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La educación, el camino de dos jóvenes refugiados para transitar del miedo a la esperanza

Como todo lo malo, la situación en la ciudad de San Salvador, en El Salvador, fue empeorando poco a poco. En 2019, la violencia ocasionada por las pandillas llegó a tal nivel, que poner un negocio, salir a la calle o utilizar el transporte público se convirtió en un riesgo.

Así es como lo cuenta Nathaly Raquel Machado Velasco, de 25 años, cuya vida, al igual que el agua se calienta hasta hervir, fue cambiando gradualmente a causa de la violencia. Primero, dejó la escuela; luego renunció a su trabajo y finalmente decidió dejar de salir a la calle: su rutina se volvió un constante temor a ser secuestrada por las pandillas.

Ese día de mayo, ella y su esposo Enrique López, de 29 años, tomaron una decisión: había que dejar el país y había que hacerlo ya.

“Mi esposo tuvo problemas con estos grupos (las pandillas) y mi familia también, por eso llegamos a la conclusión de que, si nos quedábamos ahí, en mi país, nunca íbamos a lograr nada: ni él iba a poder poner un negocio o algo porque lo iban a molestar, ni yo no podía salir a estudiar o andar libre en la calle, porque o te roban o te secuestran… no se podía”, cuenta en entrevista con ONU Noticias en Español.

“Allá no se puede andar sola en el bus porque ellos se acercan y te dicen cosas. Lo que queríamos evitar es que me preguntaran algo y yo negarme porque si tú te negabas, te podía pasar algo, te podían agarrar a la fuerza”, recuerda.

Así que Nathaly y Enrique empacaron unas pocas pertenencias, abordaron un autobús que los llevó hasta Guatemala y luego cruzaron a pie la frontera sur de México, por Palenque, donde ya los esperaban familiares. Finalmente se sentían a salvo, pero el largo camino para integrarse a un nuevo país y a otra cultura, apenas había comenzado.

Su deseo: convertirse en ingeniero

Originario de la isla Margarita, al oriente de Venezuela, Andrés Rafael Escala Acosta, de 21 años, extraña la espaciosidad de la también llamada “perla del Caribe”, la calidez de sus paisanos, y el color azul turquesa del mar que pintaba sus días y lo seguía a cualquier lado que volteara. A pesar de ello, su mayor deseo es estudiar para convertirse en ingeniero, lo que lo obligó a emigrar de su país.

“Llegué a México la última semana de 2018 como refugiado humanitario, huyendo de mi país. Salí por la situación en general: la delincuencia estaba a niveles en donde uno ni siquiera podía salir de su casa. Llegué a leer noticias de gente que salía tipo a las ocho de la noche y para robarles, les disparaban. Era muy peligrosa la situación, aparte están los problemas de los servicios básicos: de repente pasábamos una semana sin luz, casi dos meses sin agua, un mes entero sin internet… Conseguir gas era muy complicado y toda la situación en general del país… Era muy difícil seguir viviendo allá”, cuenta.

«Mi mamá me dijo: es momento de que nos mudemos por tu bien, porque no vas a poder terminar la carrera en Venezuela, lo más probable es que te quedes 8 o 9 años intentando terminar y no lo hagas. Lo mismo me dijo mi familia”

Hoy, Andrés ha cambiado el mar y la playa por otro ecosistema: una jungla de asfalto y edificios llamada Ciudad de México, la capital del país, que le ha permitido seguir estudiando. Emigró con su mamá, una tía y un primo como la opción más viable para concluir sus estudios; se quedó en Venezuela su papá.

Aunque aprecia la comida, los grandes monumentos y la arquitectura, Andrés Rafael califica su experiencia mexicana como “abrumadora”, especialmente por la diferencia en el tamaño entre su isla natal y la tierra que lo ha acogido.

Solo por poner un ejemplo, mientras en Margarita la población es de 600.000 habitantes, en la Ciudad de México viven 9,2 millones de personas pero, con la población flotante que llega a trabajar y luego se va, esta cifra supera los 20 millones. Es decir, la Ciudad de México es 15 veces más grande que Margarita.

«El tamaño de la Ciudad de México es abrumador. Yo estaba acostumbrado a vivir en una isla donde todo quedaba a media hora, a pasar a vivir en una ciudad donde el tiempo promedio (de traslado) es de una hora y media a cualquier lado, demasiada gente. Me ha sido muy difícil adaptarme«, confía el joven quien anhela concluir la educación universitaria y graduarse como ingeniero.

Una mano para los refugiados

Hoy, gracias la Iniciativa Académica Alemana Albert Einstein (DAFI) de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), ambos jóvenes se quedaron en México y lograron volver a la escuela: Andrés Rafael estudia Ingeniería en Telemática en uno de los mejores centros de estudios del país: el Instituto Politécnico Nacional; mientras que Nathaly Raquel estudia la Licenciatura en Trabajo Social en la Universidad Salazar campus Palenque.

Los dos se acercaron a la Iniciativa por familiares que ya vivían en México y les hablaron de ella. El programa ofrece a la población estudiantil refugiada y cualificada la posibilidad de obtener un grado académico en su país de origen o de acogida. Además del apoyo económico, ACNUR les brindó acompañamiento psicológico para enfrentar el cambio de vida.

En todo el mundo la Iniciativa ha apoyado la inscripción y la conclusión de estudios terciarios de más de 18.500 jóvenes refugiados desde 1992; está diseñada para cubrir diversos gastos como colegiatura, cuotas, material de estudio, alimentos, transporte y alojamiento, entre otros.

Además, quienes obtienen becas del programa reciben acompañamiento cercano, cursos de preparación y de idioma, y oportunidades de vinculación y mentoría.

En América Latina, el programa opera en México y Ecuador; en el primero de los países, arrancó en 2019 y actualmente apoya a 52 becarios. A nivel mundial, este 2022 la iniciativa celebra su 30 aniversario.

Mariana Echandi Ruiz, oficial de Soluciones Duraderas de ACNUR explicó que el objetivo del programa en México es trabajar con las instituciones de educación superior para que puedan ampliarse las oportunidades para que las y los jóvenes refugiados puedan integrarse en el país a través de sus estudios, volverse profesionistas, y retribuir a la sociedad que les ha recibido, a través de la propia educación.

No se abandona solo el hogar, también el proyecto de vida

“Cuando una persona deja su país, no sólo deja su hogar, a sus familias sino incluso este proyecto de vida que tenían. La educación, la escuela, son espacios de protección para la niñez, para la adolescencia, para la juventud”, explica.

“La oportunidad que se brinda a los jóvenes a través de un programa como el de DAFI permite reducir los obstáculos, las dificultades que un joven en el país de asilo tendría para integrarse a la educación superior (…) El programa DAFI lo que hace es tender una mano a las personas refugiadas, a los jóvenes refugiados para que no abandonen su sueño de continuar su educación”.

De acuerdo con datos de la propia ACNUR, actualizados a mayo de 2022, cada vez más personas encuentran protección internacional en México. En 2021, más de 131,000 personas solicitaron asilo en el país, una cantidad récord, 220 por ciento más que en 2020.

Volver a empezar

A pesar de extrañar sus lugares de origen y a sus familiares, de las dificultades para adaptarse al nuevo entorno, hacer amigos, comenzar la carrera y el largo proceso para obtener la residencia legal en México, Andrés y Nathaly han logrado retomar sus vidas.

Para Andrés, fue difícil la decisión de dejar Venezuela y emigrar a México, aunque al final tenía poco que perder, confiesa. Al llegar aquí, recibió la hospitalidad de una familia mexicana que lo acogió y lo ayudó en los primeros meses de su estancia en el país.

Nathaly Raquel pasó un largo periodo de incertidumbre puesto que no sabía si iba a lograr obtener la residencia legal en el país. Si a eso se le suma extrañar su hogar y a su familia, el primer año resultó el más difícil de todo su proceso.

“El primer año fue muy difícil porque a pesar de que cada país tiene sus cosas, no es perfecto, siempre hay algo, pero tú quieres estar ahí porque has crecido ahí y tu familia, tus amigos, todo está ahí. Te mueves en tu país porque lo conoces y todo. El venir acá y no tener papeles… Estuvimos 9 meses en la incertidumbre”, cuenta.

Tres años después de su llegada a México, ambos están instalados con sus familias, tienen nuevos amigos y, sobre todo, la esperanza de un mejor futuro.

«Estaba pasando por un mal momento cuando inició la pandemia porque no podía trabajar, no tenía dinero, no sabía cómo iba a costear el próximo semestre… Cuando ingresé al programa DAFI, con este apoyo sentí como un respiro y gracias a él, he podido seguirme manteniendo, no he tenido que verme en la situación de abandonar mi carrera», dice Andrés Rafael. “Yo no iba a tener este crecimiento personal si me hubiese quedado en Venezuela”.

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