Dice Teresa de Jesús en Exclamaciones del alma a su Dios (1588): “¡Oh, qué lástima! ¡Oh, qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle!”. Y ese lugar donde no se puede encontrar a Dios es el mundo. La realidad –incluida la razón- eleva una pantalla que ciega el camino hacia Dios. A cambio, Santa Teresa ofrece una vía de introspección, ardua, desde luego, que pasa por otro proceso de ceguera. Habría que cegarse al mundo, es decir, a ese lugar caracterizado por la ceguera, para poder recibir la iluminación interior. Es decir, para sintonizar con Dios. Una vez ocurrido, la palabra se convertirá en la luz susceptible de guiar a las almas a la morada interior propia o receptáculo de Dios. San Juan de la Cruz efectúa un movimiento parecido: en la Noche oscura –Noche oscura del alma (1577)- encuentra una luz –fabricada por él mismo, quién sabe a costa de qué trabajos- que le guía a su propio interior para encontrar allí a Dios, según resume la ‘Canción del alma’: “En una noche oscura/ con ansias, en amores inflamada (…) sin otra luz y guía/ sino la que en el corazón ardía./ Aquésta me guiaba (…) adonde me esperaba/ quien yo bien me sabía”. En este movimiento, la razón también forma parte de la Noche oscura, por lo que habría que cegarse también a ella para abrir otra clase de ojo. El conocimiento místico adopta vías distintas a las de la razón y consigue, cuando se encuentra con la luz, un estado de éxtasis en el que participan también los sentidos. El ser iluminado alcanza un estado de ceguera que le sitúa fuera del mundo y que se alimenta de unas tinieblas hechas de una luz deslumbrante que inflama los sentidos. Hay, pues, una literatura mística, de la que las obras de santa Teresa y san Juan de la Cruz constituyen una ligera muestra –aunque muy bella-, en la que la ceguera se convierte en una herramienta metafórica de primer orden. No es la única literatura, por más que sea el único género que la tiene como eje constitutivo. En efecto, la literatura ha escogido la ceguera como metáfora preferente para hablar de muchas cosas. Fundamentalmente de política, que es todo lo contrario al propósito de los místicos puesto que tiene que vérselas con aquello que constituye el mayor obstáculo para ellos: el mundo. Por más que en ambos casos se trate de lo mismo: abrir los ojos de quien no ve.
Ciegos bajo informe
Se sabe de sobra que el ‘Informe sobre ciegos’ no es sino el tercer capítulo de la novela Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sabato. También se sabe –o se dice- que se trata de una gran metáfora. ¿Pero de qué? El pequeño poema que a título de exergo encabeza el texto ofrece alguna pista por cuanto funciona como obertura o mise en abîme que refleja y concentra los temas que aparecen en lo que todavía no se puede saber por qué el capítulo se llama ‘Informe sobre ciegos’:
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen, de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas,
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
Pues sí, de todo eso va a haber en el Informe, cavernas, tinieblas y sueño con su fauna especializada, pero también incesto, crimen y suicidio, sólo que lo primero conducirá a lo segundo –y lo segundo a lo tercero, pero en otro registro, con otra persona-, una vez que se acepte la luz que da el descender a las tinieblas subterráneas. Así pues, el poema del dintel se presenta como un catálogo del subsuelo mineral y humano al que el desarrollo del texto procurará orden, configuración y carnalidad. Al mismo tiempo, se trata de una invocación como la de quien quisiera acceder a los misterios que espera le sean revelados al cabo de un rito iniciático que comienza con la propia plegaria.
Pero el poema destaca sobre todo por lo que tiene de enigma, de un enigma como el que la Esfinge le planteó a Edipo y que éste resolvió sólo para dilatar el momento de su muerte introduciendo en lo que le resta de vida el dolor, y eso desde el mismo instante en que el ciego Tiresias le revele el enigma de su propia existencia, un enigma, dicho sea de paso, bastante menos trivial que el que le planteó la Esfinge: ha matado a su padre y ha cometido incesto con su madre; y de la misma manera que la Esfinge le concedió un plazo de vida, Edipo se concede tras la revelación de Tiresias un plazo a fin de expiar su pecado vagando ciego por el mundo.
Por lo tanto, no es casual que, bien adentrado el texto y al borde de la peripecia central, se recuerden retrospectivamente las palabras del aedo Tiresias: “Y así, mientras los otros muchachos pasaban de largo, aburridos, obligados por los profesores, por las páginas de Homero, yo, que había pinchado ojos de pájaros, sentí mi primer estremecimiento cuando aquel hombre describe, con aterradora fuerza y precisión casi mecánica, con perversidad de conocedor y vengativo sadismo, el momento en que Ulises y sus compañeros hienden y hacen hervir el gran ojo del Cíclope con un palo ardiente. ¿No era Homero ciego? Y otro día, abriendo al azar el gran volumen de mitología de mi madre leí: ‘Y yo, Tiresias, como castigo por haber visto y deseado a Atenas mientras se bañaba, fui enceguecido; pero apiadada la Diosa me concedió el don de comprender el lenguaje de los pájaros proféticos; y por eso te digo que tú, Edipo, aunque no lo sabes, eres el hombre que mató a su padre y desposó a la madre, y por eso has de ser castigado’. Y como nunca creí en la casualidad, ni aun de niño, aquel juego, aquello que creí hacer por juego, me pareció un presagio”.
Sábato organiza de manera extraordinaria el tejido intertextual para que el niño cegador de pájaros se tope con el cegador de Cíclopes, así como con el ciego que lee el destino en los pájaros y todo ello para que el niño lea allí su propio destino, un destino que está a punto de cumplirse, pues el Vidal adulto rememora ese pasaje de su infancia una vez se halla inmerso en el corazón de la búsqueda (de las tinieblas) y ya no lejos de ponerle fin. Pero el mensaje capital que encierra la rememoración, a saber, el del incesto –y su correspondiente castigo- queda inmediatamente sepultado por dos accidentes textuales muy importantes: el primero tiene que ver con el suspense que contienen las propias incidencias de la pesquisa y que impulsan al lector a considerar el episodio de Edipo como una digresión a superar. El segundo, con el párrafo que se inserta a continuación del que cierra el comentario sobre Homero & Tiresias & Edipo y que con su carácter sombrío y estremecedor logra atraer reforzadamente la atención hacia la investigación: “Como yo tampoco ya pude apartar de mi espíritu la convicción, cada vez más fuerte y fundada de que los ciegos manejaban el mundo: mediante las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes y, en general, todos los monstruos de las tinieblas y de las cavernas”. En suma, el proceso de ocultar/desvelar con el que se está enfrentando el personaje Vidal –que levanta instantánea acta del mismo cuando concluye el párrafo citado con la frase: “Así fui advirtiendo detrás de las apariencias el mundo abominable”- es paralelo al que se está produciendo ante los ojos del lector ya que el propio texto desvela y oculta al mismo tiempo el tema del incesto-Edipo. La geometría de Sabato muestra su endiablada potencia.
La línea argumental del Informe desarrollará las pesquisas iniciadas por Fernando Vidal Olmos para acumular pruebas a fin de poder desenmascarar a los ciegos que, constituidos en secta, conspiran para hacerse dueños del mundo. Un primer fracaso y el temor a que la secta acabe con sus días le obligan a poner tierra de por medio viajando por países de un lado y otro del Atlántico, sin que por ello cese la indagación. Al hacerse viaje, la odisea de Vidal, no ya mediterránea sino atlántica, calca las zozobras de Ulises, cuya peripecia con Polifemo está puesta en el Informe como para avisar que lo mismo que el marino recaló en el Hades, allí recalará el investigador una vez cogido en el cepo de la secta, como lo está cuando desde la entraña subterránea evoca el episodio homérico del cíclope.
La primera acepción del Informe como metáfora podría situarse, pues, en el hecho de que la secta de los ciegos representaría y resumiría el comportamiento colectivo de corte totalitario en el que no falta la habitual parafernalia de las organizaciones secretas. Sólo a medida que la novela avance consolidando la suspensión de la verosimilitud se producirá la disolución de la metáfora: la secta de los ciegos parece abandonar el nivel simbólico para lograr sustantivarse y adquirir corporeidad. Pero se trata de un auténtico cierre en falso, porque esa metáfora de primer grado sólo desaparece para ser sustituida por una metáfora de segundo grado, gracias a una magistral vuelta de tuerca de Ernesto Sabato, en la que la ceguera será tratada como conocimiento interior: para ver, hay que cegarse.
El carácter metafórico autorizaría, en cierto modo, que los ciegos, en tanto que trasuntos del diablo totalitario, sean presentados con los rasgos más repulsivos, unos rasgos que, en otra de las muchas ráfagas de intertextualidad que pueblan el libro, les emparentarían con los feroces ciegos de la Picaresca, salvando la sensiblería decimonónica todavía al uso. Pero ni siquiera la metáfora –tampoco el hecho de que el protagonista se presente a sí mismo como un sinvergüenza, ergo poco dado a la compasión- logra anular el efecto chocante que produce el tono con que se refiere constantemente a los ciegos. Así, al mencionar los cambios que experimenta Iglesias, un anarquista –magnífico oxímoron entre la identidad del individuo y su nombre- que acaba de quedarse ciego: “Empezó a cambiar la mentalidad de Iglesias; aunque más que mentalidad (y menos) habría que decir su ‘raza’ o ‘condición zoológica’. Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzarse a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto”.
Las investigaciones de Vidal comienzan un día que paseando oye una campanilla: “Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario”. Vidal siente una sacudida como si en la oscuridad hubiera tocado con las manos “la piel helada de un reptil”. Quien blande la campanilla es, naturalmente, una ciega: “Delante de mí, enigmática y dura, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiera movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado”.
La nueva existencia se inaugura, pues, un buen día de verano de 1947 debido al campanillazo de la ciega. A partir de entonces Vidal dedicará todas sus energías a espiar a los ciegos. Tras una serie de reveses, viajes y dudas, la investigación entrará en su fase definitiva en el mismo momento en que el tipógrafo Celestino (el mediador, La Celestina) Iglesias pierda accidentalmente la vista. Dadas las relaciones de amistad que les unen, Vidal podrá, so pretexto de hacerle compañía, vigilarle de cerca y utilizarle como cebo, pues está seguro de que tarde o temprano los ciegos saldrán de sus escondrijos para ponerse en contacto con el neófito invidente y ya adepto (no se decide pertenecer a la secta, se es de ella en cuanto se pierde la vista). Sus esperanzas se cumplen. Vidal les sigue hasta al acceso a la guarida. En cuanto cruce el umbral, el Informe entrará en su verdadera dimensión.
Hasta llegar ahí, el relato salta una y otra vez en el tiempo –Sábato enrevesa sutilmente el recorrido narrativo reproduciendo con ello el tortuoso itinerario de la pesquisa- ya sea para informar sobre la prehistoria infantil, cuando Vidal sueña pesadillas sobre la inestabilidad de lo real o se siente fascinado por la ceguera –cegando pájaros o leyendo a Homero-, ya para mostrar su vida de canalla: fue bandido, pocas veces tuvo escrúpulos, corrompe por deporte a una ingenua Norma Pugliese (como sucede en Justine, de Sade, o en Las relaciones peligrosas, de Laclos): “Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia ¿y quién que ahonde en los pliegues de su propia conciencia puede respetarse?”. Sólo que de la misma manera que lo real le oscila, como le oscila el yo –“No sé lo que pasará a los otros. Sólo puedo decir que en mí esa identidad de pronto se pierde y que esa deformación del yo de pronto alcanza proporciones inmensas”, y aún: “Pero es que a periodos de radiante lucidez se suceden en mí periodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona”-, sabe que es canalla pero desconoce hasta qué punto. La expedición al mundo de los ciegos se lo revelará cruelmente.
El ‘Informe sobre ciegos’ comenzaba con una advertencia pavorosa. Vidal sabe que va a morir inminentemente y así lo expone: “¿Cuándo empezó esto que va a terminar con mi asesinato?”. El Informe que dice redactar está escrito, evidentemente, con posterioridad a los hechos narrados, como lo prueba la utilización del pretérito indefinido. Es decir, que lo ha confeccionado tras regresar del mundo de las tinieblas en el que se adentrará siguiendo a Iglesias, su mentor ciego. Con ello, el acento narrativo y la alerta del lector se sitúan en lo que vendrá después del Informe, habida cuenta de que, pase lo que pase durante la pesquisa, lo sucedido está cerrado y sólo interesa en la medida en que explique las razones de por qué el protagonista se considera en peligro de muerte.
A partir de esa evidencia, el lector se tragará burdamente el anzuelo tendido sutilmente por Sabato: como Vidal en el transcurso de las averiguaciones contenidas en el Informe ha adquirido alguna clase de conocimiento que le permite saber que va a morir asesinado, lo más probable es que los ciegos estén intentando cazarle por haber violado con su curiosidad el terrible secreto de la secta. Pero esta visión de los acontecimientos basculará en cuanto Vidal entre en contacto con la Ciega tras haberse metido en una casa vacía, haber descendido en la oscuridad como en un pozo y haber atravesado unos túneles laberínticos y repugnantes, tras, en resumidas cuentas, haber ingresado en el sancta santorum de los ciegos.
En ella está la clave, en la Ciega, por eso no es inocente que Vidal despertara a su nueva vida con la campanilla de una ciega, como había anticipado veladamente el narrador. Una nueva vida que lleva implícito el conocimiento de que ha de morir a manos asesinas. Pero, ¿por qué? Porque cuando Vidal se una carnalmente con la Ciega en el antro subterráneo y recóndito sabrá instantáneamente que se ha unido carnalmente con su hija. Todos los ciegos, toda la secta, es Tiresias anunciando a Edipo que cometió incesto y que debe pagar por ello.
El Informe no sería, pues, sino el relato de cómo se le revela a la conciencia de Vidal el horror del incesto cometido con su hija Alejandra. Un relato que, para hacer ¿digerible? su espantoso mensaje, ha de adoptar la vía de la metáfora. Pero no sólo eso. Aún necesitará de una estructura en cajas que el protagonista ha de ir abriendo y que se apresura a cerrar apenas las abre, ya que cada tapa abierta le acerca más al horror. Por ello la primera vez que ve a la Ciega se desmaya antes de huir. O eso cree, porque se despierta en el cuarto de la Ciega para unirse carnalmente con ella. Si bien eso tendrá lugar en un supuesto universo onírico, subterráneo, presidido por una especie de sol-foco que arrastra a Vidal a la unión sexual, pero que no es más que la proyección-sublimación del fuego que arde en la chimenea de la banal habitación donde está ocurriendo la coyunda. Tras muchas metamorfosis –Vidal será pez, unicornio, memoria aguda, imágenes lúbricas, mientras que la ciega será un volcán de carne que le devora-, el protagonista despertará en su cuarto de todos los días de la Villa Devoto cerrando definitivamente las cajas bajo la losa de que nunca ha sucedido nada y de que toda la pesquisa con los ciegos no ha sido más que una alucinación. Pero, sea cual sea el viaje que ha realizado, sea cual sea el grosor de la losa, ya no hay escapatoria, sabe lo que hizo y sabe cuáles son las consecuencias de su abominable acto: “Aquí termina, pues, mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo. Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome”. Ella, su hija. Y para matarle.
La metáfora inicial y más deslumbrante –hay una conspiración de los ciegos- contiene en realidad otra caja en la que se encierra una nueva metáfora –la del conocimiento interior: hay que cegarse para ver- que, a su vez contiene un secreto que no es sino el incesto perpetrado contra una hija disfrazada –metafóricamente- de Ciega, es decir, de ser desvalido. La novela obedece, pues, a una diabólica estructura metafórica de cajas chinas. Pero hay más. Todo ese movimiento de apertura de cajas va acompañado por un gran ajetreo metafórico. De hecho, hay dos grandes metáforas que tienen que ver con algo que Vidal ya anunció que le ocurría: la inestabilidad de lo real y la inestabilidad del yo (de la colección de yoes encerrados bajo el yo), y ambas constituyen la trama y la urdimbre del tejido en que Vidal se va a mover, tanto por lo que suponen de tránsito, de proceso, hasta conseguir la estabilización y la unicidad del yo, como porque articulan el propio telón de fondo o el decorado –cambiante y exuberante merced a la infinitud de metamorfosis que experimenta-, el espacio para la acción donde el sujeto procede a la tremenda búsqueda. Pero como se trata de un viaje al interior del yo, según establece la metáfora central, el propio sujeto en continua transformación adquiere la textura y la calidad de un paisaje: el sujeto (los sujetos en perpetua mutación) es también objeto y lugar de la acción. Ambas metáforas están ahí para poner en cuarentena la propia crónica de los hechos, por cuanto estarían contados por alguien con graves dificultades perceptivas tanto para captarse a sí mismo como para captar el mundo que le rodea. Ambas servirían, pues, para invalidar, en suma, el Informe. Y a ese título entrarían a formar parte del juego de desvelar/ocultar materializando tanto las resistencias de Vidal a conocerse a fondo como las zancadillas que tiende Sabato al lector para mantenerle en la duda sobre la veracidad de lo contado por un sujeto bastante extraño llamado Fernando Vidal Olmos.
La metáfora de la ceguera como vía de acceso al verdadero conocimiento sería posiblemente la más importante. Conocer equivaldría a suspender la racionalidad para bucear en lo telúrico y lo onírico, de ahí que la luz surja cuando más se excave en la oscuridad, cuanto más se profundice en el subsuelo del yo. Vidal conocerá el gran secreto al hundirse en las tinieblas de una habitación oscura del subsuelo y al entrar en la Ciega. Vidal habrá tenido que atravesar, por lo tanto, un doblete de tinieblas a fin de que se produzca el chispazo revelador. El acceso de Vidal al conocimiento no sería, por otra parte, más que un caso particular de una forma de conocer muy querida para Sabato. Lo ha dicho en varias ocasiones, por ejemplo, en los Diálogos que mantuvo con Borges y que orquestó Barone: “Tal vez los propósitos sirvan como trampolín para lanzarse a aguas más profundas. Allí empiezan a trabajar otras fuerzas inconscientes, poderosas y más sabias que las conscientes. Las que en definitiva revelan las grandes verdades”. Pero como para que haya algo donde adentrarse se necesita algo desde donde entrar (el pozo es pozo porque hay al mismo tiempo algo llamado superficie), aparecen por doquier a modo de señales las series luz/oscuridad, sueño/vigilia, cordura/locura, etcétera. Y para mejor remachar el mensaje, también aparecen esas alusiones a una tradición en ese tipo de conocimiento que se sitúa más allá de la racionalidad. Edipo y Tiresias no serían sino excelsas sinécdoques de la forma de conocer inspirada propia de los aedos que, casualmente, eran ciegos. Cuando Vidal descubra su verdad, cegándose al mundo exterior y abriéndose al interior, no estará sino repitiendo un proceso cognitivo atávico. En suma, la metáfora central del Informe, a saber, la que le pone en contacto con sus fantasmas y con la culpa, no sería sino un caso particular de la puesta en acción de un método de conocimiento más general. Y secreto.
El destino de Vidal es próximo al de Edipo, por cuanto el rey tebano se dará una muerte figurada cegándose y exiliándose cuando sepa de quién es hijo, es decir, con quién ha cometido incesto y a quién asesinó, y Vidal acudirá a suicidarse encontrándose con la hija mancillada que le asesinará. Mientras que Diderot, además de buscarse la ruina como ateo buscaba en la ceguera pruebas de racionalidad, un hombre tan racional como él y como Saunderson, y matemático y físico por añadidura, Ernesto Sabato cifra el conocimiento auténtico en la irracionalidad y se sirve para ello de la ceguera: conocer es cegarse a la racionalidad. Lo que le lleva, entre otras cosas, a dejar su carrera de científico por la de escritor. Pues bien, mientras Diderot se basa en la experiencia de Saunderson o, por mejor decir, en las condiciones cognitivas de Saunderson, para bosquejar una racionalidad de corte posmoderno, Sabato –colega, a la postre, de Saunderson-, apela a las zonas oscuras del ser para poner en pie una forma de conocimiento premoderna que entronca claramente con el Surrealismo, y no por la estética de la que echa mano, que también, sino por sus postulados. Lo dijo Breton en el Manifiesto del surrealismo: “Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar las de la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, tendríamos que tener el mayor interés en captarlas, en captarlas como primera medida, para someterlas acto seguido, si procede, al control de la razón”. En un orden de cosas menos cognitivo que espiritual, también Milton pedía a la Luz que llevase sus ojos de ciego a la contemplación de Dios.
(Este extracto pertenece al libro La mirada fósil, de Javier Mina, que publica la editorial Tabula Rasa de San Sebastián).
Javier Mina es escritor. En FronteraD ha publicado Un festín de festines