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ArpaEspaña pagana

España pagana

1.

En el tórrido agosto de 1954, estaba yo bajo el cielo azul del Midi, a pocas horas de la frontera española. A mi derecha se extendía la campiña llana y verde del sur de Francia; a mi izquierda, una franja de arena tras la cual el Mediterráneo se agitaba y relucía. Estaba solo. No tenía ningún compromiso. Sentado en mi coche, con el volante entre las manos, quería ir a España, pero algo me detenía. Un estado anímico era lo único que se interponía entre yo y un país para mí tan atractivo como repelente. Dios sabe que los gobiernos y los modos de vida totalitarios no eran ningún misterio para mí. Había nacido en Misisipi en un régimen absolutista racista; había vivido y trabajado durante doce años bajo la dictadura política del Partido Comunista de los Estados Unidos; y había pasado un año de mi vida en el terror policial de Perón en Buenos Aires. Entonces, ¿por qué evitaba la realidad de la vida con Franco? ¿Qué temía?

Durante casi una década había ignorado las recomendaciones de mis amigos para que visitase España, el único país del mundo occidental en el cual, como si huyera del recuerdo de una mala relación amorosa, no quería ejercitar mi mente. Hasta me había resistido a las prédicas solemnes de Gertrude Stein, quien, atormentada por el dolor y con pocos días de vida por delante, me lo había aconsejado (mientras nerviosa arrastraba con los dedos de la mano derecha un mechón de cabello caído en su frente).

 

—Dick, deberías ir a España.

—¿Por qué? –le pregunté.

—Allí verás el pasado. Verás de qué está hecho el mundo occidental. España es primitiva, pero encantadora. ¡Y la gente! No hay gente como la española en ninguna parte. En España he pasado días que nunca olvidaré. Ver esas corridas de toros, ver ese maravilloso paisaje…

 

Y yo no había ido aún. Durante la guerra civil española había publicado, nada menos que en el Daily Worker de Nueva York, algunos juicios muy duros sobre Franco, y los bombardeos en picado y los tanques de Hitler y Mussolini habían justificado esos juicios de un modo brutal. El destino de España me había dolido, me había obsesionado; nunca pude suprimir mi hambre de entender qué había ocurrido allí y por qué. Pero no deseaba revivir recuerdos burlones deambulando por una tierra donde los hombres libres habían sido encerrados en campos de concentración, exiliados o asesinados. Una pregunta inquietante seguía agitando mi mente: ¿cómo se puede seguir viviendo cuando ha muerto la esperanza de libertad?

Resuelto de pronto, giré mi coche hacia el sur, hacia esos picos jorobados e irregulares de los Pirineos que, según algunas autoridades, marcan el final de Europa y el comienzo de África. El aspecto del mundo se oscureció; una cierta crudeza de ánimo se proyectaba sobre el paisaje. Masas de rocas áridas de color verde grisáceo se alzaban hacia un cielo distante e indiferente. Avancé con mi coche siguiendo la estela del que iba delante, dando vueltas por las curvas que serpentean en las laderas de las montañas, mirando de vez en cuando desde la carretera estrecha los precipicios que se abrían a un metro de mi codo.

Al atardecer, bajo un cielo remoto y pálido, crucé la frontera y entré en mi primer pueblo español, un conglomerado demasiado silencioso y lúgubre de casas bajas de tonos pastel: El Pertús. Rodeado por un horizonte azul verdoso de montañas desnudas, cuyos tintes sombríos se alteraban con el pasar de las horas, ese pueblo de frontera –tras la tensión y las prisas de la vida en Niza, Cannes y París– tenía un aspecto extraño, aletargado, olvidado, anclado en el pasado. Al ser nacional de un país que tenía bases aéreas en suelo español, los requisitos de aduana e inmigración no eran más que una formalidad, pero tuve que esperar, y esperar. Fatigado, aparqué el coche y decidí pasar la noche en El Pertús y tomar la carretera de la costa hacia Barcelona a la mañana siguiente. Mi habitación de hotel, con baño, costaba un dólar y cuarto; doce dólares me habría costado una habitación más sucia, sin baño, en la Costa Azul. Mi cena de siete platos, con vino, me penalizó con un dólar y medio, pero cuando supe que el camarero que me servía ganaba un sueldo de solo cien pesetas (más propinas) al mes, comencé a entender (una peseta tiene más o menos el valor de una patata irlandesa grande y haría falta el equivalente de unas cuarenta y cinco de esas patatas para comprar un dólar de cualquier cosa). Mi ducha no tenía cortina; cuando la usaba, el agua inundaba el suelo. No había ceniceros; uno dejaba caer las cenizas sobre las hermosas baldosas moriscas y sofocaba las colillas encendidas con el tacón. El mobiliario era brillante y estaba desvencijado; la mesa amenazó con hundirse cuando puse la máquina de escribir sobre ella. Mi codo chocó por accidente con el delgado cabecero de la cama y me sobresaltó un estruendo profundo y vibrante, como si se hubiera golpeado un enorme tambor. Varias veces por hora la luz de la bombilla eléctrica se atenuaba.

Me despertó el melancólico tañido de las campanas de la iglesia y el estridente y carrasposo canto de los gallos, me levanté y descubrí que el aire de la mañana era fresco y vigorizante, y el cielo, bajo y plomizo. La pared de montañas que rodeaba la ciudad era tenue y sombría, medio ahogada en un océano de neblina. Entré en una gasolinera y llené el tanque de combustible, pues me habían advertido de que la gasolina escaseaba. Cuando solté el freno del coche y me dispuse a salir, un agente de la Guardia Civil que vestía un uniforme verde oscuro, un sombrero reluciente de charol negro y que, a un costado, despreocupado, llevaba colgada una metralleta, me encaró, me puso la mano en el hombro derecho y por desgracia me parloteó algo en español. Parpadeé, sin entender nada; estaba en un Estado policial y pensé: “Será esto…”. Le extendí mi pasaporte, pero lo echó a un lado, negando con la cabeza. El empleado de la gasolinera hablaba francés y me explicó que no me estaba deteniendo, que el hombre solo quería que lo llevara. El oficial iba vestido de forma muy imponente y yo no podía creer que alguien de su rango no tuviera un coche a su disposición. Consentí y él subió, con metralleta y todo.

Al no tener ningún idioma en común, ambos fuimos presa de una curiosa e incómoda compulsión de hablar, no para comunicarnos, sino para intentar hacernos saber el uno al otro que éramos civilizados y gente de buena voluntad. Conversábamos al azar, con sonrisas fijas en nuestros rostros, miradas furtivas por el rabillo del ojo y riéndonos luego de forma antinatural y prolongada de nuestra incapacidad para entender lo que decía el otro. Adiviné que me estaba preguntando si yo era un negro americano, si me gustaba España, y también adiviné que intentaba decirme algo sobre su familia… Entonces, de repente, me tocó el brazo e hizo movimientos con su pie derecho, bombeando con brusquedad y fuerza hacia abajo. Pensé que me pedía que fuese más deprisa, apreté el acelerador y el coche salió disparado hacia delante. Abrazó su ametralladora, miró su reloj de pulsera, se dobló los puños y de nuevo movió el pie para meterme presión. Pisé el acelerador a fondo y consideré que, si me detenían por exceso de velocidad, mi coartada era este agente de la ley a mi lado. Por fin se desesperó y, entornando los ojos, negó con la cabeza. Lo entendí: me había estado urgiendo a pisar el freno. Me aparté a un lado de la carretera y me ofrecí a llevarle de vuelta por la distancia que había sobrepasado su destino, pero, agradeciéndome con profusión, no quiso. Nos separamos con apretones de manos, saludos frenéticos y nerviosos, risas a carcajadas, que intentaban llenar la brecha que había entre nosotros. Con la cabeza baja, se alejó cargando su metralleta en el brazo.

 

Este fragmento corresponde al inicio de España pagana que, con traducción de Sandra Caula, ha sido publicada por la editorial Big Sur.

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