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AcordeónCerca de la guerra: las otras fronteras de Rusia, 1. Estonia

Cerca de la guerra: las otras fronteras de Rusia, 1. Estonia

[Vladímir Putin acaba de incorporar a Rusia, mediante pseudorreferendos, cuatro regiones de Ucrania: Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón. Y mientras, en los salones del Kremlin se vitorea esta conquista territorial, que arrebata el mar de Azov a Ucrania, nuevamente cientos, si acaso miles, de personas buscan desesperadamente alcanzar alguna frontera y escapar de esta lógica expansionista que nos devuelve al tiempo de los imperios. Buena parte de las personas que huyen tratan de acercarse a Occidente, a las fronteras de Europa, que están prácticamente cerradas. Es una incógnita saber qué pasará en este invierno, pero de momento queremos compartir las crónicas y reportajes del proyecto Cerca de la guerra. El objetivo de esta iniciativa es contar qué pasa con las personas que huyen del conflicto, qué pasa con aquellas que todavía tiene en su memoria la crueldad de la ocupación soviética, qué pasa a nivel gubernamental, qué pasa en las fronteras o periferias de la guerra. Detrás de este esfuerzo periodístico colectivo está un equipo multidisciplinar de profesionales de Rusia, Bielorrusia, Lituania, España y Ecuador, pero también hay más de un centenar de personas que cofinanciaron este proyecto y el European Fund for Journalism in Exile que nos entregó una beca. ¡Buena lectura! Soraya Constante, impulsora de Cerca de la guerra: las otras fronteras de Rusia].

De qué vive ahora Narva, la ciudad más rusa de toda Estonia, la Unión Europea y la OTAN

“Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles. ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y el mal, de los héroes y los mártires”

Svetlana Aleksiévich, El fin del ‘Homo sovieticus’

 

Preparé mi viaje a Narva durante mucho tiempo: leí mucho sobre la ciudad, participé en los chats locales y simplemente me mentalicé para entrar en el llamado mundo ruso. Pero la realidad de esta ciudad fronteriza con Rusia resultó ser aún más compleja e impactante de lo que podía imaginar.

—¡Atrás, atrás!

Mientras camino por el andén de Narva, alguien me grita insistente que me retire.

Veo a un hombre de unos cincuenta años que empuja a dos tipos hacia el interior de la estación.

No entiendo muy bien qué está pasando y estoy confundida.

Resulta que la única forma de acceder al andén en Narva es a través del edificio de la estación, y las puertas se abren exactamente: 20 minutos antes de la salida del tren, pese a que ya esté en la estación

Eso es lo que nos pasó. Como lo vimos allí, con las puertas abiertas, pensamos que podríamos ir acomodándonos

Pero ni hablar, aquí eso está prohibido.

El edificio de la estación se parece, por su tamaño, a una parada típica de los municipios pequeños de cualquier parte del mundo.

Y sin embargo, lo cierto es que Narva es la tercera ciudad más grande de Estonia. En ella viven 54 mil personas. El 87% de ellos son rusos, y Narva, aunque oficialmente sea una ciudad estonia, en realidad se parece más a la Rusia de provincias.

Tanto en arquitectura, como los edificios abandonados, los letreros o el idioma ruso, que resuena por todas partes.

En Riga, Tallin y Daugavpils, consideradas también ciudades muy rusas, hay muchos menos ciudadanos étnicamente rusos. Así, en Daugavpils representan el 48% de los habitantes, mientras que en Riga y Tallin, solo son el 35% de la población.

El espíritu ruso

La estación de tren, que es el punto de partida para conocer la ciudad, hay una sala de aduanas. Me llama la atención un ordenador muy antiguo con monitores muy grandes.

Tengo la sensación de que hubiera retrocedido en el tiempo 15 años atrás.

Y al mismo tiempo veo un cartel que insta a llamar a la policía si se ve un dron cruzando la frontera, recordándonos que estamos en 2022.

Ocurre que con los años los contrabandistas se superan en su trabajo y ahora parece que usan la tecnología más puntera, como los drones, para pasar tabaco y drogas por la frontera.

Al salir de la estación siento de nuevo ese viaje en el tiempo.

Los edificios de los alrededores necesitan reparaciones urgentes, igual que las carreteras. Durante toda mi estancia en Narva no puedo evitar pensar que el estado de los caminos es un nexo que vincula esta ciudad fuertemente a Rusia.

Como todo el mundo sabe, en Rusia hay dos males: los tontos y las carreteras. Es uno de los dichos más comunes del país.

—Mira lo que han hecho con el centro de la ciudad –me dice un taxista por el camino.

—Pero si están reparando la carretera. ¿Es eso algo malo?

—¡Ay!, de todas formas no saldrá nada bueno. Aquí es imposible tener expectativas. Han arruinado la ciudad y encima se alegran.

La falta de mantenimiento del centro de Narva contrasta especialmente con Tallin, la capital de Estonia, una ciudad de casi medio millón de habitantes, donde se construye a gran velocidad y en la que incluso los robots reparten comida.

Pero en Narva no es que el tiempo se haya congelado, sino que sigue un curso propio.

Así, el diseño de la señalización y la publicidad recuerdan a principios del siglo XXI, pero también hay mujeres en albornoz y hombres en pantalón corto en los patios de los edificios de apartamentos que contrastan con los patinetes eléctricos que se ven por toda la ciudad.

El “espíritu ruso” de Narva se debe en gran medida a los típicos edificios soviéticos: incluso en el casco antiguo. La mayoría de los edificios se construyeron en la segunda mitad del siglo XX, según estos prototipos de diseño. Lo cierto es que durante la Segunda Guerra Mundial la ciudad sufrió graves daños tanto por los ataques aéreos soviéticos como por las minas alemanas. Estaba previsto que se reconstruyera, pero los edificios en ruinas no se preservaron en su momento, por lo que casi todo se construyó partiendo de cero.

Mientras busco mi hotel, paso por delante del consulado ruso. Desde cierto ángulo parece más bien una prisión: está parcialmente cerrado por una alta valla con una red encima, que a primera vista parece alambre de espino.

El cartel de entrada del consulado ha sido retirado y la puerta está clausurada no sólo con una cerradura ordinaria, sino también con una cadena. Los escalones de la entrada se están cayendo literalmente a pedazos y el propio edificio está cubierto de moho y suciedad.

La oficina no funciona ya desde abril, cuando el embajador ruso en Estonia recibió una nota diplomática en la que se le informaba de que el país cerraba el consulado general ruso en Narva y la oficina consular en Tartu, la segunda ciudad más poblada de Estonia.

Son las medidas adoptadas por Estonia para rechazar la invasión rusa a Ucrania. El país también expulsó a 14 diplomáticos.

En la práctica, esto significa que ahora a los ciudadanos estonios les resulta más complicado obtener visados para la Federación Rusa, mientras que a los ciudadanos rusos en Estonia les dificulta recibir ayuda de su país, si es que en un momento dado la precisan.

Y mientras que en muchas ciudades de la UE, los lugareños protestan frente a las representaciones diplomáticas rusas contra la guerra desatada por este país, no hay nada de eso en Narva.

No hay flores, carteles ni pantallas cerca del consulado. Se podría pensar que se trata de la oficina diplomática de algún país lejano, en vez de la vecina Rusia, que ha iniciado un genocidio en Ucrania  y recientemente simuló atacar con misiles a Estonia durante unos entrenamientos militares. El Ministerio de Defensa estonio declaró entonces que las acciones y los comunicados de Rusia demostraban que no creía que Estonia “mereciese la independencia”.

En el conjunto de la ciudad no hay prácticamente nada que recuerde a la invasión rusa de Ucrania. No hay campañas pro-ucranianas con fines sociales, ni banderas de Ucrania en ninguna parte, ni carteles que insten a la gente a donar dinero, ni tiendas que vistan sus escaparates de los colores amarillo y azul.

Tampoco hay pintadas anti-Putin en las paredes de los edificios.

En cambio, una de las principales calles de la ciudad lleva el nombre del poeta ruso Aleksandr Pushkin, quien en su época alabó la política colonial del Imperio Ruso. En un momento dado me parece ver la bandera de Ucrania desplegada en un edificio, pero al acercarme me doy cuenta de que es la bandera de Narva, que parece un estandarte ucraniano del revés.

A primera vista, parece que la ciudad está sumida en una realidad paralela, porque ahora todo en los países bálticos es diferente: las ciudades se distancian de la cultura rusa y apoyan a Ucrania en todo lo posible.

Pero en Narva es lo contrario. Y queda patente en cualquier contacto con el sector servicios local.

Los cajeros de las tiendas, los camareros de las cafeterías, los taxistas, los empleados de los hoteles… todos se dirigen a los clientes directamente en ruso.

—¿Pero qué vamos a hacer si no? Al fin y al cabo estamos en Narva –sonríe una taxista.

Algo inimaginable en Letonia, considerada tradicionalmente como el país europeo más afín a Rusia por su gran número de rusos, por poner un ejemplo. Allí el inicio de la comunicación es siempre en letón, aunque por el bien de los clientes rusoparlantes se puede cambiar a este idioma. Incluso en Tallin, la capital estonia, los cajeros y camareros de Liasnamäe, el barrio más ruso, siempre inician la conversación en estonio.

Según la ministra de Justicia, Lea Danilson-Järg, la disminución del uso del estonio en el espacio público no solo contraviene la Ley de Lenguas, sino también la Constitución, que estable que el Estado estonio debe garantizar que se preserva la lengua estonia. Por ello, el Ministerio de Justicia y la Junta de Lenguas están debatiendo el posible endurecimiento de los requisitos lingüísticos. El Consejo Lingüístico ya ha propuesto que los diputados deben saber estonio. Y según Helir-Valdor Seeder, líder del partido Patria, esto no es sólo un proble-ma de Narva, sino que incluso en la capital, Tallin, se ha encontrado con diputados que no dominan el estonio como deberían.

En Narva son innumerables las personas que apoyan a Putin, así como la política interior de Rusia en su totalidad, ya que siempre han visto preferentemente la televisión rusa, en la que hay mucha propaganda. También son muchos quienes no conocen lo suficientemente bien la lengua estonia, como para ver las noticias y leer la prensa en estonio. E incluso ahora, cuando son varios los canales de televisión rusos prohibidos en Estonia, los lugareños siguen viéndolos vía satélite, amén de continuar leyendo la propaganda rusa en internet.

La frontera

—Será mejor que no hables de la guerra ni de Ucrania con nadie –me aconsejó un voluntario local, que ayuda a los refugiados ucranianos–. No te imaginas cuánta gente en Narva apoya esta guerra. En primer lugar, aman a Putin, y en segundo lugar, la guerra le ha dado a muchos habitantes un nuevo medio de vida.

Para él, se ha vuelto especialmente popular en Narva ganar dinero con el contrabando ruso. Tras las sanciones impuestas por la UE, muchas mercancías pasan ilegalmente de Estonia a Rusia. A él le ofrecieron transportar piezas de automóvil, a unos 150 euros por viaje.

Aquí casi todo parece ser objeto de contrabando. Incluso por transportar paquetes del queso sancionado en una mochila corriente se pueden obtener cuatro euros (sin ser mucho dinero, no deja de ser una cantidad).

El contrabando también existía antes de la guerra y las sanciones, pero ahora, según este voluntario, la demanda ha aumentado considerablemente.

Es casi imposible olvidar que la ciudad está en la frontera: tan solo un río la separa de Rusia, y la tricolor ondea en el castillo de la orilla opuesta. El puente sobre el río es una especie de zona neutral entre ambos países. Antes de entrar, los guardias fronterizos estonios comprueban la documentación, y al salir, lo hacen los rusos. Peatones y camiones son los principales usuarios del puente.

La frontera nacional está tan integrada en el paisaje urbano que incluso la vía principal de la ciudad, la plaza Petróvskaya, es un enorme aparcamiento o antesala del paso fronterizo, que es también el propio puente. Aquí en invierno colocan un árbol de Navidad gigante, pero en verano no es más que una arteria donde los conductores esperan su turno para cruzar.

Estonia dejó de expedir visados de turista a los rusos en marzo de este año, y en agosto decidió no dejar entrar a más ciudadanos de este país, incluso a los que ya había concedido un visado. A pesar de ello, el tráfico en el puente de Narva es bastante intenso. En primer lugar, porque Estonia deja entrar a ciudadanos rusos con visados provenientes de otros países; en segundo lugar, ya que el 36% de los residentes de Narva tiene pasaporte ruso.

Las restricciones en Narva cambiaron en la actualidad. Ahora los ciudadanos rusos con visado Schengen simplemente no pueden entrar en Estonia, independientemente del lugar donde hayan sido expedidos.

La memoria es inmortal

De la misma forma que no se ven referencias a Ucrania en esta ciudad, tampoco se encuentran símbolos rusos. Ya en marzo, el gobierno una enmienda al Código Penitenciario, con el objetivo de ilegalizar el uso de toda simbología hostil. Y en vísperas del 9 de mayo, cuando la mayor parte del espacio postsoviético celebra el Día de la Victoria en la Segunda Guerra Mundial, las autoridades aclararon también que ese día está prohibido exhibir en el espacio público cintas de San Jorge, las letras Z y V de forma independiente, la simbología soviética y los uniformes de los ejércitos rojo y ruso. También se prohíbe el uso de símbolos de la actual Federación Rusa si esto puede interpretarse como una señal de apoyo a la agresión militar contra Ucrania.

Pero a solo un par de minutos en coche se encuentra un verdadero altar soviético: se trata del tributo público al lugar donde, el pasado 16 de agosto, las autoridades demolieron un tanque soviético T-34, que era el último memorial de este tipo en Estonia. Ahora hay un mar de flores, corazones iluminados, estrellas de cinco puntas, la silueta de un tanque flanqueada por velas y las palabras “La memoria es inmortal».

Sobre la pila de flores más alta descansa una fotografía impresa en A4 del antiguo monumento, y en muchos rincones de la composición se han desplegado coronas fúnebres, de las que se suelen llevar al cementerio. Al lado de las flores hay dibujos infantiles del antiguo tanque.

Mientras hay luz, cada cinco o diez minutos llega un coche nuevo y se baja alguien con flores o velas. Vigilan así este memorial público, enderezando los ramos caídos y colocando lo que ellos mismos han traído.

Un hombre de unos 80 años, según se acerca al retrato del tanque, se persigna tres veces antes de inclinarse, como si estuviera ante una tumba o un icono.

Luego se detiene otro coche y se apea un hombre de 70 años, de pelo canoso, llamado Nikolái. Ha vivido en Narva toda su vida y sufre mucho porque se haya retirado el tanque de esa manera.

Cuando se conocieron los planes de demolición, los vecinos organizaron una guardia permanente por turnos. Nikolái en concreto no acudió a hacer guardia, pero sí otros conocidos suyos.

—El objetivo era preservar el monumento. Ya no es un monumento al agresor. Yo mismo soy conductor de tanque, serví en una unidad de carros blindados. Mi padre también luchó, pero cuando acabó la guerra se dedicó a desactivar minas por toda Estonia. No dijo “dejemos que salten por los aires”, ni sucedió tal cosa. Nosotros le somos leales (a Estonia).

—¿Por qué cree que han retirado el tanque justo ahora? ¿Está relacionado con la actual guerra en Ucrania?

—En las noticias se habla todo el tiempo [de la guerra], pero ¿por qué los políticos de todo el mundo no empiezan sus intervenciones con los ocho años de bombardeos sobre Donetsk y Lugansk, matando a niños, mujeres y ancianos? ¿Por qué no hablan de ello? Putin ha incorporado la mentalidad estadounidense. ¡Intente tocar a un solo americano!

—Pero, ¿por qué justo ahora se llevan el tanque? No lo hicieron hace ocho años, ni tampoco hace tres, sino ahora.

—No es más que política. Desde hace tiempo van detrás de Narva. Tengo parientes en San Petersburgo y entre nosotros no hacemos distinciones. Aunque, globalmente hablando, nosotros (los estonios rusos) somos extranjeros en Rusia y nos consideran extraños también en Estonia.

Nikolái echa otro vistazo al memorial del pueblo y vuelve al coche, donde le espera su mujer. Cinco minutos después, llega un nuevo coche y se bajan tres hombres de mediana edad.

Alekséi, de 48 años, se acercó al tanque para hacer guardia, y sigue viniendo ahora.

—Había esperanza de que el movimiento popular ayudara a cambiar las cosas. Estoy a favor de medidas radicales. No basta con depositar flores, cantar canciones y tocar el claxon en señal de apoyo. Vivimos en un estado policial y esas no son las medidas para una respuesta adecuada. Tampoco estoy a favor de las matanzas ni de ningún tipo de acción militar, pero a nuestro gobierno no le interesa la opinión de la gente; es imposible llegar a un acuerdo con ellos.

—Entonces, ¿qué acciones habría que tomar, si rechaza tanto las flores como las agresiones manifiestas?

—Ahora no me apetece hablar de ello. Pero lo que han hecho ahora: nos han quitado nuestro pasado, nuestra esencia, directamente los pisotearon y llenaron de fango. Mi abuelo y mi bisabuelo lucharon en la guerra. No hay quién lo entienda. Se llevaron el tanque a un hangar privado, sin tener en cuenta la opinión popular.

—¿Y no tiene usted una teoría, de por qué han retirado el tanque justo ahora?

—Todo es lógico. Hay una guerra en Ucrania, como país apoyamos las acciones de Volodímir Zelenski, el presidente de Ucrania. Es una distracción de ese frente, que despierta pasiones aquí. ¿El objetivo? Distraer a Rusia. Era previsible, desde hace tiempo se veía venir.

Alekséi se niega a ser fotografiado: las cámaras de los servicios especiales le inmortalizaron cuando acudía a los mítines con un lazo de San Jorge, y aunque no hubo consecuencias, no quiere volver a “exponerse”, arriesgando su trabajo en una empresa de seguridad.

Cuando oscurece, decenas de coches llegan al popular monumento. Y aunque durante el día parecía ser todo un asunto de hombres de mediana edad y mayores, de noche las cosas cambian.

Vienen familias con niños pequeños. Tanto los adultos como los niños encienden velas, sustituyen las quemadas por otras nuevas, cambian el agua de las flores, limpian la cera derramada por el suelo. En un momento dado, forman un gran círculo alrededor del monumento conmemorativo espontáneo, alguien que ha traído unos altavoces los conecta y resuenan las canciones patrióticas militares rusas.

Una mujer de unos 50 años advierte a la multitud de antemano: “Hoy nos van a filmar. Si no queréis que os filmen, ¡marchaos o esconded la cara!”. La gente susurra durante medio minuto, pero nadie se va. Retumban las canciones, y todo el mundo se balancea maquinalmente.

Muchos sostienen velas, mecheros o simplemente alumbran con la luz de sus smartphones. Después de la segunda canción, una niña de unos cinco años empieza a llorar suavemente. Cuando la mayoría de la gente se va, una pareja de unos cincuenta años permanece de pie durante mucho tiempo, abrazada y mirando con tristeza las velas en forma de tanque.

Rusia reaccionó a la demolición del tanque conmemorativo de la manera habitual: amenazando con la guerra. En Moscú, apareció un cartel cerca de la embajada de Estonia con la inscripción “¿Retiraron el tanque T-34? Lo sustituiremos por otro más moderno”.

A grandes rasgos, las autoridades se han comprometido a demoler todos los monumentos soviéticos de Estonia. Pero el monumento soviético más famoso, el Soldado de Bronce, fue derribado en Tallin en 2007. Este hecho, a diferencia de la demolición del tanque en 2022, causó graves disturbios que provocaron la muerte de un ciudadano ruso Dmitry Ganin.

Una historia ucraniana

Como ciudad fronteriza con Rusia, Narva no podía sino convertirse en un punto de tránsito para los refugiados ucranianos que huían a través del territorio ruso. Se trata en su mayoría de personas procedentes de los territorios ocupados, que han sido llevadas a la fuerza a Rusia o han atravesado ellas mismas el territorio del agresor, porque es imposible cruzar la línea del frente hasta la zona libre de Ucrania.

La ruta a través de Narva no suele ser muy popular, ya que está demasiado al norte, y para la mayoría de los refugiados viajar por ese camino está lleno de inconvenientes. Pero en general, el flujo de refugiados sigue siendo grande en Estonia, sin ser equiparable al de Polonia. En total, según el recuento de finales de julio, han llegado a Estonia más de 48.000 refugiados de guerra procedentes de Ucrania. Aproximadamente, un 65% de ellos son refugiados de tránsito. Así, sólo uno de cada tres permanece en Estonia.

Según declaró Alexandra Averyanova, la coordinadora y portavoz de Amigos de Mariupol, una organización que ayuda a los refugiados en Estonia, en su momento álgido llegaban a Estonia hasta 500 ucranianos y ucranianas al día. Ahora en cambio la media es de 200 personas al día. En el centro de ayuda se pueden alojar hasta 30 personas a la vez. Los que llegan a la ciudad demasiado tarde suelen quedarse a pasar la noche, pues tienen que esperar hasta la mañana siguiente para continuar su viaje.

El centro está situado muy cerca de la estación de tren. Los propietarios se lo cedieron gratuitamente a los voluntarios. Antes era la sede de los cursos para desempleados; ahora es el lugar donde los refugiados duermen y descansan. Pueden pasar una o dos noches aquí, comer algo, reponerse, conseguir ropa y zapatos si es necesario, y luego siguen adelante. Los voluntarios también les ayudan a comprar los billetes de transporte y, si es necesario, les llevan al hospital.

—Estoy aquí prácticamente las veinticuatro horas del día –dice Víctor. Normalmente, vivo en la casa de enfrente, pero ahora paso todo el tiempo aquí. Como apoyo a Ucrania, me he quedado casi sin amigos. Es una ciudad en la que todo el mundo es pro-Putin. Pero todavía hay personas que ayudan, y organizaciones que nos traen agua o algo de comida.

En el discurso de Víctor se ve que está muy cansado y que no espera nada bueno:

—Se acerca el invierno, habrá un nuevo flujo de refugiados. Ahora, mientras haga calor, la gente puede vivir en las dachas de sus conocidos o en edificios abandonados. Y cuando llegue el frío, ¿qué pasará? Huirán. Pero aquí, cuanto más lejos, el apoyo disminuye. Todo el mundo está cansado, centrado en sus propios problemas. No sabemos qué ocurrirá con el precio de la calefacción este invierno, es una gran incógnita.

Un ucraniano de Kiev, que llegó a Narva en marzo y ahora es voluntario en el centro, dice que casi todo el flujo de refugiados en la ciudad es de tránsito:

—Los habitantes de Narva no pueden recibir ayudas públicas. Algunos se establecen en Tallin, por supuesto. Tan solo los que tienen familiares se quedan en Narva. Yo tengo una tía aquí, por eso he venido.

Ahora el centro está tranquilo: solo ha pasado la noche una familia. Según los voluntarios, el flujo aquí es muy desigual, y no entienden a qué se deben las oleadas.

—Es que a veces se llena de gente, pero otras está casi vacío: así de simple. No entiendo por qué. Mi gran esperanza es que Ucrania gane pronto y que nos volvamos todos a casa. Está todo muy difícil por aquí.

Pero el concejal del ayuntamiento Denis Larchenko no comparte este pesimismo. Según él, la actitud hacia los refugiados en Narva, al igual que en otras ciudades estonias, no es mala. “Hay varios centros de refugiados en Narva. La gente les presta ayuda y también les asisten varias organizaciones”, nos dijo.

Más contenidos sobre el proyecto en Cerca de la guerra.

Traducción del ruso al español: Amelia Serraller Calvo

Fotos: Edu León, Emilia Lloret, Denis Vejas y Nasta Zakharevich

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