Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaLas sepultureras. Una novela tras la guerra en la antigua Yugoslavia

Las sepultureras. Una novela tras la guerra en la antigua Yugoslavia

Me quedo mirándolas. Hay algo conmovedor en el hecho de ver a un adulto junto a uno de sus padres; a veces imaginamos al niño que fue, percibimos algo del vínculo forjado por años de intimidad compartida. Con su ancha cinta blanca en el pelo, la sudadera con capucha y el pantalón de chándal, Senem tiene cierto aire adolescente, acentuado quizá por la proximidad de su madre. Ésta menea la cabeza cuando la hija nos relata el accidente, la tierra deslizándose bajo sus botas, la caída, el miedo a darse en la cabeza, el brazo para protegerse. “Mientras caía, pensé: ‘¡No es posible, no puedo morir en una fosa!’”.

En las urgencias del hospital de Prijedor, enseguida adivinaron de dónde venía por el uniforme embarrado. Le dio la impresión de que aquello incomodaba al médico. Aunque nadie hable del tema, saben que hay excavaciones en curso. Quizá sea lo más extraño del silencio, que es todo tan evidente, está tan presente, que hay que emplear una cantidad increíble de energía para silenciarlo, para echar tierra sobre el asunto, para actuar como si no hubiera ocurrido nada.

De hecho, el silencio también existe entre las víctimas. Senem, que llegó a Sanski Most cuando estaba en el instituto, tardó años en comprender lo que había ocurrido en la región de Prijedor, a tan sólo treinta kilómetros de distancia. Le sigue sorprendiendo.

“¡Nadie hablaba del tema! Algunos de mis compañeros de clase habían sufrido la limpieza étnica. Pero nunca lo mencionaban. Sólo cuando empecé a trabajar con el equipo que tomaba muestras de sangre lo comprendí”.

Ella habla del silencio a menudo. El silencio de los verdugos y los testigos, que la enfurece; el de las víctimas, que lleva mejor. Imagino que cuando te dedicas en cuerpo y alma a ordenar vértebras o a reconstruir cráneos reventados por una bala a quemarropa, a poner orden en pruebas tangibles de ejecuciones y torturas, con las manos metidas en el pasado de la mañana a la noche, cada vez te cuesta más aceptar que alguien pueda callarse, ya sea para negar la historia o para protegerse de los recuerdos.

A mí también me desasosiega ese silencio. Se filtra por todas partes, desde el espacio público hasta la intimidad de las familias, impide a los padres contar su historia a sus hijos, transforma el dolor de los recuerdos en pesadillas, en migrañas, en arrebatos de violencia.

Al principio, tendía a pensar que la palabra era indispensable para que el dolor se atenuara y pudiera hacerse el duelo. Pero cuanto más vengo aquí y más escucho a mis amigos y conocidos, cuanto más los observo vivir, más convencida estoy de que a veces el silencio es el precio que hay que pagar para sobrevivir. Cada cosa a su tiempo. Quizá el de la palabra no haya llegado todavía. Además, ¿qué se debe liberar por medio de la palabra?

En el fondo, nadie quiere una sociedad en la que la gente esté constantemente hablando de sus malos recuerdos.

Senem vuelve a hablarme del trabajo en la fosa, de sus compañeros, a los que la guerra afectó directamente. O bien se quedaron y la vivieron en primera fila, o bien se marcharon y perdieron a varios familiares. Bejsa, la joven ayudante de ÊejkovaÊa, es oriunda de Carakovo, el pueblo de Sudbin, diezmado en julio de 1992.

—Le pregunté si continuaba buscando a algún miembro de su familia –me cuenta Senem–. Me contestó que le faltaban unos primos lejanos. Estoy muy orgullosa de ella. Es siempre tan profesional, en las excavaciones…

Me lo explica como jefa de equipo que se preocupa por sus colaboradores, con expresión seria y grave. Me pregunto qué pasaría, si a su lado, en la fosa, uno de sus compañeros estuviera buscando a un pariente cercano. ¿Le recomendaría que se tomase un descanso, un día libre, aunque les falten manos para el trabajo que queda por hacer?

—Yo lo que peor llevo es el hedor –añade–. Me conecta de inmediato con el pasado. Es el olor de una muerte bastante reciente. Abrimos la fosa y, con ese olor, es como si acabase de ocurrir, como si hubiesen muerto hace dos días.

Intento imaginarme la partida de bolos a la que juega la memoria, una sensación que tropieza con un recuerdo, que a su vez empuja a otro. Atrincherarse en el pasado me parece un esfuerzo imposible en este laberinto.

—Al principio no me hacía demasiadas preguntas sobre este trabajo –suspira Senem–. Sólo era un trabajo, un sueldo a final de mes. Sin embargo, poco a poco, con el paso de los años, se ha vuelto más difícil. Ya no consigo distanciarme como antes.

—¿Habláis de vez en cuando con un psicólogo?

—Deberíamos. El seguro médico nos lo cubre. Aunque no creo que nadie del equipo lo haya hecho. Yo no, por lo menos.

—¿Crees que hay que mantenerse fuerte?

—No soy de las que piensan así. Pero, ya que lo preguntas, te contestaré que sí. Tienes que ser fuerte, siempre. Yo no me permito ser débil. A veces pienso en cambiar radicalmente de profesión. Me gustaría cultivar plantas medicinales con mi padre. Pronto se jubilará y se irá a vivir al campo, hay un montón de terrenos cultivables en los alrededores. Hasta tengo un contacto en una farmacia, alguien que prepara remedios naturales y necesita materia prima. Sería algo nuevo para mí. Soy profana en la materia, pero creo que podría funcionar. Si he sido capaz de poner en marcha un proyecto como la morgue de ÊejkovaÊa, ¿por qué no?

—¿Alguna vez te has planteado tener hijos, una familia?

—Sí, a veces. En realidad, cuando viniste por primera vez a ÊejkovaÊa, hace tres años, lo estaba considerando, lo comentaba con mis amigas. Supongo que todas las mujeres pasamos por la misma fase. Barajé incluso ser madre soltera. Después se me pasó. Me dije que lo más importante, por ahora, era tener una vida propia, un piso propio. No me sentía preparada para asumir yo sola la responsabilidad de un hijo.

Esa tarde, por primera vez, Senem me hablará largo y tendido de sus recuerdos de la guerra. El día en que le disparó un francotirador, el día en que se rompió la pierna, el trayecto hasta el hospital, situado en la otra punta de la ciudad, el colosal rodeo por el bosque, en tractor, a caballo, a la espalda de su madre, dando saltitos a la pata coja, para evitar la línea del frente.

—Eso, bueno, no sé cómo explicarlo…, después de la guerra, lo olvidas. Dejas de pensar en ello. Un par de años más tarde, una noche, mamá no sabía qué preparar para la cena y yo le pregunté: “¿Cómo hacíamos durante la guerra?”. Y tuvimos que hacer memoria para acordarnos.

La madre de Senem, que se había sentado en la cocina, se une a nosotras en el salón, escucha, añade algunos detalles, cuenta entre grandes carcajadas la reacción exagerada de su hija cuando se enteró de que estaba esperando un bebé, el enfurruñamiento, que le duró quince días.

—Es verdad –aclara– que los dos embarazos anteriores habían sido muy difíciles para mí y que me habían advertido de que quizá no sobreviviera a un tercer parto. Cuando llegó el momento, mi marido negoció con el comandante croata de turno para que dejara pasar el coche que me llevaba al hospital… Bueno, ¡ahora todo va bien y Senem quiere a su hermana con locura! –Vuelve a soltar una carcajada.

Antes de irnos, me quedo sola en el recibidor del piso con esta señora de cincuenta y pocos años. Se dirige a mí, sus palabras parecen sopesadas, meditadas, como si quisiera transmitirme un mensaje importante:

—Tienes suerte de vivir en un país normal, un país sin guerra. Porque la guerra nos ha cambiado. A todos. De una forma u otra. Y después todavía hubo que batallar para recuperar una vida cotidiana.

De vuelta a mi cotidianidad, en el extrarradio parisino, entre los trayectos en metro, los deberes de los niños, las cenas que preparar, los artículos que entregar, los finales de mes a veces difíciles y la no siempre sencilla custodia compartida, recordé con frecuencia las palabras de la madre de Senem. Era la primera vez que me expresaban así ese pensamiento, la idea de que haberse librado de la guerra no es algo que corresponda al estado natural de las cosas, sino un privilegio, una suerte, como lo es, en un país en posguerra, hallar a un familiar desaparecido y poder darle sepultura. Sí, tengo suerte.

Este fragmento pertenece al libro Las sepultureras, que, con traducción de Iballa López Hernández, publica la semana que viene la editorial Errata Naturae.

Más del autor