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AcordeónMariano Rajoy y el silencio mayestático

Mariano Rajoy y el silencio mayestático

En la entrega de los Oscar, The Artist obtuvo la misma respuesta que le brindó la crítica y la taquilla: una aceptación total. Más allá de su indudable mérito artístico merece la pena preguntarse qué nos está contando realmente esta película. Lo primero que llama la atención en ella es la subversión del código llevándonos, como hizo algunas décadas atrás Ettore Scola con El baile, al discurso del cine mudo y a partir de allí ser capaz de construir su personal homenaje al propio cine contándonos una de sus primeras transformaciones: la llegada del sonido a la pantalla. El protagonista, un actor de éxito, sufre este cambio y se queda sin trabajo. Como si la situación de desempleo no fuera suficiente, el crack del 29 le hunde definitivamente en la ruina. Se trata, entonces, de alguien emocional y económicamente derrumbado. No nos es ajeno este relato, ¿verdad? 

 

Desde el pasado, con un recurso lírico de la imagen que debe contarnos sin palabras la historia, The Artist nos revela el presente con toda su crudeza. Sin la fuerza directa de un documental como Inside Job o Margin Call, un relato de cámara que narra, a puerta cerrada, un posible detonante de la crisis, The Artist consigue conectar con el presente porque lo hace desde el pasado, la evocación y, fundamentalmente, desde una zona en la que aún eran posibles los relatos. El protagonista ve diluirse el suelo bajo sus pies perdiendo toda certeza: ha cambiado el mundo, tanto en su situación personal, caducando su capacidad laboral, como en el cuerpo social a través de un crack que disuelve la experiencia. Tal como ocurre hoy, ya que la reinserción frente a la pérdida solo es posible si se posee la liquidez suficiente como para adaptarse a la escasa demanda que, casi seguro, difiere del rol laboral para el que el demandante se ha preparado. Su capacidad de adaptación, de transformación, de liquidez es la que le puede permitir volver al ruedo laboral. El sociólogo Richard Sennett habla de la desaparición del trabajo en términos cualitativos; la especificidad y la pericia del artesano han sido sustituidos por un ejército de trabajadores de bajo coste, es decir, de salario paupérrimo, que poco a poco van ocupando todos los roles que antaño eran adjudicados a personal fuertemente capacitado poniendo en riesgo el sistema y disparando alarmas que nadie parece oír. Perdido el valor del trabajo con todo el cúmulo de certezas que acarreaba, es decir, la estabilidad, la perspectiva de futuro y la posibilidad de desarrollo personal, arrasa con todas estas experiencias y no permite ser narrado de la manera tradicional. Es la hora del reality show, un género que se alimenta de lo efímero, que se cuenta en directo, carece de guión y de final y sustituye a cualquier planificación. Como la vida que nos toca: el aquí y ahora sin ninguna certeza ni seguridad y con un mañana difuso. El reality ocupa el lugar en el que antaño triunfaban los culebrones y los seriales. Hoy es imposible narrar las vicisitudes de un entorno urbano con la crisis de fondo; en su lugar lo hacen los realities vespertinos o nocturnos que desde una suerte de hiperrealismo cuentan una pseudo vida en directo. Si revisamos los seriales que sobreviven a este cambio como Cuéntame, Amar en tiempos difíciles, Toledo o Águila Roja, vemos que tienen en común el hecho de narrar otra época, algo vivido por otras generaciones o a lo sumo, en algunos casos como Cuéntame, permiten una recreación costumbrista y complaciente de un pasado que nos es cercano. The Artist, como los buenos clásicos, tiene la virtud de contarnos en blanco y negro y sin palabras, pero con un relato ortodoxo, aquello que nos está pasando hoy.  Un recreo en medio del ruido sin las interrupciones del reality que pretende invadir todo el espacio de lo real. Desde la nadería que, tarde a tarde, ocupa las pantallas televisivas o lo medular que, con óptica epidérmica y siempre distorsionada, también es canibalizado por el reality. El seguimiento del caso Urdangarin es una prueba de ello, ya que salvo las contadas excepciones de la prensa seria, el conjunto lo ha llevado a las portadas de las revistas y a muchas pantallas como un directo infinito cargado de trazos gruesos y adjetivos que ocultan lo sustancial. Más preocupante es el uso que desde el poder se hace del género, por ejemplo, desde Moncloa. Podríamos decir que estamos frente a una nueva manera de gestionar la información gubernamental. 

 

Los pasos más trascendentes del Gobierno han sido narrados por el presidente Rajoy y por el ministro De Guindos a la manera del reality: en directo y en clave hiperreal, es decir, con un off the record. El temor de una huelga general confesado por el presidente español al primer ministro holandés, Mark Rutte, y al finlandés, Jyrki Katainen, asegurando que aún falta  lo “más duro” en un diálogo privado y captado por un micrófono y, días más tarde, la afirmación del ministro de Economía al comisario europeo de Economía, Olli Rehn, de que la reforma laboral “va a ser extremadamente agresiva”, hablan a las claras de una nueva manera de comunicar, poniendo lo privado sobre el tapete, expuesto como se exhibe lo íntimo en un reality. Contada así la reforma laboral quita presión al anuncio oficial, el de los viernes por la tarde después del Consejo de Ministros y, como en un reality, se nos permite entrar en la zona privada del poder para atenuar su efecto. Más aún cuando tenemos un presidente que no se prodiga públicamente, que hace de sus apariciones un ejercicio de contención hasta ahora reservado al Rey, es decir como si fuera el jefe de Estado que parece delegar en la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, su papel, convirtiendo a ésta en una virtual primera ministra. El presidente no está para el día a día, parece contarnos su relato, solo atiende a lo trascendente y a ello accedemos a través del off the record, convirtiéndonos en vouyers del poder y en ese supuesto goce debemos amortizar el dolor de cada anuncio.

 

Al igual que al resto del cuerpo social, a los políticos también les alcanza la liquidez del sistema y la erosión de la crisis. Así como los altos ejecutivos de las multinacionales (CEO) ven limitado su margen de maniobra al perder libertad en la administración del gasto empresarial, los políticos ven diluido su rol en manos de los mercados que marcan las pautas a seguir. El político ya no cambia la realidad sino que, al igual que un spin doctor [portavoz que edulcora la realidad], busca argumentos para narrar un acontecer dado a sus electores. De transformador se ha convertido en emisor. Rodríguez Zapatero había encontrado, a través del politólogo  irlandés Philip Pettit, un relato de inclusión de las minorías para sobrellevar su gestión, que se hizo trizas con la debacle económica y perdió toda capacidad de emisión. Rajoy, a pesar de su mayoría absoluta y una capacidad de gasto ideológica con su electorado más radical, debe parapetarse intramuros para evitar el desgaste. “Voy a dar la cara y no me esconderé”, dijo en su primera entrevista a la agencia EFE, tres semanas después de asumir el poder (duró 25 minutos en los que respondió a 14 preguntas). No se ha dejado ver mucho más desde entonces y su declaración más sonada no fue otra que el off the record apuntado. Al contrario que el protagonista de The Artist, Rajoy deja atrás la política del diálogo para entrar en una etapa de discurso mudo; de silencio sostenido. También parece poseer un atributo que carecía el actor: su capacidad de adaptación a cualquier circunstancia y un manejo líquido de su personalidad. Dotes de las que carecen la mayoría de los ciudadanos. Está por ver quien resiste más. 

 

 

 

Miguel Roig es escritor. Acaba de publicar Las dudas de Hamlet. Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española (Península). En FronteraD ha publicado El duque de Palma y el chelín de Jorge VI y Letizia Ortiz y el retrato de Dorian Grey

 

 


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