… No lleva documentación, no lleva dinero, no lleva nada en los bolsillos del abrigo que apenas la cubre. Tropieza y decide que debe retomar su decisión de esfinge, proseguir su camino…
En las dependencias exteriores al templo, unas pantallas muestran el interior del mismo, abarrotado de fieles que se postran para orar mirando a La Meca. Muchas mujeres cubiertas están en el exterior, mientras más fieles lavan sus pies antes de acceder al recinto. Las bolsas desechables que se utilizan para guardar los zapatos se lían en los pies de la mujer semidesnuda, como si la incitasen a seguir el precepto. Un oficial de policía la mira desafiante: ¿está loca, aquella occidental, allí, en medio de la muchedumbre fervorosa? ¿Piensa acaso que es una sospechosa? ¿La desea, quizás? Sus ojos negros se ciernen sobre ella y no la pierden de vista, mientras que sus labios, a la sombra de un negrísimo bigote, apenas se mueven: ¿odio, admiración, deseo? ¿Todo mezclado?
Ella está parada, aplastada por los cuerpos de los miles de personas que se agolpan buscando la puerta que da al hipódromo bizantino y, con gélida mirada al tendido, ignora al policía. Ni siquiera le afecta el sudor agrio mezclado con mil olores y hedores de Oriente. Casi debajo del tejadillo de la puerta de salida, un grupo de jóvenes intenta acceder al recinto en dirección contraria a los que salen; empujan tanto que la multitud recula y ella pierde pie… Se ha torcido el tobillo, pero apenas esconde su dolor un segundo, buscando con la barbilla el refugio de las solapas abiertas y aspira el aroma, entre dulzón y picante, con el que se ha especiado los pechos en el barco.
Al fin ganan el espacio abierto del Hipódromo. La multitud se expande y ella respira hondo para recuperar su paso y, de alguna forma, disimularse bajo las luces que iluminan bastante esa parte de la ciudad, su templete, el obelisco egipcio y la columna Constantina, los palacios vecinos… El olor a fritanga es el imperante ahora en un ambiente más festivo que ceremonial. En esta parte de la ciudad hay, incluso, algunos grupos de turistas occidentales. Ella avanza por el bordillo de una acera y se cruza, de nuevo, con más policías. Rodea unos caballitos de feria, donde los padres montan a sus hijos, y unas mesas donde grupos de adolescentes juegan ruidosos y animados partidos con un disco deslizante. Al fondo a la izquierda, otra mezquita engulle y regurgita multitudes.
Ella emboca una callecita que se empina ligeramente, alejándose del lugar. Hay algunos puestos callejeros, un parking y luego se encuentra un hotel de paredes pintadas de verde. El siguiente es su objetivo: un hotelito llamado Ibrahim Pasha. Abre la puerta cristalera y saluda al recepcionista con una breve cabezada. Éste, sorprendido, vuelve los ojos a la pantalla del ordenador, como queriendo ignorar el perfume excitante de aquella occidental de la que cree percibir algo extraño, pero no sabe qué es, exactamente… Al fondo hay un coqueto bar, con multicolores botellas de licores occidentales, vasos y copas que centellean a las luces del vestíbulo y un gran plato de barro esmaltado en el que se encarama una montaña de naranjas feas que desprenden un intenso aroma acaramelado.
El elevador baja y ella abre la cancela de metal pintado de negro para volver a cerrarla tras de sí. Pulsa el botón de la tercera planta. Sale del estrecho ascensor y cruza un patio rodeado de habitaciones. Abajo, el recepcionista la mira embobado. Ella pisa delicadamente pero con firmeza las baldosas hidráulicas que dibujan geometrías en el suelo y gana la escalera metálica de caracol que asciende un piso más. Al llegar al último escalón descalza sus mocasines en un movimiento elegante y casi imperceptible y sale a la terraza. Al fondo hay un espejo y alguien está sentado delante, en un asiento de obra. Ella se gira y observa la mezquita que acaba de atravesar. Deja caer lentamente el abrigo. Sí, está completamente desnuda y la noche refresca. La persona que está sentada delante del espejo da un medido golpe a una copa medio llena aún de vino: suena a vino blanco, frío todavía… Ella escucha cómo se cierra el obturador de una cámara fotográfica. La mujer se desplaza con elegancia por la terraza. A la izquierda, más allá de las casas vecinas, adivina el Cuerno de Oro. Al frente, Beyoğlu con su vieja torre Gálata. Algo más a su derecha, la imponente mole de Santa Sofía y detrás de ella el Bósforo con su flota incesante para allí y para allá y el gran puente intercontinental, que luce de colores cambiantes. Más a la derecha, al fondo, los barrios asiáticos que se extienden decenas de kilómetros y, más a la derecha, el mar de Mármara y las vecinas islas de los Príncipes que ella sabe tranquilas y ya durmiéndose. A la espalda de la mujer, la cámara no ha dejado de disparar, una y otra vez, retratando su suave piel, firme y acogedora, cuidada hasta el extremo, y ella ha ido adoptando algunas posturas especialmente dedicadas a quien dispara. Ahora de puntillas, ahora con los brazos estirados y juntos sobre su cabeza, girando en un delicado tourbillon, ahora tumbada sobre el borde de la terraza, boca abajo, con su soberbio rulé ligeramente en pompa, o boca arriba, con las piernas entreabiertas para lucir su sexo apenas poblado…
Ella se detiene por un instante. La multitud se escucha lejana y los altavoces colgados de los minaretes de la iluminada mezquita retoman los rezos solemnes. Al fondo, de nuevo se oye un golpecito en la copa y la joven adivina el sonido del vacío. Un par de pasos aproximan el ruido de la cámara. Ella vuelve a sus danzas seductoras y excitantes… A Poniente, la Luna recorta las siluetas negras de los mercantes que esperan cruzar el estrecho camino de Odessa y Sebastopol, de los puertos rumanos y búlgaros, todos aproando en la misma dirección: ¡el Bósforo, el Bósforo! ¡el Bósforo…!
La mujer se inclina sobre el murete que limita la terraza, respira profundo y mezcla la brisa de sal suave del Mármara con el aroma que asciende desde su busto donde, desde hace rato, los pezones están duros, desafiantes… Muy duros… En ese momento, escucha cómo la cámara se posa sobre una de las mesitas metálicas y dos manos ardientes le cubren los pechos y le aprietan sus fresas rampantes mientras el fotógrafo la aborda por la espalda. Ella aprieta el bordillo de la terraza y comienza a moverse. Gime…, gime…, gime más… Los rezos cesan en los minaretes. Ella continúa gimiendo… Gime cada vez más alto… Y goza más cuando el fotógrafo comienza a gemir a sus espaldas y le susurra al oído:
—El Bósforo… ¡El Bósforo…!