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ArpaCinco relatos de “Tempranas amarguras”

Cinco relatos de “Tempranas amarguras”

Introducción, por Eduardo Jordá  

 

Estos cinco relatos pertenecen al libro Tempranas amarguras, escrito por el escritor yugoslavo Danilo Kis en 1970. He escrito yugoslavo, sabiendo que ese gentilicio ya no existe, porque Kis, quien nació en 1935 y murió exiliado en Francia en 1989, se consideraba a sí mismo yugoslavo y despreciaba todas las muestras de nacionalismo exaltado –tanto serbio como croata como bosnio– que acabaron dinamitando el proyecto de convivencia compartida que suponía la República Federal de Yugoslavia.

 

El padre de Kis, un judío de origen húngaro, murió en Auschwitz. La madre de Kis era una montenegrina ortodoxa que tuvo la precaución de bautizar a sus hijos, cosa que les salvó la vida en los años de la invasión nazi de Yugoslavia. Kis, que nació en el norte de Yugoslavia, en la antigua región de Panonia, vivió una parte de la guerra en Hungría. Esta infancia en tiempos de guerra es la que Kis evoca en estos breves cuentos, o más bien bocetos líricos, que reunió en el volumen Tempranas amarguras, a través del personaje de Andreas Sam, un alter-ego del niño Danilo Kis.

 

En 1994, Aleksandar Grujicic y yo nos pusimos a traducir este breve libro. Aleksandar Grujicic, que nació en Belgrado, hacía la primera versión literal del serbo-croata al castellano, y yo, que no sé nada de serbo-croata, me limité a mejorar el estilo y a darle un tono parecido al tono original de Kis (al menos tal como se podía apreciar en la versión francesa, que hizo Pascale Delpech, quien fue la pareja de Kis en sus años de exilio en Francia, hasta su muerte). Cuando terminamos la traducción enviamos el manuscrito a varias editoriales, confiando en que no sería difícil encontrar un editor. Nos equivocamos por completo. Las pocas editoriales que se dignaron contestarnos nos dijeron que Kis era un autor difícil que no vendía y que no interesaba al lector español.

 

Pero el interés por Kis, en contra de la opinión de los editores de aquel momento, fue aumentando en España, y ahora toda su obra está traducida al castellano, casi siempre en El Acantilado, mientras que Kis está considerado uno de los grandes escritores europeos de la segunda mitad del siglo XX. Cualquiera que lea estos breves relatos de Tempranas amarguras podrá descubrir la clase de escritor que era Danilo Kis.

 

 

 

El prado

 

Andaba por el borde del río, hacia Baksa. El aire olía a ozono mezclado con el aroma del saúco ya maduro. Las toperas recién excavadas enrojecían como costras. De repente salió el sol. En la hierba se encendieron los ranúnculos. Se elevó el olor de la manzanilla y una orgía de perfumes recorrió el prado. Miraba cómo su perro mordisqueaba las prímulas mientras una baba verde le caía del hocico. Entonces él también se echó boca abajo sobre la hierba, junto a la topera que humeaba como una torta.

     Masticaba un tallo de acedera todavía mojado de rocío.

     Iba descalzo, en pantalón corto de lino azul oscuro.   Entre los dedos de las manos se le estaban formando costras sobre las pústulas de la sarna.

     (En aquella época ni siquiera me imaginaba que un día escribiría historias, pero se me ocurrió: «¡Dios mío, qué impotente me siento delante de todas estas flores!»).

     Apretaba en el bolsillo dos millones en billetes azules de la guerra, con los que tenía que pagar las barritas de azufre.

     Frente a la casa del médico un gran San Bernardo sacudía la cadena. Rabiaba porque estaba harto de comer.

     (Yo sabía que tendría que mentir: dos millones en realidad no valían nada).

     «¿Qué pasa, joven?», preguntó el médico.

     Llevaba una bata blanca que olía a caramelos de menta.

     El niño abrió la mano y separó los dedos.

     «La sarna», dijo.

     (Todo esto no puede durar eternamente, me decía a mí mismo. Supongamos que el médico tarde una media hora en ocuparse de mí, más la vuelta: toda esta pejiguera terminará en una hora como máximo. Así que, dentro de ese tiempo, estaré camino de casa, siguiendo el lecho del río, y el médico, las mentiras y todos esos fingimientos descarados serán cosas del pasado. Todo eso se quedará a mis espaldas, como la cola del San Bernardo. El pasado, puro y sencillo. Hasta entonces nunca había diferenciado estos dos tiempos. Pero aquel día, en la consulta del médico, aprendí: cuando tienes problemas, tienes que pensar en lo que viene después. Es como el prado cuando regresas).

     El médico le hizo una receta, como de costumbre, pero luego cambió de opinión y la rompió. Le dio dos barritas de azufre envueltas en celofán. El niño tragó saliva y regresó del prado que ya estaba atravesando en sus pensamientos:

     «¿Cuánto le debo, señor?».

     “¿Y cuánto dinero llevas?», preguntó el médico.

     «Dos millones, señor», dijo el niño.

     (Él ya estaba andando por el prado y cortaba las cabezas de los ranúnculos con su bastón. Ya había dejado atrás la casa y el San Bernardo del médico. Por mucho que hubiera querido, no habría podido recuperar ese tiempo; tan sólo habría dado vueltas, como un perro que intenta cogerse la cola).

     «¿Y qué se puede comprar con dos millones, joven?».

     «No lo sé, señor».

     (Sí lo sabía. Un huevo. Como máximo).

     «Nada», dijo el médico.

     (Ya estaba muy cerca de su casa. En realidad se encontraba ya sobre el tronco que servía de vado, mirando correr el agua, como el tiempo).

     Así que andaba por la orilla del río, rumbo al pueblo. Caminaba como un vencedor. En un bolsillo apretaba los dos millones en billetes de guerra color azul, y en el otro dos barritas de azufre envueltas en celofán.

     Ya las estaba viendo: a Ana, su hermana, y a su madre, en el umbral de la puerta. Ana tenía sangre entre los dedos.

     Echará las barritas sobre la mesa y dirá:

     «Hay que mezclarla con manteca de cerdo. Y ponérsela por la noche, antes de acostarse».

     Olvidará por un instante (aposta), luego se acordará. Echará los billetes sobre la mesa:

     «No los quería», dirá. «No valen nada. Él también sabe que no valen nada».

     Pero antes se detendrá en el tronco para ver cómo corre el agua.

     Imaginaba a su madre batiendo azufre en una escudilla de hojalata. Como una yema. A uno le entran ganas de comérselo.

     Regresaba por la orilla del río, hacia el pueblo. Vencedor del tiempo, pero todavía tan impotente frente a las flores y el prado.

 

 

 

Los gatos

 

Detrás de la casa, bajo las lilas, el niño encontró cuatro gatitos ciegos. Aunque, por sus maullidos quejumbrosos, se había dado cuenta de que alguien los había separado de su madre –que sin duda los estaba buscando al otro lado del pueblo, llorando por los tejados–, él confiaba que los adoptara otra gata: una solterona, o una gata sin crías, o cualquier otra de buen corazón.

     Hay que reconocerlo: el niño se había metido en el jardín para robar grosellas. Estaba tumbado de espaldas bajo el zarzal, apartando el follaje. Sobre su cabeza pendían pequeños racimos rojos como zarcillos. La noche anterior había llovido, y los racimos que rozaban el suelo estaban salpicados de barro. El grosellero se hallaba justo al lado del seto de lilas.

     Los gatitos presintieron, a pesar de que no pudieron ver nada, que un gato muy grande se les acercaba. No sabían que el chaval estaba robando grosellas al mismo tiempo que perseguía pájaros. Lloraban como niños de pecho.

     El niño corrió hacia la casa y preparó un poco de pan con leche en una escudilla, que luego fue colocando frente a sus hociquitos. Los gatos, indefensos, sólo gemían y estiraban sus párpados legañosos.

     Todo eso ocurrió al atardecer.

     Al día siguiente, antes de sacar a las vacas del señor Molnar por la mañana temprano (por lo tanto, muy, muy temprano), se fue al jardín de detrás de la casa para ver qué pasaba con sus gatitos. Tal vez durante la noche los habría adoptado una gata solterona, o una gata sin crías, o más bien una gata de buen corazón. Los gatitos temblaban sobre el rocío sin dar más señales de vida. La escudilla estaba a su lado, intacta. Tan sólo el pan estaba empapado en leche.

     «¡No hay justicia en este mundo, ni entre los hombres ni entre los gatos!», se dijo.

     Entonces vio un pedrusco. Lo levantó y lo soltó de golpe. Uno de los gatitos silbó como un juguete de goma y su cabeza quedó oculta debajo de la piedra. Únicamente sacudía las patitas, que se estiraban y dejaban entrever un abanico rojizo entre las uñas. Cuando levantó la piedra vio la cabeza ensangrentada del gato y un ojo verde dorado bajo sus párpados aplastados. El niño gimió y cogió la piedra de nuevo.

     Tardó una hora entera en acabar con ellos.

     (Al verlo tan ruborizado y despavorido, temblando ante él como si estuviera a punto de vomitar, el señor Molnar no le dijo nada).

     No los enterró hasta la caída de la tarde, al lado del seto de lilas. Junto a los gatos puso también la piedra. No dejó allí ninguna señal.

 

 

 

El hombre que venía de lejos


Durante tres días y tres noches pasaron los soldados por delante de nuestra casa. ¿Puede alguien imaginar la cantidad de soldados que eran, si durante tres días y tres noches no dejan de pasar por delante de una casa? Iban a pie o en carros, a caballo o en camiones. Durante tres días y tres noches. Durante todo este tiempo me escondí detrás de las lilas. El tercer día, por la tarde, pasó el último soldado. Tenía la cabeza vendada y llevaba un papagayo en el hombro. Cuando se marchó salí de detrás de las lilas. Nada hacía pensar que los soldados habían estado cruzando el pueblo durante tres días seguidos; salvo, quizá, el silencio.

     Casi lamentaba que ya no hubiera militares cruzando el pueblo. Cuando no paran de pasar por delante de tu casa durante tres días y tres noches, acabas acostumbrándote a ellos. Después parece todo tan desierto… Nadie cabalga, nadie toca la armónica.

     Entonces vi, al otro lado del pueblo, una nube de polvo de la que surgía un carro, y pensé que el ejército se acercaba otra vez. Pero no era más que un solo carro, pequeño y bastante raro. Tiraban de él dos acémilas (mejor dicho, dos mulos, como se verá después). La polvareda les había cambiado el color, hasta el punto que se parecían más a dos ratoncitos que a dos acémilas: dos ratoncitos en el borde de un saco de harina.

     Como en aquel momento no había nadie en el pueblo dispuesto a fisgonear, el hombre se dirigió a mí. Me dijo algo en un idioma extranjero que no entendí muy bien. Sabía, no obstante, que un hombre y una mujer que vienen de lejos en un carro pequeño sin duda necesitan agua. Por eso dije:

     «Seguro que viene de muy lejos, ¿verdad?».

     Sabía que iba a entenderme. Mi padre me había explicado una vez que, aunque dos hombres hablen idiomas distintos, pueden entenderse si no les falta sentido común y buena voluntad. En estos casos has de hablar despacio y con habilidad; y, por supuesto, no debes hacer preguntas difíciles. Así pues, le pregunté despacio y con sencillez si venían de lejos. Además, señalé con la mano el horizonte de donde habían llegado. De ese modo quería hacer más claras mis palabras.

     «Joven», dijo el hombre al mismo tiempo que se bajaba del carro, «basta que sepas que venimos de lejos y que tenemos prisa. Conque dinos dónde podemos dar de beber a estos mulos».

     «Creía que eran acémilas», dije. «Aunque más bien parecen ratones. En cuanto al agua, pueden ir a nuestro corral».

     El hombre cogió un mulo por la oreja y condujo el carro a nuestro corral. Fui corriendo a casa y le dije a mi madre que acababa de llegar un hombre que venía de lejos y que hablaba de una forma que nos entendíamos muy bien, a pesar de ser un extranjero. Después cogí un cubo y le llevé agua del pozo. Nuestros familiares todavía no habían regresado del campo, así que yo disponía del corral y del establo. Le dije al hombre que podía desenganchar a los animales.

 

Mientras él se lavaba (su mujer continuó sentada en el carro), le pregunté si por casualidad se había encontrado a mi padre. Y es que, cuando uno viene de lejos, tiene que toparse con mucha gente por los caminos. Le dije que mi padre era alto y un poco cargado de espaldas, y llevaba un sombrero negro de ala dura, lentes de montura de acero y un bastón con la contera de hierro. «Se lo llevaron hace dos o tres años y desde entonces no tenemos noticias suyas».

     El hombre me respondió que, en efecto, había encontrado a mucha gente por los caminos, ya que cuando uno viene de lejos se cruza con innumerables personas. «Entre ellas había», dijo, «algunas que llevaban un sombrero negro y un bastón, así que una de ellas era sin duda tu padre».

     «Camina», le dije, «de una forma un poco rara: tiene los pies planos». Aquello me impulsó a preguntarle si, entre aquellos hombres que llevaban sombrero negro y un bastón, no encontró uno que tuviera una forma un poco rara de caminar.

     «Puede ser», dijo el hombre, «que uno de ellos fuera un pies planos. Cuando viajas durante meses, seguro que te topas con alguien que tiene una forma un poco rara de caminar». «Cuando se fue de casa», dije, «llevaba un chaqué y unos pantalones oscuros con rayas claras. Se peinaba con la raya en medio y llevaba también un cuello alto postizo. ¿No se habrá cruzado con un hombre así?».

     «¡Ah!», sonrió el hombre –pensando tal vez que yo no era más que un redomado embustero o un bromista de lo más vulgar–, «claro que me crucé con un hombre así. Llevaba un sombrero negro de ala dura, lentes de montura de acero, bastón y todo lo demás. Tenía una forma un poco rara de caminar y llevaba un chaqué negro y los pantalones oscuros con rayas claras. También llevaba un cuello postizo. Eso fue –añadió– hace exactamente cuatro años, en Budapest. Ese hombre, jovencito, era el ministro japonés de la Industria Pesada».

 

 

 

El álbum de terciopelo

 

De repente, la oscuridad había invadido el bosque. Mi madre tuvo una extraña premonición, un inquietante presentimiento, de modo que nos cogió de la mano y nos dirigimos hacia casa. Íbamos cargando uno tras otro el saco de piñas porque no queríamos quedarnos sin la abundante y triste cosecha de nuestro otoño. Mi madre no se había equivocado. Cuando nos acercamos al pueblo, vimos luz en la casa de nuestros familiares: detrás del cristal pudimos entrever el centelleo fantasmal de un fuego fatuo. Todos nos estremecimos. ¿Quería mi madre que él regresara? ¿Lo había perdonado por su buen corazón? Sin duda alguna. Pero al entrar en el corral, no sin un miedo supersticioso, y al llamar a la puerta de la señora Rebeca, mi madre retrocedió. A buen seguro esperaba encontrarse en casa a nuestro padre, que iba a ver a toda su familia, ahora ya reconciliada gracias a los sufrimientos compartidos y al vía crucis de nuestra tribu. Pero en casa sólo nos encontramos a la tía Rebeca, y su aspecto no nos inspiró confianza. En un primer instante nos quedamos mudos de asombro. ¡Dios mío, cómo había cambiado! No quedaba ni rastro de su exuberante cabellera, su moño se había desplomado, los bucles de sus sienes se habían chamuscado como por obra de las llamas. Tenía en la mano un pesado candelabro, aunque descubrimos con sorpresa que sólo uno de los brazos contenía una vela de estearina y que los demás estaban vacíos. Y ese candelabro, que sólo tenía una vela encendida, junto con las llamas inexistentes y los brazos muertos, sin duda estaba allí para anunciarnos lo que la tía Rebeca misma iba a decirnos (movía lentamente, con dignidad, su cabeza marchita, de manera significativa, primero a la izquierda, luego a la derecha, y luego, otra vez, más despacio): ¡ya no está! ¿Fue aquello un momento de alivio o la desesperación muda que nos invadió? Mi padre… ¡estaba muerto¡ En cualquier caso opuse a su muerte la más firme de las dudas. Estaba convencido de que la tía Rebeca no nos había dicho la verdad, a pesar de que su aspecto y sus movimientos tenían algo trágico. Pero todo aquello me daba igual: a mí me parecía un fraude, el deseo de la señora Rebeca de deshacerse de mi padre de la forma menos dolorosa posible, con ese lento movimiento de cabeza. Su rostro estaba pegado al nuestro (se había vuelto miope), la llama de la vela casi rozaba nuestras mejillas, cuando volvió a mover la cabeza para cada uno de nosotros, siempre con un sentido diferente aunque cargado del mismo significado negativo: a mi madre le dirigió una compasión sincera; a Ana, un consejo pedagógico: desde ahora, mi pequeña cousine, ¡ándate con ojo! Y a mí, una maldad oculta: tu creencia en su inmortalidad pronto se verá desmentida, pequeño presumido: ¡el tiempo se apoderará de tu fe! Parpadeando significativamente, con sus ojos sonrientes pero malévolos, y su rostro y su boca como petrificados, mantuvo un largo rato la llama de la vela cerca de su mejilla, sacudiendo a derecha e izquierda su nariz grande y clavándonos las pupilas. ¿Tenía algún otro sentido aquella mímica? ¿Qué es lo que se ocultaba en esos ojos negros de brillo lunático? Me parece que ese matiz perverso provenía de su deseo de comunicarme que mi padre, lejos de morir como un héroe, con una frase inmortal en los labios, recordada y citada por la posteridad como ejemplo de entereza filosófica y de sobria serenidad ante el rostro de la gran muerte, había hecho todo lo contrario, ya que mi padre, delante de sus verdugos… Oh, no me cabe la menor duda. Seguramente presintió el significado del juego peligroso al que le estaban sometiendo, y cuando le obligaron a colocarse a la izquierda, entre mujeres y niños, entre enfermos e inútiles para el trabajo (ya que él era todas estas cosas a la vez: el gran enfermo y la mujer histérica, embarazada por una eterna y pesada gravidez parecida a un tumor enorme; el niño grande de su época y de su tribu, también incapaz de trabajar en lo que fuera, tanto mental como físicamente, dado que la curva de su genio y de su actividad se arqueaba peligrosamente, llegando así, en su trayectoria circular, hasta el punto de partida, hasta el cero absoluto, hasta la más completa negación), a la izquierda, pues, de Dios y de la vida, pensó mi padre, aunque sólo fuera por un instante, que todo aquello era un engaño que se hacía a sí mismo, debido a su sentido del humor y a su desenvoltura en las situaciones más comprometidas, para sentir, inmediatamente y sin ninguna vacilación, en sus tripas y en su loca cabeza, que se había colocado en el lado de la muerte voluntariamente, de manera estúpida, y que por lo tanto le habían engañado como a un niño… Los ojos malévolos de la señora Rebeca reflejaban la posibilidad de adivinar la verdad amarga y trágica: caminando en esa columna de desgraciados y enfermos, entre pálidas mujeres y niños atemorizados, andando con ellos y a su lado, alto y cargado de espaldas, sin sus gafas ni su bastón, ya confiscados, bamboleándose inseguro, en esa columna de sacrificados, como un pastor entre su rebaño, como un rabino entre sus fieles, como un profesor enfrente de sus alumnos… (Oh, no! Le golpearon con sus porras y sus culatas, él gemía y se desplomaba, las mujeres le animaban y le sostenían mientras él, ¡ay!, lloraba como un crío y expandía el olor de su cuerpo, el terrible hedor de sus tripas traicioneras.

 

 

 

El arpa eólica

 

El arpa es el instrumento que, más que ningún otro, reúne en sí mismo la fórmula medieval de lo bello (perfectio prima) y de lo útil (perfectio secunda): es decir, que debe resultar hermoso a la vista y estar construido según las reglas de la armonía formal, y al mismo tiempo, debe ser compatible con su objetivo esencial, que es producir un sonido agradable.

     Con nueve años yo tenía un arpa. Constaba de un poste eléctrico y de seis pares de hilos conectados a aisladores de porcelana, similares a un juego de té desparejo. (De hecho, uno de los aisladores ya lo había roto yo con un golpe de honda antes de descubrir, en el marco de mi instrumento eólico, la función musical de aquel juego de porcelana china).

     Ahora que ya he descrito el sistema de afinación, puedo pasar a los restantes elementos.

     Para obtener un arpa eólica hacen falta (además de las clavijas de porcelana ya mencionadas para afinar las cuerdas) como mínimo dos postes eléctricos de simple madera de abeto alquitranado. La distancia ideal entre los dos postes es de cincuenta metros. El tronco debe haber sido expuesto durante mucho tiempo (de cinco a diez años, por lo menos) a la acción sucesiva de la lluvia, las heladas, y el sol, a fin de que, ante los bruscos cambios de temperatura (de +361° C a -221° C), la madera acabe resquebrajándose. Se partirá, igual que un corazón afligido, cuando se dé cuenta de que ha cesado definitiva e irremediablemente de ser un árbol, un joven abeto, y se ha convertido, definitiva e irremediablemente, en un poste eléctrico.

     En ese momento, cuando el tronco, hendido y con heridas, comprende que permanecerá para siempre en el suelo, clavado hasta la rodilla, e incluso más allá de la rodilla, sin esperanza alguna de escapatoria, no le queda más remedio que mirar hacia la lejanía, hacia los bosques que le hacen señales con la cabeza. Y entonces tiene que aceptar que sus amigos más cercanos, sus amigos y compañeros, son esos dos troncos que están a unos cincuenta metros de donde él está, a su izquierda y a su derecha, tan tristes como él, e igualmente clavados hasta la rodilla en el mantillo de vegetación que cubre el suelo.

     Cuando se les conecta por medio de dos hilos y se les coloca, en lugar de las ramas verdes, este juego de té chino (seis pares de tazas puestas boca abajo, en las que ni siquiera los pájaros podrán beber), entonces empezarán a cantar y a tocar sus cuerdas. Basta con pegar la oreja al poste; aunque eso ya no es un poste, ahora es un arpa.

     Algunos lectores sin experiencia (que nunca han pegado la oreja a un poste eléctrico) pensarán quizá que el viento es indispensable. En absoluto es así. El tiempo ideal para un arpa de estas características es un día ardiente de julio, en plena canícula, cuando el aire vibra de calor y se llena de espejismos, cuando el tronco está seco y suena como si estuviera hueco.

     Casi se me olvida: el lugar más idóneo para instalar un arpa así es al borde de una vía muy antigua. La de la que hablo ahora seguía el Camino de la Posta, construido en la época en que Panonia estaba habitada por los romanos. Gracias a eso la columna del arpa, como una antena, capta sonidos del pasado; las melodías vienen tanto del tiempo pasado como del tiempo futuro.

     El juego de cuerdas cubre toda la gama de menor y, pasando por la dominante, llega con facilidad a la mayor.

     Esto es todo en cuanto al instrumento en sí.

     Ahora basta con darse la vuelta para comprobar que no hay nadie en el Camino Real, nadie entre el trigo, nadie en la cuneta, y nadie en el horizonte. En caso de que se acerque un carro cargado de paja, de alfalfa o de trigo, hay que esconderse rápidamente en la cuneta y esperar que pase.

     Resulta obvio: es necesario estar completamente solo. No hay por qué incitar a las lenguas viperinas a que te tachen de loco, como a tu padre, y a que se pregunten qué estás haciendo con la oreja pegada al poste eléctrico. Algunos creerán que te has vuelto tan imbécil que ahora crees que en el tronco partido hay un enjambre de abejas, y que de repente te has vuelto muy aficionado a la miel; otros llegarán a decir que estás al acecho de los aviones de los aliados para informar a tus cómplices; incluso habrá algunos que, llevados por su imaginación, pensarán que estás recibiendo misteriosos mensajes del éter.

     Por eso (entre otras cosas) vale más comprobar que no hay nadie en el Camino Real, nadie entre el trigo, nadie en las cunetas, y nadie en el horizonte.

     Lo reconozco: si alguien no entiende nada de música podría creerse que, cuando pega la oreja al poste, está escuchando el zumbido lejano de los aviones para huir del camino y esconderse en la cuneta, o bien correr a toda prisa para avisar a los del pueblo que está a punto de llegar una escuadrilla de bombarderos. Pero ésa no es más que la primera (y falsa) impresión. Se trata más bien del acompañamiento, de los bajos en los que el niño reconoce el sonido del tiempo; porque desde el fondo de los tiempos y de la historia llegan sonidos como llegan desde los cuásares y desde las estrellas lejanas. (El olor de la resina derretida sólo es un estímulo, como cuando en un templo arden hierbas aromáticas, sándalo e incienso).

 

Mientras se queda con los ojos cerrados, lo que le canta el arpa al oído es lo siguiente: que dentro de poco ya no trabajará para el señor Molnar; que su padre jamás volverá; que abandonará la cabaña que tiene el suelo de tierra batida; que finalmente llegará a Montenegro, donde está su abuelo; que tendrá libros nuevos; que tendrá 1.500 lápices, 200 plumas, 5.000 libros; que su madre morirá pronto; que encontrará a la chica que amará para siempre; que viajará; que recorrerá mares y ciudades; que, remontándose a la historia más lejana y a los tiempos bíblicos, investigará sus turbios orígenes; que escribirá un cuento sobre el arpa eólica hecha con un poste y con los cables del tendido eléctrico.

 

 

 

 

Estos cuentos del escritor yugoslavo Danilo Kis pertenecen al volumen Tempranas amarguras. Formaron parte de una versión distinta publicada en el año 2000 por Muchnik Editores con el título Penas precoces. Esta traducción, obra de Aleksandar Grujicic y Eduardo Jordá, permanecía inédita.

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