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Mientras tantoUna mesa italiana, unos amigos peruanos

Una mesa italiana, unos amigos peruanos


Una copa de vino en Trattoria La Piccolina de Santiago de Surco, Lima, Perú. Foto de Carlos Alberto Pacheco.

El 20 de diciembre de 2022, un grupo de ex estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima se reunía en un restaurante italiano del distrito limeño de Santiago de Surco.

A los invitados nos enlazaba un pasado común: aulas y trabajos de la facultad, fiestas celebratorias de la carrera universitaria, el principio de la vida laboral, los años finales de nuestra vida de solteros y los primeros años de la vida de pareja. Esa noche yo era el único de los invitados que no vivía en el Perú.

A pesar de la distancia suelo estar pendiente de la vida de los demás. Mi cariño por ellos tal vez se asemeja de alguna manera a mi relación con Dios: los veo poco pero me reconforta saber que están ahí.

Como suele suceder, no estábamos todos. Dos de nuestros amigos también viven en el extranjero y sus vacaciones no coincidían con las fechas navideñas. La asistencia de algunos se complicaba con las obligaciones laborales o de la familia: pareja, hijos. Para otros el tema era el presupuesto: los gastos de los regalos y los viajes programados.

Este año que terminó, una de nuestras amigas rehizo su vida familiar en el Cusco y no podía llegar a Lima. Se lo impidieron los eventos desatados a partir de la decisión del Presidente de la República de cerrar el Congreso el miércoles 7 de diciembre de 2022: manifestaciones, quema de llantas, bloqueo de las carreteras, destrucción y ataques contra empresas privadas y oficinas del Estado. Ella temía tanto a la idea de cruzar las carreteras bloqueadas como a la de abandonar su nueva propiedad en el Cusco.

Había sido un año complicado. A la par de la desorganización social, el cáncer del clasismo y del racismo que nos cruzaron siempre, aparecieron temas generados por un líder incapaz. Él y el Congreso nunca supieron cómo encontrarse para trabajar y solucionar.

Debo decir que los peruanos de mi generación, desde mediados de los años 90s, conviven en un estado de permanente esperanza por un paraíso capitalista. Nuestra ilusión se combina con la vergüenza y la desolación ante la evidencia de que la vida peruana es un organismo atrofiado, donde el robo y la trafa son los síntomas de un sistema malhecho, injusto y desigual, controlado por mafias. Algunas de izquierda, otras de derecha, muchas sin partido.

Los medios de comunicación masivos (empresas privadas con un obvio interés por defender el modelo económico y cuya participación en la política suele ser fallida) han sido instrumentales en promover la cultura de la desconfianza política y se han demostrado como inefectivos medidores de las voluntades de las mayorías.

Una y otra vez las multitudes han votado por candidatos que los medios masivos privados consideraban como opciones fallidas. El último presidente-dictador no ha sido la excepción.

Por eso quienes nos reunimos no éramos optimistas. En una situación política en la que chocaban las consignas trasnochadas de la izquierda con las pachotadas racistas y simplificadoras de la derecha, creo que lo que nos identificaba más esa noche era la fatiga: el hartazgo. Qué más íbamos a decir. Esa noche queríamos vernos y tocarnos. Nada más.

Y sin embargo, uno de nosotros, el que reservó ese local, decidió no vernos. Y en su decisión («Estoy en el Centro de Lima y no llego. He preferido venir acá. Es una vigilia») quiso hacernos responsables.

Nos acusó (sin acusarnos) con las mismas consignas: ricos contra pobres, desheredados contra empoderados, limeños contra peruanos. Su decisión implícita (y política) fue «enseñarnos» que la imbecilidad del Presidente de la República y sus consecuencias también eran nuestras.

Que los casi 30 muertos de las protestas también son «nuestros» muertos.

Ser peruano y opinar de política peruana no es fácil. Más aún si vives fuera del país. Alguna vez opiné que votar por Keiko Fujimori no era el peor de los delitos. Que su opción me parecía más adecuada que la de un candidato afín a la experiencia chavista venezolana. Recibí amor y odio en cantidades similares al que me cayó cuando, enfurecido por los epítetos racistas contra el candidato de la izquierda, colgué en mis redes un video editado por Álvaro Lasso en que se mostraba al candidato como lo que era: un peruano salido de la miseria. Esa miseria que también proviene de la ceguera de quienes asumen que con los tanques y los patrulleros se alcanza la justicia social.

No espero menos insultos y elogios hoy, cuando pongo por escrito que el ex presidente, Pedro Castillo Terrones, es un sujeto infame.

Su presidencia fue un error tras otro. Nadie tiene más responsabilidad que él.

También digo –desde este oscuro púlpito–que a los peruanos nos toca buscar otro tipo de líderes. Que debemos dejar de escuchar la cizaña de quienes opinan sin saber nada del difícil oficio de gobernar (entre los cuales me incluyo).

Mis conclusiones al empezar este año:

El Perú sigue siendo una promesa. La mayoría de peruanos solo busca la paz para trabajar, para trazarse metas a mediano y largo plazo. No más discursos disruptivos. Si algo se necesita en el Perú es más conversaciones alrededor de la mesa. Menos vigilias, menos gestos. Más y mejores amigos.

Ojalá que este año el Perú encuentre a sus mejores líderes y la salud alcance a la política. Y que los amigos lo sigan siendo.

Grupo de amigos frente a Trattoria La Piccolina de Santiago de Surco, Lima, Perú. 20 de diciemre de 2022. Foto de Rubén Ahomed.

 

 

 

 

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