1. In Memorian
Antes de que el ángel de la muerte nos trajese la noticia de su fallecimiento, vivíamos ya en un raro estado de silencio que no presagiaba nada bueno. Algo tenía que estar ocurriendo para que aquel indómito rebelde, dotado como pocos para encontrar el agua de las palabras en el desierto de los humanos misterios, se mantuviese silente y ausente en medio de tantos acontecimientos nuevos (Ucrania, especialmente), cosa que jamás había ocurrido. Si hace ya muchos años algunos compararon su deslumbrante aparición en la escena cultural alemana con la conmoción causada en su tiempo por Heinrich Heine, y algún otro añadió que su entrada en la literatura germana había sido como meter un tiburón en una lata de sardinas, su silenciosa salida de la vida ha sido una muda letanía. Como él mismo había escrito y prescrito en un conocido poema, que se ha cumplido al pie de la letra.
Toda muerte causa una honda herida en el alma, una cicatriz que, por mucho que se seque, sigue en carne viva eternamente. La muerte es un vacío que nunca se llena. Sufre el espíritu un desgarro que arranca brutalmente partes esenciales de nuestras vidas. Hans Magnus Enzensberger ha sido protagonista central de la vida intelectual y mediática, alemana y no alemana, de los últimos sesenta años. Su muerte deja un desgarro y un vacío que no se llenarán con nada. Por mucho que, al final, artificialmente se llene con la indiferencia o el olvido.
No es ésta una muerte cualquiera. Desaparece un hombre-símbolo. Por decirlo con un título suyo, “un héroe de la retirada”. Este extraordinario hombre-orquesta (buen poeta, mejor articulista y crítico, gran ensayista “ligero”, acreditadísimo traductor, retórico dandy, polemista de máximo nivel, magnífico editor) llevó a cabo, junto con otros, una tarea titánica desgraciadamente cada vez más olvidada: sacar, con fórceps, a Alemania de su desvarío histórico, devolverle la cabeza, quitarle la caspa “metafísica” a sus ensoñaciones hegelianas de nación con un destino supremo, limpiar de los espíritus el terrible pasado del nazismo, pecado nefando que aún seguía metido en los huesos, las mentes y los sentimientos en la posguerra. Con tan furioso esfuerzo Enzensberger prestó un servicio impagable a Alemania y, por derivación, a Europa. Este hombre contribuyó, como pocos, a “civilizar” a su país, a acabar con aquella famosa y durmiente “bestia” rubia alemana, que, según su antecesor Heine, habita siempre viva en las profundidades del alma alemana y que, por muy dormida que parezca, al final siempre despierta.
No todo en este cristal, que desgraciadamente acaba de romperse, fue translucido. Tuvo defectos, tiró de mañas y de trucos, utilizó aquel don de seducción con el que encandilaba, cayó, a pesar de su muy aguda inteligencia, en tentaciones políticas absurdas, fue acusado de oportunismo e inconsecuencia por no comprometerse con ningún “credo” (artefacto al que odiaba), su obra fue tildada de frívola, superficial y ligera porque, a ojos de sus críticos, resplandecía mucho, pero entraba poco en la profundidad de los problemas. Por más cierto que pueda ser eso, más lo es todavía que esa supuesta superficialidad nos regaló claves decisivas para entender nuestra época, especialmente las propias de la gran industria del presente, la “industria de la manipulación de las conciencias” (incluida televisión, prensa, poderes, religión del turismo, ideologías o consumismos). De una forma paradójica, Enzensberger fue expresión esencial de lo mejor de su época y, al mismo tiempo, reflejo mimético de sus trivialidades y limitaciones, ideológicas y no ideológicas.
Perdemos una luz ahora que tanto escasea. Se apaga el faro que, desde el hermosísimo ‘Englischer Garten’ de Múnich, nos orientaba en medio de las incertidumbres. Fue un atentísimo vigía que siempre avisaba, adelantándose a todo y todos, en el momento en el que la más lívida luz titilaba en el horizonte, y con eso nos regalaba el don que más escasea: explicación y la impagable sensación de entendimiento que su mente transmitía. Y que venía a ser como si una magia domase los acontecimientos. Con él el mundo parecía inteligible, aunque ni lo era, ni lo sea. Ha muerto el autor que, con su duda escéptica, con más fe racional exploraba las oscuridades de las preguntas sin respuesta.
Cierto, nos queda su obra, pero su obra es pasado y su vida era un presencia siempre presente. Una instancia de guardia permanente, día y noche. Un bien como ese es de suma importancia: supone disponer de alguien que interpreta el “ser y el tiempo”, dicho en la jerga heideggeriana que él tanto desdeñaba. Seguramente, esa hermosa hermenéutica no fue nunca otra cosa que una placentera poción que nos servía de consuelo, y seguro que él, fino escéptico, lo sabía, pero al mundo, en angustia, le alivia tener un vigía con el don de dar con las fórmulas que, como llaves mágicas, abren los enigmas. El tiempo inexorable ha roto ahora ese espejo de las maravillas. Y hay que temer que no haya heredero para tan importante tarea. Para quienes lo hemos seguido de cerca ha sido una experiencia impagable verle volar tan ágil y ligero como las palabras y comprobar cómo sus sorprendentes disquisiciones renacían una y otra vez, como el ave fénix, tras la estrepitosa caída de tantos dioses falsos y de otras monumentalidades imponentes, históricas o metafísicas, que siempre acaban convirtiendo el mundo en una escombrera.
Aborrecía visceralmente ser faro o estrella polar de nada ni de nadie, pero, a gusto o disgusto, lo fue. La fortuna o la desgracia quisieron que recayese sobre él ese movido papel en el tormentoso espectáculo de la historia, principalmente la de los casi cien años en los que este niño grande, Magnus, ha vivido y atravesado, con su aguda capacidad de exploración, las grandes catástrofes del siglo XX, que afectaron a su vida directa o indirectamente. Si le tocó esa función por alguna razón habrá sido. Seguramente porque nadie habría podido hacerla de manera tan suprema.
A la vista de esa larga, valiosa y creo que feliz vida, sólo cabe unirse al agradecimiento que, en la hora de su muerte, le han expresado tantos miembros conspicuos de la sociedad alemana –escritores, poetas, críticos, pensadores, periodistas, políticos, editores, hombres del mundo de la televisión y del espectáculo– mediante una concisa, justa y rotunda fórmula de gratitud y respeto: “Danke für alles”, gracias por todo. Eso fue este Hans Magnus, gran malabarista de los conceptos, indómito enfant terrible de su época, cosmopolita poco alemán que empleó más de la mitad de su existencia en luchar contra la Alemania eterna, y que, tras tan enrevesado recorrido, dejo de nadar, agotado, en medio de las turbulentas olas del siglo XXI.
2. El electrizante. En recuerdo de Han Magnus Enzensberger, por Jürgen Habermas
Le consideré siempre el más inteligente de nuestro año de nacimiento. Se le podría haber llamado el muy dotado,[1] si no fuera porque ese término tiene algo ambiguo que puede despertar dudas sobre su capacidad para realizar cosas, que la tuvo desde muy pronto y fue siempre deslumbrante, y sobre sus variadísimas capacidades, desde luego nada habituales. Sus primeros poemas, marcados por Brecht y Benn, los panfletos que demostraban muchas lecturas y el tono propio de la Ilustración, los sorprendentes descubrimientos de sus “excavaciones” culturales, los ensayos literarios, los artículos críticos y los precisos Detalles[2] fueron una bomba en la paralizada República de Adenauer. Quien, como yo, tenía en 1957 la misma edad que este escritor apenas conocido, quedó electrizado por el tono de su Defensa de los lobos, por su crítica al estilo Adorno al Lenguaje del Spiegel y, poco después, por la mirada anarquista de Política y delito.
Le conocí personalmente a mediados de los 60, en casa de Sigfried Unseld[3] en la Klettenbergstrasse, en las veladas en las que reunía a un pequeño círculo de autores de la Editorial. Max Frisch disfrutaba allí de una autoridad indiscutida, lo mismo que el más bien silencioso Peter Weiss, cuando, ocasionalmente, viajaba desde Oslo para participar en estos debates, y que tenía la autoridad del autor de gran éxito. Pero Enzensberger y Walser eran los dos elementos “jóvenes” dinamizadores, a los que Unseld escuchaba con mucha atención. A Enzensberger porque valoraba su gran amplitud de lecturas, la gran riqueza de ideas y la impetuosa iniciativa de un Lector[4] capaz.
En todo caso, Enzensberger pertenecía, junto a Frisch y Walser, a los autores que, en Nochevieja, ponían a Unseld ante el dilema de a quién había que llamar primero.
En 1965 tuve la oportunidad de percibir verdaderamente la extraordinaria riqueza de lecturas de Hans Magnus Enzensberger, y de su olfato para descubrir todo lo productivo en cualquier tipo de conocimiento o temática, hecho que se confirmaría cuando después fundó distintas revistas y, sobre todo, cuando se encargó de la creación/dirección de la Otra Biblioteca.[5] Acababa yo de llegar de un viaje a Estados Unidos y estaba orgulloso de haber “descubierto”, gracias a distintos diálogos con una serie de colegas, la existencia de un autor totalmente nuevo y rupturista en el entonces floreciente campo de la Lingüística. En ese momento recibí una sorprendente llamada de Enzensberger: me preguntaba si quería escribir, para la revista que entonces editaba, la famosa Kursbuch, un artículo sobre Noam Chomsky, quien, en aquel tiempo, era un completo desconocido en Alemania, y del que él acababa de tener noticia. Incluso en este campo era el más rápido. Enzensberger encarnaba de una forma literariamente única la plasticidad del espíritu humano.
Desde los tormentosos tiempos del movimiento estudiantil sólo nos encontramos personalmente en algunas ocasiones. Pero su muerte me hace darme cuenta de nuevo de su incesante y viva presencia intelectual.
[Traducción y notas de Luis Meana. Esta necrológica escrita por el filósofo Jürgen Habermas se publicó en el Süddeutsche Zeitung de Múnich.
Notas:
[1] Propiamente, la palabra alemana significa el más curioso y despierto.
[2] Título español de su libro Einzelheiten.
[3] Entonces editor y máximo responsable de la editorial Suhrkamp.
[4] En alemán, el lector es el responsable de un departamento de una editorial que busca autores y selecciona, evalúa y decide las obras a publicar.
[5] Una colección de libros y autores de alta calidad que forman una biblioteca bastante distinta a cualquier otra].
3. Hans Maguns Enzensberger: la luz y la cruz de la negación
Este hijo lejano de la revolución francesa y penúltimo retoño de la Ilustración nació, por lo que luego se ha visto, bajo el signo de su nombre: Magnus. Tan magno que, incluso hermeneutas bastante ilustres, escribieron de él lo siguiente: “No hay para la aparición de Hans Magnus Enzensberger en la escena intelectual alemana ninguna otra comparación que la aparición de Heinrich Heine”. Lo que son palabras mayores. Sea lo que sea de tales comparaciones, Enzensberger es Magno aunque sólo sea por la increíble magnitud y versatilidad de sus dones: no sólo es un ensayista mundialmente reconocido, sino que es también –dato que tiende a pasar inadvertido– un magnífico poeta, a la vez que autor teatral, traductor, políglota excelso en media docena de lenguas, editor de gusto aventurero, brillantísimo polemista, enfant terrible de la vida política, fundador de revistas (las míticas Kursbuch y TransAtlantik, por ejemplo), transhumante del mundo (con estancias de meses o de años en los países o ciudades más divergentes, de Noruega a Cuba, pasando por Italia, la Unión Soviética, Roma, Nueva York, México), entre otros dones más o menos dandys. Estamos, como demuestra todo eso, ante una especie de Casanova del conocimiento, un don Juan de la más refinada cultura. De ahí que se tenga siempre la impresión de estar ante un hombre del Renacimiento. Hombre de quien puede repetirse aquello que Enzensberger mismo escribe, en el comienzo de su tesis doctoral sobre Clemens Brentano, de éste: “como todo hombre que merece que la posterioridad recoja no sólo su obra, sino su misma persona, Clemens Brentano es un enigma que ninguna biografía puede descifrar. Su verdadero ser no podemos llegar a conocerlo; el Brentano que creemos conocer es una creación en la que ha tomado parte tanto su imaginación y la nuestra como la historia: un niño ensoñador […], el soberano de un principado fantástico entre el cielo y la tierra; un duende aterrador del burgués […], un comediante, un ladrón y un guitarrista; un jovencito deslumbrante; un hombre apasionado y variable, un genio erótico […]”.
Cuando la naturaleza le da a alguien tanto equipaje para el viaje de la vida es que lo ha destinado a algo más que a plantar flores. Este hombre-elite, HME, de mano tan ingrávida para las ideas como Mozart para las notas, se encontró un día ante una tarea titánica: la recomposición de una bancarrota histórica. Como heredero de una gran hacienda arruinada tuvo que dedicar, nolens volens, esas manos de plata a una labor en principio ingrata: arrastrar, como el chiffonnier de Baudelaire, hasta el vertedero de la historia todos los cascotes, los desperdicios, los escombros y todas las basuras que el derrumbamiento de una cultura gigante, la alemana, había dejado desparramadas por el suelo. Por decirlo con un bello texto de Walter Benjamin: tuvo que dedicarse a “urbanizar territorios en los que hasta entonces sólo había florecido la locura. Meterse en ellos con el hacha afilada de la Razón sin mirar ni a derecha ni a izquierda, para no caer en el temor que llama desde lo profundo de la selva. Todo el espacio tuvo que ser urbanizado por la Razón, y limpiado de la maleza de la locura y del mito”. Una tarea que impuso condicionamientos vitales, porque hay urgencias que no pueden dejarse de lado para dedicarse a hacer bellos poemas líricos.
Enzensberger fue, como Habermas, Grass y otros contemporáneos, una especie de condenado a trabajos forzados en el gigantesco campo de castigo de la posguerra alemana. Toda su primera obra es el resultado de esa urgencia de bombero. Como lo formuló una vez su coetáneo Habermas, toda esa catástrofe obligó a Enzensberger a una revisión de las raíces de la política y, consecuentemente, de la literatura. Porque, por decirlo con la famosa frase de Adorno, “dedicarse a hacer poesía tras Auschwitz es una barbarie”. Frase a la que Enzensberger, en una famosa respuesta, le dio la vuelta por completo al aserto y lo convirtió en su contrario: sólo la poesía puede hablar en nombre de las víctimas arrasadas, sólo ella puede hablar en nombre de la total desconsolación de los absolutamente desesperados, sólo la poesía puede redimir a las palabras, y al lenguaje, volviéndose expresión del dolor de quienes ya no pueden expresarse. Consecuentemente, la primera tarea de Enzensberger, y otros contemporáneos, sólo podía consistir en la superación de ese pasado trágico, en poner en marcha la alfabetización política de Alemania. Y a eso se entregó en cuerpo y alma siguiendo el bello motto de Günter Eich “sed incómodos,/ sed arena, no aceite,/ en la maquinaria del mundo”. En ese impulso llegó a veces a una radicalidad superlativa, como cuando estipuló la maldad intrínseca de toda estructura política o como cuando afirmó que Auschwitz era la consecuencia final que le brota a toda política, afirmación que le costó la reprimenda, algo severa, de Hannah Arendt. En resumidas cuentas, que los condicionamientos de la historia alemana obligaron a Enzensberger a vestirse con el ropaje del “zornige junge Mann”, del “joven furioso”, del enfant terrible, con el fin de desmontar la hipocresía impuesta por la generación de los padres, que seguían haciendo como si Hitler hubiera caído, meteórica e imprevisiblemente, del cielo, sin que ni los alemanes ni Alemania hubieran tenido nada que ver en ello. Hubo, pues, que romper muchos silencios, hacer estallar muchas mentiras, evitar que todas esas actitudes hipócritas blanqueasen farisaicamente el sepulcro alemán. Como casi siempre, bordó ese papel de zornige junge Mann y se convirtió en un punto de referencia nacional, casi en instancia. En uno de los más crueles críticos de la Alemania de Adenauer, pacata, provinciana y tendera. De esa época y tarea han quedado ensayos magníficos, llenos de furia, agresividad e ingenio, en los que continuó aquella vieja tradición ácida, irónica y crítica que representaron un día Kraus y Tucholsky dentro de la lengua alemana.
Con el tiempo, tuvo que descubrir, como tantos otros, que todas esas marionetas de la dramaturgia alemana eran sólo los guiñoles nacionales de una corriente histórica mucho más internacional y profunda. Eso le obligó a saltar de lo local a lo universal, de lo particular a lo general, a pasar de la alfabetización política de Alemania a la alfabetización sociopolítica del mundo. Con otras palabras, a pasar del análisis de las condiciones materiales de la dominación política a las inmateriales, que son las determinantes de nuestra cultura y las que forman la industria central de la Modernidad: la industria de la conciencia, como él mismo la denominó. Como casi siempre, le dio a la empresa un sello absolutamente personal: introdujo un cambio de actitud radical frente a toda esa industria de los inmateriales culturales: en vez de dedicarse a maldecir los fenómenos de esa industria de la conciencia, como hicieron tantos otros, se dedicó a buscar fría y analíticamente las leyes que la constituyen. En esa labor llegó a su plenitud una cualidad de Enzensberger que ya había asomado en su vivisección de las cuestiones alemanas: su cualidad de sismógrafo de lo venidero. No al estilo de un Baudelaire o de un Benjamin, sino a niveles más “triviales”, pero, al mismo tiempo, más necesarios. Nadie más rápido, nadie más agudo, nadie más adelantado que Enzensberger para intuir y prever lo que va a pasar o está pasando en cada momento en una cultura. Capacidad para la que este hombre dispone de una especie de don del cielo: su asincronía. Enzensberger siempre está allí donde no debería estar. Como lo formuló certeramente un crítico, Enzensberger llega a todo antes que los demás. Observación incompleta porque no sólo llega antes que los demás, también es siempre el primero en abandonar una posición exangüe, pues si tiene un olfato superdotado para anticipar lo venidero, lo tiene aún más superdotado para detectar cualquier indicio, por ligero que sea, de momificación. De todo ese complejo y excelso olfato para lo presente y lo venidero salieron ensayos magistrales, unos investigativos –como los hermosísimos sobre los anarquistas (Los ensoñadores de lo absoluto) o sobre la mafia norteamericana (Chicago Ballade)–; otros más teóricos –como La industria de la conciencia, El ocaso de la crítica o El juego a la gallinita ciega de la Economía–; otros de actualidad sociopolítica –como Los héroes de la retirada, La tribu de los charlatanes, o la Necrológica de la moda–, y tantos otros. Algunos de ellos suponen hitos de difícil superación. Es el caso, por citar un solo ejemplo, del magnífico análisis del turismo –Una teoría del turismo–, tan magistral e insuperado hoy como cuando fue escrito hace decenios.
Por tanto, Enzensberger tiene tras de sí una compleja trayectoria. Que sólo puede explicarse y entenderse desde una premisa: su nomadismo. Intelectualmente, Enzensberger es un nómada, no un sedentario. Como todo nómada, no ha nacido para arar permanentemente el mismo terreno, sino para ir recorriéndolos todos. Como todo nómada aspira constantemente a aquel cambio de clima del alma al que se refiere Nietzsche: “Lo mismo que un médico manda a sus pacientes a un lugar nuevo para que se liberen de todo su ‘hasta ahora’, de sus preocupaciones, amigos, cartas, obligaciones, idioteces y torturas de la memoria, y aprendan a dirigir las manos y los sentidos hacia una forma de alimentación nueva, un sol nuevo, un nuevo futuro, así me obligo yo, médico y enfermo en una misma persona, a un clima del alma aún no probado e inverso, a saber, a una migración a lo lejano, a lo distinto, a una curiosidad por todo tipo de cosas desconocidas […] De eso se siguió un largo mudar, buscar, cambiar, una adversión contra toda permanencia, contra todo afirmar o negar grosero […]”. En dos palabras, “antes morir que vivir siempre aquí” (Nietzsche). Esa actitud del nómada siempre le ha causado problemas a Enzensberger. Como puede constatarse leyendo algunas de las anotaciones de los Diarios de Peter Weiss, donde hay una sustanciosa exposición del conflicto: “Yo siempre quería saber de él [de Enzensberger]: dónde estás. Pero precisamente eso es lo que él más despreciaba, le repugnaban esas ataduras, esas determinaciones de posición que yo exigía”. Por tanto, aunque ese nomadismo le haya proporcionado a Enzensberger la lux de la permanente innovación, le ha causado también la crux de marcarle con el estigma del traidor o del camaleón, del que cambia con demasiada frecuencia de trinchera, de credo o de principios. Un conflicto que es más histórico que personal, es decir, tiene su causa más en ciertas creencias o circunstancias de una época que en las peculiaridades psicológicas de una persona.
Pues, por alguna razón misteriosa, la radicalidad de un pensamiento se ha puesto, en las últimas décadas, más en relación con su radicalización estática que con la radicalización de su dinámica. El grado de radicalidad de un pensamiento se ha medido más por la referencia “geográfica” de en qué punto del espacio –político o social– está ubicado que por el movimiento o transformaciones que conlleva. Lo que viene a ser como incurrir en lo que podríamos denominar la reversión de la radicalidad: como demuestra el radicalismo de Nietzsche, la radicalidad consiste en pisar constantemente territorio inexplorado y prohibido, y no tanto en radicalizar la crudeza de la crítica desde una posición intelectual fija. La crítica no es radical por su radicalismo estático –por la permanente repetición de denuncias o por la dura crudeza de la objeción– sino por la radicalización de su dinámica: por ser un continuo abandono del hogar habitado. La Razón no está, primordialmente, para denunciar, está, primordialmente, para explorar. Para él, criticar consiste en explorar. La denuncia no es más que la resultante de esa exploración incesante. Criticar supone abandonar permanentemente el hogar –el punto ideológico o ideográfico habitado”. “La libertad –enuncia Nietzsche en un momento de la Genealogía de la moral– consiste en el abandono permanente del hogar”. Paradójicamente, la intelectualidad izquierdista de las últimas décadas se ha quedado paralizada, como una estatua de sal, en el j’accuse de Zola, como si la labor primigenia del intelectual fuera dedicar toda su vida a denunciar injusticias. Eso mismo es lo que expresa Enzensberger en un conocidísimo texto programático: “No todo el mundo sirve para lanzar credos […] El rearme moral de izquierdas por mí puede morirse. No soy un idealista. Frente a los credos, prefiero los argumentos. Me agradan más las dudas que los sentimientos. El parloteo revolucionario me repugna. No necesito visiones libres de contradicción. En caso de duda decide la realidad”. Todo prohijamiento excesivo de una posición o de una idea, toda atadura a una concepción, equivale a frenar o traicionar el desarrollo del mismo pensamiento. Con otras palabras, la teoría nunca puede ser la soga con la que se ahorque el propio pensamiento. Si se atiende a ese dinamismo programático, es, entonces, bastante fácil encontrar una continuidad fundamental en todas las variaciones y diversas posiciones de Enzensberger y muchas más continuidades de las que se descubren si esa obra es analizada únicamente desde las coordenadas típicas del izquierdismo comprometido.
Puesto que se trata del ensayismo de un nómada, de alguien que penetra en un territorio intelectual sin intención de quedarse en él para siempre, el ensayismo de Enzensberger es, y debe ser, necesariamente “ligero”: ese ensayismo no aspira a desvelar las últimas esencias filosóficas de nada, tampoco a cargarse de “ergos” y silogismos, y menos todavía osa cubrirse con el pesado plomo de lo académico. Es un ensayismo “periodístico” (en el mejor sentido que pueda tener hoy una palabra tan negativamente connotada), es decir, propiamente ensayístico: hecho para los hombres cultos de su tiempo y no para académicos. Por eso, cuida más la gracia de la ironía que la desgracia de la erudición profesoral mostrenca. En ese sentido, ese ensayismo es más francés que alemán. El propósito del ensayo de Enzensberger es proporcionarle al objeto, o al problema analizado, las condiciones mejores de libertad para que se revele el problema mismo y no sus ventrílocuos intelectuales que somos nosotros. Para lo que utiliza el procedimiento que él mismo denomina la “segunda mirada”: “la crítica […] no quiere destruir o liquidar a sus objetos, sino que quiere someterlos a una segunda mirada”. De lo que se trata es de someter al problema a una iluminación múltiple de luces entrecruzadas, a un juego relampagueante de ángulos inversos, desacostumbrados o inesperados. Ese empirismo de la “segunda mirada” nos descubre el mundo mejor que la primera, sencillamente porque ésta sólo nos reproduce nuestros propios esquemas mentales.
La pregunta que se ha planteado muchas veces es si un ensayismo así, ligero, desenfadado, “descomprometido” e irónico, y tan seducido por el “gusto por la inconsecuencia”, no incurrirá en aquel vicio del que Hannah Arendt acusó, en un contexto distinto –concretamente en el contexto del análisis del nazismo–, a Enzensberger: el de ser una forma cultivada de escapismo. Lo que se preguntan muchos observadores críticos es si todo ese derroche de brillo, genio, ingenio, gracia, divertimento, agudeza y deleite, no será simplemente una forma elegante y elitista de pasatiempo para espíritus altamente selectos. Una objeción que le siguen haciendo, velada o explícitamente, muchos de sus coetáneos a Enzensberger. Sin ninguna duda, hay una parte de escapismo en el brillantísimo ensayismo de Enzensberger. Pero, detrás de toda esa ligereza y “escapismo”, todo lector atento puede descubrir dos cosas. Primera, lo que podría denominarse el truco del ambientador. El ensayismo de Enzensberger es como los pulverizadores ambientales: esparciendo por la estancia unas refrescantes gotitas de agradable perfume, lo que hace en realidad es llenar la estancia, mediante la ingravidez de la ironía y el gusto por la inconsecuencia, del veneno corrosivo de la crítica. Segunda, todo ese supuesto escapismo es sólo una forma astuta de disfraz: como el buen espía, Enzensberger se pone todos los disfraces posibles para ocultar, pudorosamente, aquello que, de verdad, es: un moralista tímido que oculta, tras un vistoso follaje de escepticismos, indiferencias, ridiculizaciones, la indignación del humanista. Tras la fina ironía de Enzensberger está siempre oculto el diente venenoso de la cobra que pone su mortífera mordedura sobre la hipocresía intrínseca al poder y a sus negras intenciones. Como puede percibirse claramente, por ejemplo, en las briosas páginas de denuncia del capítulo final de La gran migración, las tituladas Paradojas de la caza humana. Esos dos aspectos, esa suave ambientación irónica y esa mordedura crítica, forman los dos pilares fundamentales del verdadero y más clásico ensayismo europeo, el de Montaigne y tantos otros, al que pertenece también, con toda su ligereza, Enzensberger.
Teniendo en cuenta todo eso, no creo que sea difícil convencerse de que nos encontramos ante un magnífico ensayista. Porque –y por citar una vez más a Nietzsche– “se reconoce a un filósofo en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas, la fama, los príncipes y las mujeres: lo que no quiere decir que esas cosas no se acerquen a él”. Si ésos son los criterios, no veo qué razón pueda existir para negarle a Enzensberger el título de filósofo, ligero, si se quiere, pero consistente y necesario.
[Este texto es la Introducción de Luis Meana al libro Las máscaras de la razón, publicado en 1995 por Círculo de Lectores en el que se recogen algunos de los más importantes ensayos de Enzensberger].