Inicio esta página sabiendo que la cerraré en falso. Cualquier cosa que escriba acerca de Raymonde Pagégie y su obra resultará forzosamente insatisfactoria. Tengo a la vista sus cuadros, los cinco murales de la Colegiata de Santa María de Ronda, pero no sé nada de ella, y, lo que es más frustrante para un escritor al que le cuesta renunciar a su papel de narrador omnisciente, no he conseguido que nadie me proporcione la menor noticia de su vida, ni siquiera el todopoderoso buscador Google.
Lo poco que puedo decir, y no con plena certeza, es que nació en Francia en 1923, que su padre fue el pintor Raymond Pagégie, y que en 1954 obtuvo una beca para la Casa Velázquez de Madrid. En 2021, con casi cien años, falleció. Ignoro qué relación tuvo con Ronda, si tuvo alguna relación, y por qué la eligieron a ella para pintar estos cuadros, aunque no descarto la posibilidad de que ocurriera al revés, que ella, enamorada de la ciudad o la iglesia, fuera la que los ofreció. Hubiera querido rastrear su biografía para conocer las experiencias que sustentan las obras que luego analizaré, ilustrar de alguna manera su vida interior, sus inquietudes espirituales, saber qué clase de persona era, pero parece como si ella misma hubiera decidido borrar a conciencia todas sus huellas.
Salvo una obra de carácter esotérico realizada por la artista durante su estancia española y en posesión de un particular, lo único que conocemos de su producción son los cinco murales de la Colegiata de Santa María que me propongo examinar. En ellos se representan algunos momentos estelares del Nuevo Testamento: la Santa Cena, la Crucifixión, Escenas de la vida de San Pedro, la Conversión de San Pablo y el Apocalipsis..
Que estas pinturas pertenecen a una época posterior a la de los muros donde cuelgan lo ve cualquiera sin ser experto en arte. La Colegiata, construida sobre una vieja mezquita a finales del siglo XV y remozada varias veces en el curso de la historia, es un templo hecho a retazos, un Frankenstein arquitectónico, pero, a pesar de su extraño abigarramiento, los murales no se corresponden evidentemente con ninguna de sus fases constructivas. En realidad, bastaría con acercarse a mirar la firma de la autora para despejar cualquier duda: fueron ejecutados en la década de los ochenta del siglo pasado. Puesto que el arte sacro es una actividad en retroceso desde mucho antes, sorprenderá su modernidad y su estilo, chocantes para una iglesia andaluza.
Claro que estos cuadros no fueron concebidos para deleite de los parroquianos y los turistas. Su fin no es estético, sino religioso. Lo primordial son los hechos narrados, aunque hoy pocos estén familiarizados con la historia sagrada.
Mi propósito aquí es ayudar al visitante que lo necesite a descifrar su contenido. Obviaré por eso las consideraciones artísticas acerca de la forma, el color, las transiciones cromáticas, la composición, la perspectiva o las siempre socorridas influencias. Si Raymonde Pagégie imitó a Delville, pintor esotérico que defendía el arte como expresión de una verdad superior a la que no cabe acceder sin un proceso previo de iniciación y transfiguración, o a Delvaux, surrealista que iluminó los sueños e idealizó el erotismo, es algo de lo que podemos prescindir hoy. Lo único que tiene que hacer el viajero que acceda al templo, algo que le recomiendo sin duda, es situarse junto a la escalera de acceso a la cripta y avanzar despacio por ese pasillo en dirección contraria.
La primera pintura que encontramos se llama Escenas de la vida de San Pedro. Pedro, el apóstol a quien Jesús confió el destino de la Iglesia, aparece representado en cuatro lugares, siempre vestido de azul.
El episodio más lejano en el tiempo es el que sucede bajo la arcada de la derecha. Pedro resucita a una discípula llamada Tabita (la mujer con una mortaja blanca que se incorpora en su presencia) y así demuestra al pueblo el poder de la fe.
A continuación sucede la anécdota de la terraza. El apóstol sube allí para rezar mientras se hace la comida, cae en éxtasis y ve cómo desciende del cielo un enorme lienzo en el que hay representados todo tipo de animales. Al mismo tiempo, oye una voz que le dice: “Levántate, mata y come”. El santo se revuelve contra la voz y responde que jamás comió ningún alimento profano e impuro, pero la voz insiste y le conmina a no calificar de profano o impuro a lo que Dios ha purificado. Aparentemente se trata de un simple consejo relacionado con tabúes alimenticios, y lo es, aunque va mucho más lejos, pues lo que ha sido purificado gracias al sacrificio de Cristo es el hombre como tal. El mensaje implícito del episodio es que ser judío o cristiano, negro o blanco, hombre o mujer, es irrelevante para Dios y debe serlo para aquellos que creen en él.
El tercer episodio representa a San Pedro predicando a las puertas del templo. En vez de dirigirse a los que están dentro, sus oyentes están fuera. Es algo que hay que poner en conexión con lo anterior y con la universalidad del mensaje cristiano, universalidad que se hace patente en la virtud de la caridad, simbolizada por la fila de mujeres vestidas de negro que llevan en sus cabezas canastos de comida para los necesitados.
La última escena, la más próxima en el tiempo y el espacio del espectador, representa el momento en que San Pedro y San Juan son arrestados por la guardia del templo a petición de los sacerdotes indignados porque enseñaban a incumplir las viejas normas judías y anunciaban la resurrección entre los muertos. El gallo que vemos a la izquierda alude obviamente a la anécdota más conocida de la biografía del apóstol, la noche del arresto de Jesús, cuando negó tres veces que lo conociera, y el hombre de blanco que baila loco de contento a su lado es uno cualquiera de los enfermos anónimos que, según leemos en el Nuevo Testamento, sanaban solo con rozar la sombra que proyectaba el apóstol al caminar.
Si el horizonte de la vida de San Pedro es el mar –Pedro era pescador y huyó en barco de Jerusalén cuando escapó de la mazmorra donde lo encerró Herodes Agripa–, el de San Pablo, protagonista de la segunda pintura, es el desierto, un espacio con el que el pueblo hebreo estaba tristemente familiarizado. La recua de camellos que avanza tras las dunas hacia el caserío situado al fondo simboliza el movimiento sin fin característico de los judíos, siempre en camino hacia una tierra prometida jamás alcanzada. La anécdota que recoge Raymonde Pagégie es la celebérrima caída del caballo. Pablo, sicario al servicio del Sumo Sacerdote, va camino de Damasco a la caza de los cristianos cuando una luz sobrenatural lo tira del caballo y una voz igual de asombrosa lo conmina a convertirse a la fe de los perseguidos.
Mudos de espanto, sus compañeros de partida escuchan también la voz y alucinan con la luz, pero no ven a nadie. Los caballos se encabritan y caracolean, uno de los jinetes cae también al suelo y se lleva la mano a la cabeza estupefacto por lo que que está pasando. Pero lo que está pasando en realidad sólo se revela a la conciencia de San Pablo, quien, de pronto, descubre cuál es el camino que conduce verdaderamente a la tierra prometida.
La siguiente pintura en nuestro recorrido debería ser la Crucifixión, no el Apocalipsis. Sería lo más lógico para seguir ordenadamente la historia sagrada, pero por alguna razón que se me escapa han sido dispuestas de esa extraña manera. Afortunadamente, como están juntas, basta con desplazarse un poco. Ya retrocederemos luego.
Delante de nosotros el Gólgota, colina donde fue crucificado Jesús junto a dos ladrones atados con cuerdas, no clavados al madero. La larga cola de gente que se pierde tras la montaña y la escalera que sube representan la pasión de Cristo. Vemos a la Virgen, a San Juan, a María Magdalena, a varias amigas de Jesús y a José de Arimatea, el hombre de cabellos canosos que obtuvo a cambio de la tumba donde fue sepultado Cristo el cáliz donde recogería su sangre, el famoso Santo Grial. Este hecho, sin embargo, no ha sucedido todavía. El legionario romano que escolta al centurión que viene a caballo porta la lanza que atravesará el costado de Jesús a fin de verificar su muerte.
Lo que sí ocurrió antes fueron las humillaciones de los fariseos, representados por cuatro tipos grotescos vestidos de rojo, y el sorteo entre cuatro soldados de la túnica de Jesús. Pagégie sitúa a dos de pie, sosteniendo la prenda en la mano, y a los otros dos en el suelo jugándosela a los dados. La presencia de una pareja de buitres alude obviamente a la muerte, la gran carroñera, si bien en el momento de la pintura Jesús está aún vivo, con los ojos abiertos, pronunciando tal vez esa frase tremenda que tanto ha dado que hablar a teólogos y ateos: “¡Oh Padre, ¿por qué me has abandonado?!”. Las nubes que oscurecen el cielo preceden al último suspiro del crucificado, quien tiene a la espalda la muralla de Jerusalén, símbolo del Antiguo Testamento y, por consiguiente, de un mundo que ha quedado atrás.
Retrocedamos ahora para contemplar el mural que representa el fin de los tiempos, tal y como se relata en el Apocalipsis. Pagégie pinta a San Juan, su autor, vestido con una túnica azul, sentado mientras escribe sus visiones en un rollo de papiro. Unos gorriones picotean el suelo tras él y unas garzas hacen lo mismo en la charca situada a su lado. Simbolizan la resurrección de los muertos y el Juicio Final. La visión de San Juan se divide en dos partes principales: a la derecha asistimos la destrucción de la tierra y las civilizaciones que han prosperado en ella; a la izquierda, separado por un profundo tajo, tenemos el reino de Dios, representado por el Cordero que quita el pecado del mundo. Cristo ocupa el trono con baldaquino que es también altar de sacrificio, en recuerdo de la crucifixión. Está sostenido por cuatro figuras: león, toro, hombre y águila. Esta no podemos verla porque se encuentra en la esquina que escapa a nuestros ojos. Al otro lado del abismo que separa el cielo de la tierra, sobre la roca seca y agrietada, aparecen los cuatro jinetes que Cristo liberó para destruir el mundo. Cada uno de ellos monta un caballo de color diferente y porta instrumentos distintos. El jinete del caballo blanco lleva la corona, el arco y las flechas que representan el poder. El jinete del caballo bermejo, la espada que simboliza la guerra. El jinete del caballo negro, una balanza vacía que encarna al hambre. Por último, el jinete del caballo amarillo, envuelto en vendajes de momia y con una hoz en la mano, representa a la muerte que todo lo siega. Junto a ellos, aunque a pie, porque su miseria no le permite otra cosa, camina una mujer calva medio desnuda a la que siguen dos hienas buscando comida: la pobreza. Un cuervo negro sobrevuela la catastrófica consunción de todas las cosas. El final de los tiempos es el principio del Juicio Final. Los muertos salen de sus tumbas, pero mientras que unos van a parar al infierno, donde pelean desnudos; otros salen en ordenada procesión ataviados de blanco, el color de la pureza, camino del cielo.
Enfrente, en el muro del coro, se encuentra la pintura que, de acuerdo con el orden de los acontecimientos narrados en el Nuevo Testamento, debería ser la primera que deberíamos haber contemplado: La Santa Cena. He preferido dejarla para el final porque encierra algunos detalles sumamente originales que hacen pensar.
En principio se trata sólo de la última cena de Cristo con sus apóstoles. Lo llamativo del mural es que los apóstoles son mujeres. El único varón presente es Jesús, quien bendice el pan con el que quiere ser recordado. Hay gran cantidad de comida en la mesa. No es, desde luego, una cena corriente. Los comensales han pensado dedicarle tiempo y han comenzado pronto. El sol aún brilla en el cielo iluminando los almendros floridos del huerto. Ignoramos de qué hablaron Jesús y sus discípulos aquel día. Los evangelistas fueron discretos. Eso está bien porque nada hay menos interesante para la curiosidad general que la conversación privada de unos amigos. De lo que podemos estar seguros es de que no hablaron de religión. A Jesús la teología le interesaba poco, menos que las cosas sencillas citadas en sus parábolas. Es lo que muestra Pagégie aquí. El orden del espíritu y el orden doméstico no son incompatibles, al contrario. Las mismas mujeres que trabajan como Marta, participan del festín como María.
Quizá por eso, en vez de un lugar lóbrego y una mesa modesta, la escena se desarrolla en una estancia cuidadosamente arreglada, con un pretil lleno de cosas esmeradamente dispuestas (en el lado de la izquierda, donde está Jesús, objetos relacionados con la liturgia; a la derecha, objetos de la vida doméstica). Los apóstoles no son rudos pescadores de barbas y cabelleras encrespadas, sino mujeres atentas a todo lo que está pasando, sea oír a Jesús, sea atender las necesidades de la casa. Una de ellas, casca huevos para hacer una tortilla. Otra acaricia la cabeza de dos niños que contemplan con curiosidad, tal vez con hambre, la operación. Las mujeres representan el cuidado de las cosas y las personas, el amor en su forma esencial. Su efecto es, por decirlo así, atmosférico. El amor que predica Jesús no es para ellas nada abstracto, un utópico ideal por el que luchar a muerte, sino la vida misma cuando uno se esfuerza en mirarla por el costado más amable. De ahí que resulte tan difícil encontrar en este cuadro a Judas, el discípulo que traicionó al maestro por treinta monedas y luego, avergonzado, se colgó de un olivo. La mayoría de los pintores se han regodeado representando el gesto felón o la bolsa con las monedas. Pagégie se limita a pintar al traidor con los puños cerrados, el clásico gesto asociado a la rabia y la avaricia. Se trata de que disfrutemos de la cena sin sobresaltos. Claro que no podemos olvidarnos de él y, por eso, hace una cosa muy sutil: pinta a un apóstol con una cuerda blanca a la espalda saliendo por la puerta lateral, no la que conduce al huerto luminoso donde brilla el sol, sino otra que da la impresión de no llevar a ninguna parte (recuérdese que Judas se suicidó ahorcándose en la rama de un olivo).
No podemos ya preguntarle a la artista, pero si se mira con atención esa figura que se va parece uno tiene la impresión de que se ha convertido en un varón. La pintora identifica el amor con el mundo femenino y el egoísmo, la envidia y la codicia con el masculino. Nadie se lo puede reprochar, aunque se trata, obviamente, de una burda generalización. Hay otra figura en la escena que llama la atención, la hermosa mujer vestida de negro situada en la puerta de la derecha, junto al pebetero. ¿Será María Magdalena, la amiga especial de Jesús? No sabemos si asistió o no a la cena. Puede que no fuera invitada, o que llegara con retraso, pero resulta extraño tratándose de la despedida de Jesús. Los apóstoles no aclaran el asunto. Pagégie se atreve a sugerirlo porque si Cristo era el hijo de Dios hecho hombre, destinado a sufrir y morir, también tuvo que conocer el amor, el amor humano. Me hubiera gustado escucharla para saber cuáles eran sus opiniones al respecto.
Ronda es una de las ciudades más hermosas de España y la Colegiata su edificio religioso más destacado. Son muchas las cosas en él realmente curiosas: la torre de ladrillo que preside la fachada (cuadrada en la base y octogonal en lo alto) y que, al
parecer, sustituyó al alminar de la antigua construcción musulmana; la galería adosada a ella, un añadido del siglo XVII más propio de un edificio civil que de una iglesia; los deslumbrantes restos del mihrab de la vieja mezquita; la existencia de dos partes estilísticamente muy diferentes, la parte gótica y la parte renacentista; el estupendo coro de roble y castaño que sirve de unión entre ambas; el soberbio baldaquino de madera de pino rojo que preside el alta mayor; la escalera de caracol que sube hasta las terrazas y las propias terrazas, el único lugar de Ronda desde el que es posible el anfiteatro de montañas que rodea la ciudad.
La Colegiata perdió buena parte de su patrimonio durante la odiosa Guerra Civil. Con el tiempo (y los cuantiosos recursos del turismo) se han repuesto muchas obras, a veces mejorando notablemente lo que había. Las pinturas de Pagégie son un elemento esencial en este proceso de rehabilitación. Que entre ellas haya una Santa Cena con apóstoles mujeres es algo asombroso y, por lo que sé, único. Pero están ahí desde los años ochenta, aunque nadie se fija en ellas.
(Este texto procede de un libro en camino titulado provisionalmente La otra Ronda. El fotógrafo que lo ilustrará es James C E Boyd. Por desgracia, la únicas fotos suyas que he podido utilizar para este artículo son las de algunos detalles de los murales. El resto son mías. Pido disculpas por su culpable imperfección).