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AcordeónPeter Grimes, el mar y la muerte

Peter Grimes, el mar y la muerte

Prólogo

 

Nunca creí que aquello pudiera ocurrir a pocos metros de mi casa. Tampoco había escuchado a Benjamin Britten, ni mucho menos Peter Grimes, la primera ópera que compuso. Era noviembre.

 

Nunca creí que la historia de aquel pescador huraño pero frágil, maltratador pero maltratado, que iba a ver mes y medio más tarde cerrar la temporada de la Ópera de Oviedo pudiera anclarse en una realidad tan cercana: iban a morir tres personas a menos de 500 metros de la mesa desde la que escribo estas líneas. Se las iba a tragar un mar tremendamente similar al que Britten contemplaba mientras que escribía Peter Grimes.

 

Los acontecimientos, concebidos sobre el papel por el inglés a principios de los años 40, estaban a punto de rebosar el latigazo de las emociones inmediatas.

 

Pero aquel día de finales de noviembre, aún no demasiado frío, el helicóptero de rescate todavía no se había movido de su base; el teatro Campoamor de Oviedo solo se preocupaba por Norma, y aquellas tres personas seguían vivas.

 

 

Interludio I: En la playa Benjamin Britten – Peter Grimes: Prologue: V. Interlude I: On The Beach

 

Vivo en Cimadevilla, en el barrio alto de Gijón. Es una especie de península atrapada entre la bahía de San Lorenzo y el puerto deportivo. El único vínculo de Cimadevilla con el resto de la ciudad es la Plaza Mayor: por lo demás, está rodeada de agua. Desde la Plaza Mayor, trepando cuestas en dirección al punto más septentrional de la ciudad, se llega al despejado cerro de Santa Catalina, coronado por el Elogio del horizonte. Es ese mazacote de cemento en mitad de la hierba verde, fresca y bañada por el viento del Cantábrico que Chillida no diseñó para Gijón, pero que acabó allí aparcado y nos sirve de símbolo. Quien se ponga en medio, oirá el mar por todos lados, oirá repiquetear las olas que rebotan contra el acantilado, a sus pies. A la espalda queda todo Gijón, que se domina desde ese punto. Al frente, el mar. 

 

Desde mi ventana, orientada al mismo norte, veo los tejados de ángulos imposibles (en Cimadevilla no hay calles rectas) que anteceden al cerro y, sobre ellos, nada más despertar, veo el cielo sobre el Cantábrico. Debían de ser las diez y media de la mañana cuando estaba tomando el café. 

 

El cielo, entonces, estaba milagroso, de un azul intenso que traspasaban los nimbos dorados por el sol de fin de año. Pero la velocidad a la que se movían las nubes hacía prever, en efecto, que el mar iba a estar marrón por el lado de la playa de San Lorenzo, preñado de arena en suspensión por la resaca; y cubierto de espuma blanca por el lado de la escollera que protege el puerto deportivo.

 

Aquella mañana, sin embargo, aquel ex militar, Luis, decidió subirse a su embarcación con los muchachos. El mar –ya convertido en la mar, en femenino– llegaba calmo y sucio, como siempre, hasta los pantalanes. Al doblar la escollera, Luis vio el Cantábrico maliciosamente embravecido y se dispuso a virar. Una ola llegó de lado en mitad de la maniobra, y la embarcación volcó.

 

Yo no lo sabía aún, yo sorbía café frío: George Crabbe escribió The Borough (El pueblo) en 1810, una colección de poemas sobre un pueblo marinero de la costa oriental inglesa, Aldeburgh, que bien podría ser Gijón, o Cudillero, o Lastres, o cualquier otra villa pescadora de las de por aquí cerca. La carta XXII de The Borough cuenta la historia, dicen que real, de Peter Grimes: un tipo desapegado, sádico, malvado, enfrentado a quienes le rodean porque tres de sus aprendices habían muerto: uno cae de lo alto de la embarcación de Grimes, otro muere de inanición en alta mar, y el tercero se despeña por un acantilado.

 

Grimes no los mata, pero su muerte le cuesta cara. Le cuesta la incomprensión, la enemistad, el extrañamiento y en último término, la locura que conlleva la culpa: porque dejar a los muchachos a merced del mar –de la mar– es lo peor que puede hacer, es lo más irresponsable. Porque con eso no se juega, porque los elementos, en un lugar que tiene sus raíces hincadas en agua salada, son lo más sagrado y lo más peligroso al mismo tiempo. Britten leyó a Crabbe, en 1941, y decidió componer su primera ópera con aquel sabor.

 

Cuando volcó la lancha a la salida del puerto deportivo, todos se fueron al agua. Los servicios de rescate llegaron rápidamente. El accidente había ocurrido a pocos metros del final de la escollera, y lograron rescatar a tres personas con vida. Dos niños y un adulto. Pero Gonzalo, de 10 años, desapareció. Luis, el ex militar, acababa de ahogarse. “Si no se hubiera ahogado”, dijo alguno de esos paisanos de manos callosas que se refieren al mar en femenino, “no hubiera podido soportarlo”.

 

Yo había salido a por el periódico y me disponía a volver a subir la cuesta hacia casa, hacia mi mesa cubierta de discos, partituras y libros sobre Britten, cuando guiado por el ominoso sonido del helicóptero de rescate me dirigí hacia el puerto deportivo. Sobre uno de los pantalanes de madera rodeados de agua sucia había guardias civiles, y policías, y una manta térmica que brillaba bajo aquella luz extraña. Asomaban los vaqueros del ex militar y, al final, un pie descalzo y pálido, inerte, y un zapato con los cordones atados. Cuando llegó la jueza, y se puso los guantes de látex, di la vuelta y me fui: no quería verlo. El Cantábrico se había tragado a Gonzalo, y había matado a Luis. “Aquella mañana desayuné con él y no me despedí”, dijo la viuda más tarde.

 

 

Acto I

 

Interludio II: La tormenta Benjamin Britten – Peter Grimes: Act One: VIII. Interlude II: The Storm

 

Durante las dos semanas siguientes desperté cada mañana con el sonido del helicóptero de rescate sobre mi cabeza. Cada golpe de rotor me recordaba que en algún lugar, probablemente muy cercano, se encontraba Gonzalo. El asunto, que había aparecido en los telediarios nacionales y en los periódicos de todo el país, había vuelto a encerrarse después en el ámbito local. Aquello era cosa de los que escuchábamos, cada mañana, cómo le buscaban sin éxito mientras seguíamos con nuestras vidas: los Reyes Magos, que suelen llegar a Gijón por mar, tuvieron que cambiar por una vez su ruta para no entorpecer la operación de búsqueda.

 

Y lejos de allí, en Oviedo: “¡Polka, pollo, polka, conejo y corro!”. Era por la tarde y en el teatro Campoamor, en sus tripas, habían empezado pocos días antes los ensayos de Peter Grimes. El coro de la Ópera de Oviedo se enfrentaba a una tarea ímproba: la de aprenderse las complicadísimas líneas vocales ideadas por Britten y la de dotar de movimiento, con una coreografía nada sencilla, al montaje que dirigía David Alden. Había nervios, pero aún faltaban más de dos semanas para el estreno y al hormigueo se sumaba esa certeza, tan propia de los artistas, de que todo acabaría saliendo bien.

 

 

 

Al menos la parte que les tocaba. Lo que había escuchado en casa, y lo que había leído antes de meterme allí, había quedado perfectamente obsoleto: las tareas estaban tan distribuidas que era imposible saber en qué se estaban empleando aquellas ciento y pico personas. El concierto de todas las piezas era lo que debía resultar, al final, en el grandioso espectáculo que es Peter Grimes, que era, a la vez, el que yo me había organizado con el rotor del helicóptero, el pie del muerto y el montón de libros, discos y partituras.

 

Pero para que eso ocurriera, busqué, tenía que haber alguien que lo tuviera todo en la cabeza, alguien que, igual que el maestro Corrado Rovaris con su batuta, al frente de la Orquesta Sinfónica del Principado, supiera dónde encajaba cada elemento. No lo encontré.

 

Porque no era alguien; era algo, que lo sobrevuela todo y dicta las órdenes. No hay nadie que conozca el engranaje hasta el punto de poder ocupar cualquier puesto que no sea el suyo: era la ópera en estado puro, era Britten, era Peter Pears –su compañero sentimental, y el primero en cantar Peter Grimes–, era una especie de sensación abstracta y superior, de deidad, si se quiere, que dominaba a Patxi, el director del coro; a Toni, el jefe técnico; a Javier, el director artístico de la ópera; a Marioli, la jefa de producción; a Albert, el jefe de regiduría; a David, el director de escena de esta producción; y a Corrado, el director musical. 

 

Era lo que hacía subir, como me dijo alguien, el nudo por el esófago hasta la garganta al contemplar el resultado final, global, que ninguno de ellos será capaz de aprehender como espectador puro. Es el precio de haber visto, casi hasta la obscenidad, los entresijos de cada parte que forma el todo: David Alden, el director de escena, me confesó en una entrevista que cuando era muy pequeño había visto a Jon Vickers cantar Peter Grimes en el Met (Metropolitan Opera House) de Nueva York y que eso le había marcado. Que desde entonces (esto se desprendía de su mirada brillante y entusiasmada) perseguía electrificar al respetable igual que lo habían electrificado a él como espectador puro. Pero él también sabía, creo, que nunca podría tener la certeza total de haberlo logrado: la única medida de su éxito, a todas luces insuficiente, es la duración de los aplausos al terminar la función.

 

Desperté de vuelta en Gijón. El helicóptero dejó de sonar el 11 de enero, poco antes del mediodía. Había aparecido el cuerpo del niño Gonzalo y, de alguna forma, todos los que miraban sin cesar al mar, o a la mar, respiraron un poco más tranquilos.

 

Gonzalo estaba muy cerca de donde había desaparecido. Cuando lo encontraron, aquella mañana gélida, nadie sabía por qué lugar de la ensenada iban a sacarlo para que solo unos pocos llevaran en la memoria la imagen del cadáver que durante dos semanas había alojado el Cantábrico, una imagen que cualquiera llevaría colgada de los ojos durante el resto de su vida: llegó a saberse, a pesar de los respetuosos intentos por ocultarlo, que el niño no tenía cabeza cuando lo sacaron del agua. 

 

 

Acto II

 

Interludio III: Domingo por la mañana junto a la playa Benjamin Britten – Peter Grimes: Act Two: I. Interlude III: Sunday Morning By The Beach

 

El día anterior a que encontraran a Gonzalo yo le había hecho una entrevista, siempre en el Teatro Campoamor, a Stuart Skelton, el tenor que interpretaba a Peter Grimes.

 

Le pregunté por el niño, que no acababan de encontrar, le pregunté por el mar de Britten, le pregunté por la congoja que nos había invadido a todos. Me contó que había visitado Aldeburgh, el pueblo de Grimes, dos veces. Y que las dos veces hacía frío y el cielo estaba gris, y que desde pequeño había sentido respeto por el mar.

 

Que el mar que él había visto en Aldeburgh, en fin, no era ni azul ni idílico, sino gris, proceloso, peligroso. Era la “fuerza sobrenatural” que crea a Peter Grimes y que luego vuelve a llevárselo. Quizás, en su inglés australiano, Skelton se estaba refiriendo a lo mismo que cuando aquí alguien habla del mar en femenino. La mar. Quizás, aquel mar fuera ese algo que flotaba sobre todos ellos y les indicaba en qué lugar de la ópera encajaban.

 

Así, cuando los padres del chiquillo enviaron una carta abierta dando las gracias a la ciudad de Gijón y, de alguna forma, dimos el asunto por concluido, yo seguía recorriendo los 28 kilómetros que median entre Oviedo y Gijón. Entre Grimes y Gonzalo.

 

A medida que pasaban los días, en el teatro Campoamor vislumbré las emociones que guiaban los meticulosos pasos de todo el equipo. Estaba en lo cierto: lo que mandaba era el mar vibrante y proceloso, el rotor del helicóptero –aunque ninguno de ellos hubiera seguido la historia de Gonzalo, ni hubiera pisado Gijón–, las vidas que se llevó el mar, la mar, y que alfombran el trasfondo emocional de la ópera de Benjamin Britten: “En la escenografía no hace falta poner el mar”, me dijo el director de escena Alden, “porque ya está implícito en todo lo demás. En la historia, y en la música”.

 

La ópera, entonces, caminaba con paso firme hacia su estreno, el domingo 29 de enero. La vida seguía entre las paredes de ese edificio blanco encastrado en mitad de Oviedo. Para mí, ya había adquirido un color especial, una textura espumosa y salada. Para ellos también, aunque siguiera oliendo, sobre todo, a madera, a barniz, a cola, a guantes de trabajo y a sudor. A pelucas, a laca, a maquillaje, a una sala de ensayo subterránea y sin ventanas.

 

 

 

Interludio IV: Pasacalles Benjamin Britten – Peter Grimes: Act Two: XII. Interlude IV: Passacaglia

 

Peter Grimes fue el mayor esfuerzo en producción de la temporada. La quinta y última ópera era un grand finale con el coro ampliado hasta los 70 cantantes, con quince cantantes principales, con tres contenedores de material traídos de Londres para vestir el recoleto escenario del Campoamor.

 

En Nochebuena, en algún puerto inglés, uno de los contenedores fue robado con parte de la escenografía: la tela pintada que hacía las veces de cielo, entre otras cosas. Los responsables de la English National Opera, que coproducía Peter Grimes con la Ópera de Oviedo y De Vlaamse Opera, contaban con que volviera a aparecer cuando los ladrones vieran que el contenedor no albergaba televisores de plasma, tostadoras o mercancías valiosas. Pero no apareció. A día de hoy, alguien tiene en su casa un precioso fondo de escena de nimbos brumosos.

 

Se encargó otra tela, que debía llegar a Oviedo diez días antes del estreno de Peter Grimes. Y llegó, en efecto, pero no era lo que necesitaban. No era el cielo que necesitaban, ese por el que corren las nubes rápidas bañadas por el sol de fin de año.

 

El lunes previo al estreno llegó por fin el cielo deseado, la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias se instaló en el foso –los ensayos previos de orquesta se realizan en el cuartel general, en el auditorio Príncipe Felipe– y todo el equipo se preparó para los últimos cinco días antes del ensayo general del viernes 27 de enero, y del gran estreno del domingo 29.

 

Entonces, más que nunca antes, lo que flotaba en el aire no era ningún tipo de introspección artística, sino un ensimismamiento total en el desarrollo de sus labores. Hasta tal punto que afilaban cada detalle con un mimo que iba bastante más allá de lo correcto, de lo adecuado; un mimo obsesivo que traspasaba la frontera del escenario, de lo visible, para instalarse en lo que ocurría entre bastidores, en las salas de ensayo, en los camerinos… En lo que, en definitiva, había de resultar en la emoción pura y dura, pero que avanzaba en pasos mecánicos y bañados de profesionalidad, no de tormentas apasionadas o mares traicioneros. Era en otro lugar, allí detrás, donde el ojo no alcanza a ver, donde se estaba gestando el alma de Peter Grimes.

 

Mientras que ellos iban enzarzándose, tierra adentro, con aquella ópera, el mar no dejaba de lamer la costa asturiana con sus historias: la última, cuando apareció frente a Llanes, otra localidad costera en el oriente de la región, una embarcación a la deriva.

 

Estaba desgastada, pulida por las olas. Se descubrió, al cabo de pocos días, que era propiedad de un tal Scott Douglas, de Massachussets. Cuarenta y dos meses antes de que la embarcación apareciera, fantasmal, a veinte millas de Llanes, el bueno de Douglas estaba de pesca en Nantucket con su cuñado. Entonces, una ola los lanzó al agua y la perdieron de vista. Aún no se sabe cómo recorrió los seis mil kilómetros que la separaban de su destino. Como Peter Grimes, que según el tenor Skelton, no “nace: lo hace una ola y lo pone en la playa, tal cual, y luego vuelve a llevárselo”.

 

Por fin, el viernes 27, yo iba camino de Oviedo, tierra adentro, para ver el ensayo general de Peter Grimes. Todo estaba listo, medido, preparado, había escenografía y había nervios, aunque fueran pocos: los ensayos generales suelen estar poblados de amigos, familiares y personas cercanas a la producción, además de algunos periodistas.

 

Aunque la boca me volvía a saber a salitre, otra vez: esa mañana nos habíamos desayunado con la tragedia de la playa de Orzán, en Coruña, donde un erasmus borracho se había metido en el mar, en la mar, a eso de las cinco y media de la mañana. Tres policías nacionales se lanzaron a por él y se dejaron la vida en el intento.

 

 

Acto III

 

Interludio V: Atardecer Benjamin Britten – Peter Grimes: Act Three: I. Interlude V: Evening

 

Era majestuoso, impresionante. Ni siquiera se podía llorar, porque entre Britten y todo el equipo se habían cuidado muy mucho de que ese nudo del esófago subiera hasta la garganta, pero no hasta los ojos. Se hacía imposible llorar durante las tres horas de función, pero también articular palabra. Mientras que nos dejábamos mecer por el alma invisible de Peter Grimes, el equipo tomaba notas bajo una luz tenue y minúscula: este cambio, aquel compás. Yo solo alcancé a pensar que Alden había logrado el propósito que se había marcado aquel día de 1965, en el Met de Nueva York.

 

Cuando cayó el telón después de los cariñosos aplausos, ya fuera de la mirada indiscreta del público, todos los que estaban sobre el escenario soltaron un grito de júbilo que se escuchó como un trueno sonriente en el patio de butacas. Estaban listos para el estreno del domingo. Estaban listos para lo que tuviera que ser, porque habían cumplido. De alguna forma, aquella conexión extraña y dolorosa que yo me había creado con la desaparición de Gonzalo había cuajado. Grimes tenía alma, acababa de cobrar vida.

 

Volvimos a Gijón en silencio y comimos croquetas de Cabrales tratando de comentar la jugada, de verbalizar todo esto. No fuimos capaces.

 

Mientras, David Alden y el resto del equipo estaban en el centro de Oviedo, zampándose risueños una tortilla de chorizo y brindando por el deber cumplido, porque solo les quedaba llevar a cabo, celebrar, ejecutar las cuatro funciones que tenían por delante. Sacar a la bestia de la jaula y plantarla ante el público.

 

 

 

Lo que ninguno sabíamos es que aún iba a ocurrir algo más, en la última escena: Gonzaga García acababa de tomarse una de las últimas copas de su vida en el mismo bar en el que yo había entrado, con Peter Grimes clavado en la garganta, aquel viernes por la noche.

 

 

Interludio VI: La niebla Benjamin Britten – Peter Grimes: Act Three: VIII. Interlude VI: Fog

Lo último que recordé antes de quedarme dormido ese viernes fue al aprendiz de Grimes, al tercero, despeñándose. El pescador le ata con un cabo y lo descuelga por un barranco para ver, más de cerca, los bancos de peces. Se distrae, se le escurre, y se le cae. Y se le mata.

 

Stuart Skelton cantaba, loco, convertido en Grimes. Se despedía, antes de perderse en alta mar, con las manos embadurnadas de un jarabe rojizo y teatral que sabía a sangre en el patio de butacas, mientras que las fantasmales voces del coro deambulaban por los pasillos del teatro y terminaban de hacer añicos su cordura y nuestra paz de espectadores apoltronados.

 

 

To those who pass the borough (A los que atraviesan el pueblo) Benjamin Britten – Peter Grimes: Act Three: XI. To Those Who Pass The Borough.

 

Aún quedaban dos días para que se estrenara Peter Grimes en la Ópera de Oviedo, pero yo ya había sido capaz de dormir bien. Aquella noche del 27 de enero cerré el triángulo que se había establecido entre la muerte de Gonzalo, el impacto que me causó Britten y el hormigueo sinsentido que reinaba en la Ópera de Oviedo: todo había encajado de golpe.

 

Pero, como digo, aún iba a ocurrir algo más: una vez terminé las croquetas de Cabrales pasé por delante del bar en el que Gonzaga García estaba tomando copas, con sueño, ajeno a él y a los suyos. Me creí preparado para descansar profundamente. Yo sabía que Peter Grimes iba a salir bien, que si me había reavivado la congoja por la muerte de Gonzalo seguramente no sería el único que iba a salir en aquel estado del teatro. Que Grimes tenía alma.

 

No, Gonzaga no estaba durmiendo porque, a pesar de que Alden y los suyos tenían las cuatro funciones más que encarriladas el mundo seguía girando, como si alguien hubiera apagado la última luz del teatro y se le hubiera olvidado, al marcharse, echar la llave a la jaula en la que tenían guardado a Peter Grimes.

 

Gonzaga tenía 32 años y andaba cerca, muy cerca de donde escribo estas líneas. A eso de las cinco de la mañana, de pronto, le vieron marchar en dirección al Elogio del horizonte, cuesta arriba. Hacia ese mazacote de cemento desde cuyo centro se escucha el batir de las olas contra el acantilado por todos lados, y que está rodeado de hierba fresca, verde y bañada por el viento del Cantábrico, y desde el cual se domina toda la ciudad de Gijón.

 

Iba quitándose ropa por el camino. Había ido dejando un reguero de prendas hasta perderse. Los amigos no sabían dónde se había metido ni qué se le estaba pasando por la cabeza. Se preocuparon, y acudieron a la Policía. El sábado por la mañana todo el mundo empezó a buscarle; y a mí volvió a despertarme el rotor del helicóptero de rescate, ya con la mesa despejada de libros, partituras, y discos.

 

El domingo 29 de enero, cuando faltaban seis horas para que se levantara el telón, encontraron a Gonzaga al pie del acantilado. Se había matado, en el acto, del golpe contra las rocas. Se había despeñado, como el aprendiz de Grimes, bajo un montón de nimbos brumosos.

 

En el teatro Campoamor, aquella noche, estrenaron Peter Grimes ajenos al suceso. Y luego se fueron a brindar por Oviedo. Porque la función, después de todo, había sido un éxito.

 

 

Los interludios marinos proceden de una grabación histórica del propio Benjamin Briten dirigiendo el reparto original de Peter Grimes, con Peter Pears al frente. Están en Spotify)

 

 

 

Alejandro Carantoña es periodista. En FronteraD ha publicado Hasta el norte de aquí 

 

 


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