Visitar el museo del Prado una vez cerrado al público tiene un algo especial que lo hace irresistible; una magia seductora, para más aclarar. Y hacerlo de la mano de un profesor de Historia del Arte de la Universidad de Harvard añade la guinda al pastel. Tal fue mi afortunado regalo pre-navideño de hace unos días; una visita de un pequeño grupo guiada por el Prof. Felipe Pereda a la exposición Zóbel. El futuro del pasado, que se exhibe en el Museo del Prado (15/11/22 – 05/03/23).
El Prof. Pereda es, además de titular de la cátedra Fernando Zóbel de Ayala de la citada universidad, comisario (junto a Manuel Fontán) de la exposición. Se la conoce, por tanto, en todo su detalle, desde que se concibió hasta que se logró materializar, lo que conlleva el beneficio de escuchar de primera mano, entre otras cosas, cómo se tomaron algunas decisiones sobre la muestra y cuanta obra se ha quedado en los archivos de la Universidad de Harvard, donde acabaron los numerosos cuadernos de trabajo del artista.
¿Qué resulta interesante de esta exposición? En mi opinión de mero amateur –que me impide entrar en valoraciones estéticas o técnicas de la muestra y de la obra– creo que hay varios aspectos que la hacen destacable; en primer lugar la oportunidad de ampliar el conocimiento sobre un artista que tal vez por su origen filipino ha sido menos conocido en España de lo que ahora, gracias a esta exposición, lo será. Pero además, y en esto quisiera detenerme en esta nota, por la triple dinámica de dobles diálogos particularmente inusuales que plantean la propia exposición, la obra del artista y su vida, una trilogía que opera a modo de trifinio, esa coincidencia de tres fronteras que raramente se da en geografía.
Comencemos por lo más evidente y anecdótico; ¿una muestra de arte abstracto en el corazón del Museo del Prado es señalar una carencia, una transgresión o un error? Yo creo que más que negación de cada una es lo contrario de las tres cosas; un acierto total, ya que la obra de Fernando Zóbel (Manila, 1924 – Roma, 1984) ofrece repetidas muestras de la admiración del artista por el arte clásico y de cómo lo utilizó de fuente y de referente en buena parte de sus obras. Un referente que desarrollaba en sus cuadernos de trabajo a base de aplicar una detallada destilación de cada obra histórica que trataba hasta cercar su esencia si no pictórica siempre lumínica. Tales son los casos que se ilustran en la muestra con sus respectivos homólogos; la Santa Faz de Zurbarán, la Carga de los Mamelucos de Goya, o la Alegoría de la Castidad de Lorenzo Lotto.
Su minuciosa forma de trabajar, a base de secuencias de apuntes y dibujos, hace posible el seguimiento de cada transición desde el original clásico, como punto de partida, hasta la obra abstracta del pintor como estación de llegada. No en vano era Zóbel un inagotable viajero acostumbrado a establecer líneas de conexión y exigentes trayectos que encontraron finalmente su stazione termini en Roma, tras múltiples visitas y vivir largos periodos en España, Francia, Italia y EEUU. Y es que la inspiración clásica de Zóbel no es genérica y anónima, como el poso que deja una formación o unos estudios, sino concreta y precisa, sin anonimatos; esto es, Zóbel señala las obras clásicas que utiliza y sobre las que trabaja, lo que acaba por dar a su producción un cierto carácter de intervenciones, tal vez indirectas, sobre los originales, a modo de propuesta de re-lectura más que de copista o de seguidor de un maestro de la pintura.
Es posible por tanto tomar la exposición como una prueba de que el arte ni puede ni debe evitar su historia y de que tratar de eludir el canon no es sino otra forma de contribuir a su desarrollo. Habrá entonces de resultar enriquecedor para un museo de arte clásico mostrar los puentes por los que el clasicismo aterriza en el arte contemporáneo a través del arte moderno, sin perder de vista ese otro fenómeno temporal ineludible; que el paso del tiempo obligará a desplazar algún día la división de fronteras entre periodos históricos so pena de que las clasificaciones acaben por rendirse obsoletas ante el aplastante paso de aquél.
A esa dialéctica clásico-temporal viene a sumarse una segunda debida al hecho de que el artista, nacido en Filipinas, no por mera casualidad sino por ser el país en que se asientan sus raíces familiares, era una rara avis que transgredía una de las más perdurables barreras en el arte, la geográfica, y su división del mundo –cada vez menos sentida– entre arte asiático y arte occidental.
Zóbel pasó gran parte de su vida y realizó la mayor parte de su trabajo, en Europa y EEUU sin olvidar ni renegar de su origen asiático. Hecho este que se ha de tener presente al admirar su obra y que facilita la lectura de sus trabajos abstractos cuando se les percibe como insertos en una tradición que minimiza la ruptura con el arte figurativo. Un hecho diferencial que señala la singular perspectiva del trabajo de Zóbel, inversa a lo que era habitual en su entorno y en los artistas que frecuentaba; contemplar el arte oriental desde el punto de vista de Occidente incorporando elementos exóticos para europeos y americanos, mientras que el exotismo debió de ser para Zóbel, salvado el hecho de su educación en Harvard y en una familia de raíces europeas, el que encontraba en Madrid, París o N.Y. O, al menos, al que aquél exotismo lejano le caía más próximo y, por tanto, le impactaba de refilón. Una de las salas de la exposición da evidencia de esta segunda dialéctica confrontando obras del pintor con las de artistas asiáticos frente a los que los cuadros de Zóbel, reflejados como en un espejo invertido, posan con la naturalidad de poder declarar su genética reclamando el derecho a considerarse uno más entre aquellos.
Finalmente, la exposición es especialmente incisiva en poner de manifiesto la dialéctica que se da en la propia obra del artista entre el descubrir y el hacer; entre la obra acabada y la obra en construcción. En definitiva, entre los cuadernos de trabajo y sus obras terminadas, hasta el punto de que es difícil quedarse con una o con otra. La abundancia explosiva que muestran los cuadernos con que viajaba y que usaba para realizar apuntes de la realidad que encontraba a su alrededor y de las obras clásicas sobre las que trabajaba directamente en museos, pone de manifiesto que gran parte de la creatividad del artista se materializaba en un ejercicio continuo de ir viendo, plasmando y aprendiendo, según él mismo confesaba. Resulta interesante y emocionante asomarse al proceso de producción de un artista y no solo a contemplar su obra acabada, sobretodo sí, como es el caso, el proceso viene a confundirse con la vida misma del artista.
Como colofón, obligado es mencionar el espíritu de mecenazgo y altruismo de una persona que añadía a su práctica artística la vocación filantrópica. Algo que su origen familiar le permitió hacer con gran generosidad y que le llevó a constituir el primer museo de arte contemporáneo de España, en Cuenca, donde compró las Casas Colgantes que acabaría por donar a la Fundación March tras transformarlas en el Museo Nacional de Arte Abstracto. Una más de una retahíla de generosas donaciones a instituciones de varios países de las obras que iba adquiriendo –curioso coleccionismo para terceros– y no solo de obras de su propia producción, como suele ser el caso.
Que la Casas Colgantes de Cuenca puedan servir de puente entre ese Arte Abstracto con que nominó al museo desde su origen y el Museo del Prado tiene un valor evocador, de igual forma que la arquitectura de aquellas sobre la garganta del río Huécar posee marcados rasgos que el tiempo ha ido incorporando a múltiples construcciones modernas y contemporáneas. Mirar es esencia museística no solo para el público, que admira la obra contenida en el museo, sino para el artista, que dirige su mirada también hacia la historia; hacia delante y hacia atrás. Curiosamente, el poema de Eliot que inspira el título de la exposición,
Tiempo presente y tiempo pasado
se hallan quizá presentes en el tiempo futuro
y el tiempo futuro dentro del tiempo pasado
añade dos líneas más abajo;
Lo que pudo haber sido es mera abstracción
quedando como eterna posibilidad
solamente en el mundo de la especulación
Ese arte abstracto que resta en el mundo de la especulación cuadra bien con el trabajo de Fernando Zóbel de igual forma que eterna posibilidad es una buena calificación para el arte en general, sea abstracto o figurativo, oriental u occidental, también moderno o clásico.