“No podía comer ni dormir”, escribe el biógrafo Daniel Mark Epstein. Abraham Lincoln “aparecía con la mirada perdida, sin afeitar, demacrado. Era objeto de compasión para sus amigos y de irrisión para los demás”. En enero de 1841, su amigo Joshua Speed tuvo que quitar las navajas de afeitar, cuchillos “y otras cosas peligrosas del mismo estilo” del cuarto de un Lincoln ya no tan muchacho y que apenas podía conciliar el sueño por padecer “terrores nocturnos”. “Se despertaba a la mitad de la noche, temblando, diciendo cosas sin sentido”, corroboran testimonios de la época.
Es obvio que alguien de apariencia tan desequilibrada no debería resultar, en principio, idóneo para el gobierno firme, prudente y previsible de lo que antiguamente se llamaba la nave del Estado. Del caso aludido, el propio Lincoln llegaría a decir, años más tarde, avergonzado, que había llegado a perder “lo mejor” de su carácter. Pero, al margen del juicio que a cada uno merezca el Lincoln estadista, de lo que no cabe duda es de que –como apunta David Brooks– para luchar contra sus propios males, acometió con éxito “un programa febril de mejora del carácter” que incluía tareas como estudiar gramática y geometría euclidiana.
La anécdota de Lincoln tiene, para Brooks, algo de invitación a repensar el liderazgo: conforme al comentarista del New York Times, los líderes actuales no han dedicado el tiempo suficiente, en primer lugar, a identificar sus mayores defectos y, en segundo lugar, a luchar contra ellos. Cita, a modo de ejemplo, el narcisismo de un Bill Clinton o la inseguridad intelectual de un Bush Jr. Sin embargo, “de algún modo, un líder que haya sido consciente de sus propios fallos no estaría tan encantado de conocerse a sí mismo. No compartiría el fervor de sus admiradores más ardientes, y comprendería algunas razones de sus enemigos. Sabría de su verdadera importancia ante la marcha de los acontecimientos. El poder no le haría más corrupto, sino más grave y más sabio”.
Si las frases recién transcritas parecen de gran angelismo, la experiencia histórica las avala en parte. En Canción triste de Downing Street, Jonathan Davidson, de la universidad de Duke, narra cómo tres cuartas partes de los primeros ministros británicos han tenido “trastornos mentales significativos” en el ejercicio de sus funciones. Estos trastornos incluyen depresión grave, ansiedad social (con una tasa que dobla la media de la población), alcoholismo, rarezas sexuales y adicción a medicamentos. Cuando un personaje de Chacal se entrevista con un primer ministro británico –trasunto del Harold MacMillan tocado por el caso Profumo-, lo ve como un hombre abatido. Sin embargo, tanta tara mental en Downing Street no impidió la expansión y consolidación de un imperio que asombró al mundo y que fue manejado desde el número diez de esa misma calleja del Mayfair. Valga una reflexión similar para el 49% de afectados entre los presidentes norteamericanos que citó Davidson en otra publicación. La prevalencia inferior entre los habitantes de la Casa Blanca se debe, tal vez, a que no consultan tantas fuentes de información y su estimación puede haber sido más baja, afirma el autor.
Hoy, por contraste, parecemos vivir en un tiempo de políticos reconocidamente cuerdos. El presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, era registrador de la propiedad antes de los 25 años, y su afición a los puros o al ciclismo no puede considerarse una destemplanza. Las gentes que lo han tratado definen a su predecesor en el cargo, José Luis Zapatero, como un hombre “educado” –el mismo Rajoy así lo ha dicho-, y bastaba verlo en persona para apreciar en él una inmutable tranquilidad de fondo, una confianza en sí mismo de corte berroqueño.
Lo más estrambótico que ha hecho Angela Merkel en su vida fue tomar una cerveza en casa de un desconocido, pero aquello fue el día de la caída del muro de Berlín. Otro, Barack Obama, no parece haber vivido tiempos de prolongada lucha interior, no parece haber sucumbido ante graves fracasos personales, más bien todo lo contrario. Y basta pensar en Nicolas Sarkozy o en Silvio Berlusconi para concluir que no se trata de espíritus marcados por las borrascas de las dudas.
Hay quien, a partir de estos datos, va más allá, y lanza la hipótesis de que, si la cordura absoluta y total es positiva en tiempos de bonanza, ciertos desajustes de temperamento vienen, paradójicamente, a reforzar los mejores liderazgos en tiempos de crisis. En Locura de primer orden, libro muy comentado en el ámbito anglosajón, Nassir Ghaemi –psiquiatra en Harvard y profesor en la misma institución, además de licenciado en historia y filosofía- retoma la vieja tradición aristotélica que pone en relación el genio y, digamos, la manía, cierto grado de conflicto interior. Así, por ejemplo, si la depresión –en palabras de Christopher Caldwell, analista del Financial Times– “puede llevar al suicidio, a la desesperación y a arruinar la propia vida, también puede venir con fuerzas particulares, incluyendo la creatividad, el realismo, la empatía y la resistencia”. Cuajado de ejemplos, el libro de Ghaemi, aunque diste de ser asumible en muchas de sus tesis, sí resulta sugestivo.
Ghaemi, voluntariamente, se aparta de la cháchara psicoanalítica y de los intentos de hacer psicohistoria, aprovechando, por cierto, para propinar una buena lanzada al risible intento de Freud con Woodrow Wilson: “todas esas interpretaciones psicológicas terminan en una especulación vana a propósito de los traumas infantiles de las figuras en cuestión”. Así, Ghaemi estudia los síntomas, la genética –es decir, los antecedentes familiares-, el curso de la dolencia y su tratamiento.
Un caso muy interesante es el de Winston Churchill, un hombre ciertamente franco a propósito de sus melancolías: siguiendo al gran doctor Samuel Johnson, las llamaba “el perro negro” que le acompañaba siempre. A su célebre médico, el doctor Lord Moran, le confesó su primer episodio depresivo, hacia 1910, cuando era ministro del Interior y, mundanalmente, gozaba de un éxito que tardaría décadas en volver a repetirse. “Durante dos o tres años, la luz se fue. Hacía mi trabajo. Iba a los Comunes, pero la depresión más negra estaba dentro de mí”. Y también confesó sus tentaciones de quitarse la vida: “No me gusta mirar al agua desde un barco. Una acción de un solo instante terminaría con todo. Unas simples gotas de desesperación”. Junto al balcón de su nuevo piso, le dijo a Moran: “No me gusta dormir junto a un precipicio así de alto. No tengo ningún deseo de dejar este mundo, pero me entran pensamientos, pensamientos de desesperación”.
Churchill, sin embargo, fue el primer británico en darse cuenta del peligro que suponía Hitler, cuando hasta el duque de Windsor –el fugaz Eduardo VIII- admiraba abiertamente al dictador alemán, la clase alta inglesa hacía lo mismo y Neville Chamberlain recibía el aplauso de las masas como hombre de paz por unos intentos de apaciguamiento que casi llegaron a la súplica llorosa. El historiador Michael Burleigh comenta que tal vez se necesitara tener algo diabólico dentro para reconocer tan prontamente al diabólico régimen nacional-socialista. Y el psiquiatra Anthony Store escribe que “en 1940, cuando todas las apuestas estaban en contra de Gran Bretaña, un líder de juicio sobrio bien podría haber concluido que no había esperanza alguna”. ¿Cómo le ayudó a Churchill la guerra contra sus demonios interiores? Storr concluye así: “Sólo un hombre que hubiera conocido la desesperación y le hubiera hecho frente podía mostrarse seguro de sí mismo. Sólo un hombre capaz de entrever un rayo de esperanza en una situación desesperada (…) podía haber dado realidad a las palabas de amenaza que sostuvieron a los británicos en el verano de 1940. Si Churchill era este tipo de hombre era porque, a lo largo de su vida, él mismo había tenido que luchar contra su propia desesperación, y por eso podía hacer creer a otros que la desesperación puede ser vencida”. Ghaemi habla del “realismo” de Churchill tras largos años de ostracismo y soledad en la vida pública, repelido por todos, donde el sanísimo Chamberlain, por cierto, recibía aplauso tras aplauso.
En el otro extremo de Churchill, Franklin Delano Roosevelt fue, durante años y años, una personalidad hipertímica, es decir, expansiva hasta el agobio, inquieta hasta el paroxismo, habladora hasta el agotamiento, y confiada en sí misma hasta extremos de peligro. A sus invitados les llamaba la atención la capacidad de hablar de todo y nada, de acaparar el uso de la palabra, de viajar sin descanso y de trabajar sin horarios. Era un hombre permanentemente eufórico –y notablemente frívolo.
La vida, sin embargo, le reservaba una prueba dura –dura para cualquiera y, seguramente, más dura para él. En 1921, tras un baño en una piscina, Roosevelt contrae la polio –“¿cómo un adulto no se va a sobreponer a una enfermedad de niños?”- y no le queda otro remedio que usar una silla de ruedas. Ya nunca más estaría solo. Ya nunca más tendría momentos privados, para sí. Ya nunca podría ni dar un mitin sin necesidad de ayuda. En todo caso, “el hombre que volvió a la actividad pública era muy distinto del hombre que, en 1921, había tomado el baño en esa piscina”.
Después de tres años de reclusión, su carácter hipertímico le había ayudado a desarrollar resistencias –o resiliencia, esa mezcla de paciencia y flexibilidad hoy tan a la moda-, le había hecho comprender el dolor, le había llevado a hacer lo que un líder sensato nunca hace: dar marcha atrás en alguna de sus decisiones. Su propia mujer, la polémica Eleanor Roosevelt, al ser preguntada si la polio le había afectado a su marido, respondió: “habría llegado, sin duda, a ser presidente. Pero hubiese sido un presidente muy distinto”.
Aunque Ghaemi no narra sus casos, hay ejemplos que podrían trasladarse sin dificultad al mundo de la empresa o del Ejército. Solitario durante años, raro hasta el extremo, sin más intereses que la tipografía y la caligrafía, Steve Jobs logró productos mucho más creativos que su oponente, el siempre mesurado y previsible Bill Gates. El General McClellan fue un genio absoluto e irreprochable en tiempos de paz y un desastre en tiempos de crisis –en tiempos de guerra-, frente a un general Sherman perdidamente bipolar y sin embargo decisivo en el campo de batalla.
“Los mejores líderes en tiempos de crisis tienen alguna rareza mental”, afirma Ghaemi, “los peores líderes en tiempos de crisis son perfectamente saludables”. Es difícil comprar su tesis si la llevamos al extremo –¿no es la política la gestión de una crisis diaria?-, pero al menos muestra una cosa: bien administradas, las lecciones del sufrimiento humano dan su fruto. O, al menos, siempre será mejor tener líderes con un conocimiento personal del corazón del hombre.
Ignacio Peyró es periodista y director de www.ambosmundos.es. En FronteraD ha publicado Las “public school” inglesas, viveros del poder