La vida surge del deseo, del deseo sexual, naturalmente. Origen de la vida (deducción palmaria) es el deseo consumado en fructífera materia seminal. Por ello, lo que mueve este mundo no son las religiones, ni el patriotismo, ni la cultura, ni las diversas ideologías, ni la fe que consuela y unifica; sino el deseo, naturalmente el deseo sexual.
El polo opuesto de la vida, nacida siempre tan pimpante, es, no la muerte (que sigue siendo, en el proceso, continuadora de la vida), sino la nada; en la próxima vez pongámosla en mayúscula. La Nada que supera, absolutamente, sin dejar rastro de ellas, a la vida, a la muerte. Francisco de Quevedo, en un llamativo pareado de expresión chusca, con la gracia, donaire y picardía que puntualiza el diccionario en la definición del adjetivo ‘chusco’, nos lleva así hacia el concepto de la Nada: «Hijos somos de Adán en este suelo, / la Nada es nuestro abuelo.»
Siempre la vida, en, al menos, sus primeros momentos, es sumamente alegre, liberadora de la opresión fetal, del germen. Luego, es verdad, la vida se puede sentir como un transcurso moribundo. En una melodía dedicada a la vida, Ovidi Montllor canta: «L’esperança de viure / morint a cada instant» («La esperanza de vivir / muriendo a cada instante»). La visión de Tolstoi es claramente pesimista: «La vida no es una diversión, sino una tarea demasiado ruda.» En ocasiones, la ejecutoria de la vida y la de la muerte se funden, dando, sin embargo, un ostensible resultado resuelto en vida. Es el caso de una alta cláusula literaria de Natalia Ginzburg, orientada a la observación, más allá de la muerte, manifestada en aquellos «que aman la vida y no saben separarse de ella y que, aun pensando en la muerte, van imaginando no la muerte, sino la vida.»
Con pura inocencia, la vida crea, al surgir, luz y verdad. Rubén Darío cantó abundantemente la realidad vital: «Vida, luz y verdad, tal triple llama / produce la interior llama infinita; / el Arte puro como Cristo exclama: / Ego sum lux et veritas et vita!» Prolongando su canto en verso cierto: «Y la vida es misterio».
Leon Tolstoi destaca en la vida su carácter artístico, tan implícito en ella misma, y la palabra, que tan fuertemente sostiene, como indudable esencia, a la existencia humana: «Nuestra vida está llena de manifestaciones artísticas de todas suertes, desde los ojos del niño hasta los oficios religiosos.» En la copiosa oración reglada, la plegaria se muestra como una muy dinámica llamada vital. En el Himno de Laudes oímos esta espléndida alusión a la renovación de la vida que se da esperanzadamente después de cada amanecer: «El sol, con lanza luminosa, / rompe la noche y abre el día; / bajo su alegre travesía/ vuelve el color a cada cosa. // El hombre estrena claridad/ de corazón cada mañana; / se hace la gracia más cercana / y es más sencilla la verdad.»
El Oficio de Completas sencillamente agradece a Dios el preciso y colmado transcurso de la jornada vivida, rogando a su vez a la divinidad que conceda el merecido descanso y, en todo caso, ‘una muerte santa’. «Cuán favorables son para el estudio la paz y el silencio, comparados con el rumor de la plaza del mercado y de la corte.» (Giorgio Vasari)
La mejor síntesis que ahorma el más justo ideal del sentido de vivir la tenemos en un libro de la Biblia, el Eclesiastés. Pocas cosas son esenciales para el disfrute pleno de existir: «Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. // En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. // Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol. // Todo lo que viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia ni sabiduría.» (Eclesiastés, 9, 7-10)
El suculento párrafo contradice ciertos empeños contenidos en la doctrina cristiana. El texto no condena la vanidad, inherente en todo momento en la impronta humana. Y además, sometido a la creencia judaica del libro, acogido este corpus literario posteriormente por el cristianismo, aquí se niega la vida eterna, esa vida lúcidamente sentida a fin de estar por siempre junto a la gloria divina. O en eterna condena, sin que llegue nunca esa gloria benefactora. Solamente resta entonces un insulso e inocuo Seol, un lugar de oscuridad adonde van los muertos, un lugar inconsciente, sin más.
Pan, vino, sexo, trabajo y luz solar, concebidos como nutrientes, placenteros y suficientes, a los cuales debe aspirar con justeza la existencia de cada uno.
Rubén Darío acude a la enseñanza del Eclesiastés cuando escribe: «Mientras tenéis, ¡oh negros corazones!, / conciliábulos de odio y de miseria, / el órgano de amor niega sus sones. / Cantad, oíd: «La vida es dulce y seria». // Para ti, pensador meditabundo, / pálido de sentirte tan divino, / es más hostil la parte agria del mundo. // Pero tu carne es pan, tu sangre es vino.»
Qué gran razón, qué gran exactitud: «La vida es dulce y seria».