“Habíamos salido de París a primera hora de la mañana para dirigirnos a una localidad situada en plena campiña francesa. Mientras conducía, guiándome con un pequeño mapa, Irujo, Arques y yo apenas intercambiamos unas palabras. El viaje duró algo más de una hora”.
Así arranca lo que podría ser una novela, pero no lo es, su valor estriba en que no lo es. Ese “Irujo [José María], Arques [Ricardo] y yo” encierra una historia del mejor periodismo español, y el viaje a Francia nos lleva a uno de sus hitos: la investigación del Caso GAL. Comparado a este, el Watergate –del que tanto sabemos incluso en España y que tantas películas y libros ha dado–, es un juego de niños. El caso de Estados Unidos, cuyos periodistas fueron elevados, y con razón, a la categoría de héroes, fue un caso de corrupción política y llevó a la dimisión del presidente de la primera potencia del mundo. La española fue una investigación periodística de crímenes cometidos por el Estado, por el poder. Había que tener mucho valor para sacar los trapos sucios del contraterrorismo en los llamados Años del Plomo de ETA. De uno y otro lado les llovía el odio a estos periodistas, a los que tanto debemos y de los que tan poco hablamos y, por supuesto, tan poco valoramos. Algunos de los protagonistas de sus investigaciones, gente poderosa, acabaron en la cárcel. Sin embargo, el trabajo de los periodistas fue impoluto, como demuestra algún intento fallido de procesarles. Periodismo del mejor posible, periodismo de investigación de verdad, más allá de “filtraciones” judiciales o políticas, periodismo del que hace moverse a la justicia, a la democracia. Escarbar en una pista, ganarse la confianza de las fuentes, viajar para ver, preguntar, contrastar una y otra vez y fotografiar o documentar también con imágenes siempre que sea posible, eso es una investigación periodística.
Si a ello, a la experiencia de la violencia más feroz, la que se ha vivido durante décadas en el País Vasco, en España, sumamos la de un periodista que, como Fidel Raso, ha vivido en escenarios informativos internacionales de primer orden, de trascendencia histórica, el cóctel no puede ser sino único, una visión que nos permite pasar de lo local a lo universal y viceversa. Este viaje de ida y vuelta lo hizo Fidel durante años en los que documentaba los crímenes de ETA mezclados, como testigo de primera línea, con la Caída del Muro de Berlín, la Primera Guerra del Golfo, o el nacimiento de la nueva Rusia. El mundo estaba cambiando por completo en esos momentos. Mientras fotografiaba a Yeltsin, al canciller Kohl, Mitterrand o Pinochet, de vuelta a casa hacía fotos a Bette Davis en el Festival de San Sebastián o vivía un momento a lo Lawrence de Arabia con Peter O’Toole y, al tiempo, tenía que salir corriendo a fotografiar a un muerto a tiros en esas mismas calles, o a cubrir atentados con coche bomba, entierros, manifestaciones y las fiestas de los pueblos y ciudades del País Vasco.
El estrés postraumático, del que sí se habla en el caso de los periodistas de guerra, se lo causó a algunos fotoperiodistas vascos la violencia, el terrorismo vivido en su propio país. “No había que irse muy lejos para ver muertos”, suele decir Fidel. Y ver, eso es lo que hacían, ver y fotografiar, poner la cámara delante de cuerpos y vidas destrozados, frente a viudas inconsolables y solas. Ni siquiera es lo mismo que escribir sobre ello, a veces, a bastante más distancia de lo que requiere el trabajo de un reportero gráfico o, directamente, a distancia. Esa es otra singularidad de este libro, que ofrece una visión directa, directísima, de quien ha visto las cosas de las que habla y puede contarnos qué olor deja una bomba, que en la metralla hay cadenas y clavos, o qué momentos de duda, de zozobra, pueden darse a la hora de portar el féretro diminuto y blanco de un niño asesinado. Y sí, la realidad siempre supera a la ficción.
En medio de ese horror, la vida seguía, seguía dentro y fuera de nuestras fronteras y dejaba paradójicas y surrealistas escenas de las que también quedaron para siempre reflejadas en sus fotos, muchas otras, solo en su retina y su memoria, y que comparte en este libro. No están todas, pero las que están son suficientes para plantearnos muchas reflexiones y preguntas sobre la historia reciente de este país y su entronque en un contexto histórico internacional, también acerca del giro que ambos dieron a finales del siglo XX y comienzos del XXI hasta casi ayer mismo, porque estos tiempos convulsos y vertiginosos siguen siendo una mina para un periodista que no deja nunca de mirar, que no dejará jamás de serlo. Mientras se escribía este epílogo, el escritor Salman Rushdie era atacado durante una conferencia en Nueva York. Rushdie sale en este libro a propósito de la fatwa dictada contra él hace 30 años por el régimen iraní y también de otras fatwas, las de ETA. Fidel no ve el momento de cerrar la historia, porque está pasando. Solo hay que saber verla. A pesar del cansancio, de la desazón, del abatimiento tantas veces inevitable, y de los años de tanta intensidad profesional y vital, él sigue siempre alerta y dispuesto para la batalla. No hay noticia que ocurra a su alcance, o en la distancia, y se le escape y, si fuera por él, este libro no se hubiera acabado nunca, siempre encuentra algo digno de ser contado y pensado. De hecho, su deseo sería, creo, que lo terminara usted, lector, con sus propias reflexiones a partir del poso que deje su lectura.
Crónica de 30 años en primera línea, por Fidel Raso
Salimos del coche y, tras observarla detenidamente, trazamos un plan para buscar en ella a un miembro del comando Argala de ETA, Philip Sáez, al que se acusaba de siete asesinatos. Era la abadía de San Luis del Temple, en la localidad francesa de Vauhalan, una zona turística de 1.800 habitantes y a poco más de 50 kilómetros de París.
(Página 76) El guardia, que debía medir casi dos metros, le saludó militarmente y con las manos en la espalda acompañó al sacerdote hasta donde estaba el teniente coronel Galindo (…) Aquel sencillo acto de diálogo iglesia-estado acabó en tablas, quizás porque de fondo un grupo de personas increpaba a la Guardia Civil diciéndoles: “Nosotros dejamos enterrar a vuestros muertos, dejadnos enterrar a los nuestros”.
(Página 89) El día de Nochebuena es un día prolífico en llamadas telefónicas (…) por eso es normal coger el teléfono con cierta sonrisa y felicidad. Ese mismo día sonaba el aparato en el domicilio de un empresario de Ondarroa, como en muchos otros hogares: “¡Riiing, riiing, riiing…!”.
—Sí, dígame.
—Tienes que abandonar Euskadi en 72 horas. Vamos a limpiar el País Vasco de traficantes…
Clic.
(Página 144) Berlín era una ciudad fuertemente militarizada, con presencia de soldados americanos franceses y británicos por un lado, y soviéticos por el otro. Era curioso ver a soldados hacerse fotos unos a otros con el muro abierto como telón de fondo.
(Página 159) Cuando estalló la rebelión kurda huimos a las montañas de Siria pero fuimos capturados por el ejército sirio (…) a algunos les faltaban dientes a causa de los golpes recibidos a puñetazos.
(Página 160) El día de la votación estuve con Boris Yeltsin en su colegio electoral, donde le esperaba un numeroso grupo de mujeres “encarteladas” que protestaban por la presencia de sus hijos en la guerra de Rusia con Afganistán.
(Página 170) Mucha gente andaba preocupada por lo que pude ver y oír en Ciudad del Cabo. Unos amigos de aquella pareja me dijeron que conocían a gente negra que trabajaba en casas de blancos a los que les habían dicho que, en poco tiempo, las viviendas iban a ser suyas porque ahora “los negros iban a mandar”.
(Página 193) Era un pesquero francés y los tripulantes nos descubrieron junto a su popa en medio de la noche. “Je vais vous tuer… Je vais vous tuer!” (¡Te voy a matar¡, ¡te voy a matar!). Instantes después se oyeron dos disparos y, casi seguidos, otros dos.
(Página 223) Un agente de los GAR que se encontraba de guardia en la zona me confesó que a Ortega Lara lo habían tenido “en un ataúd”. Ese fue el titular de mi crónica para el periódico.
(Página 241) Otros lloraban y pedían ayuda para poder desenterrar los restos que quedaban. Vi cómo metían los huesos y la ropa hecha jirones en sacos.
(Página 257) Rachid pertenecía a una célula yihadista que se desarticuló en la ciudad autónoma en 2013. Los terroristas (…) tenían contactos para enviar militantes a Siria que se unieran a la red de Al Qaeda. El ceutí estrelló un camión cargado con explosivos contra la base militar de Al Airab.
(Página 316) Susaeta solía acompañar al lehendakari Ardanza en funciones de escolta (…) Todo empezó cuando alguien de un grupo de jóvenes le reconoció y le gritó en medio de la calle: “¡Cipayo hijo de puta!” (…) del insulto pasaron a la agresión. Susaeta cayó al suelo e intentó reponerse y escapar, pero volvieron los puñetazos. El agente fuera del hospital dijo que se sintió “morir”.
Estos textos pertenecen al libro Crónica de 30 años en primera línea. ETA, Euskadi y el mundo. Las fotos que me ayudaron a NO entender la vida, de Fidel Raso, editado por Ediciones Beta, con el apoyo de la Fundación Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo.