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Sociedad del espectáculoPantallasFanny y Alexander, o los poderes de la representación

Fanny y Alexander, o los poderes de la representación

Fanny y Alexander plantea una de las obsesiones recurrentes de Bergman: cuál sea la relación –incluso la relación de poder- entre arte y vida, o entre ser y representar. Como en otros filmes –Persona, por ejemplo- el director utiliza la figura de un niño –un trasunto de sí mismo- como mediador con el espectador. En Persona, el gesto que realizaba el chiquillo: acariciar un retrato o una proyección fotográfica y hacer con ello que la imagen se aclarara poco a poco, funcionaba en buena medida como la metáfora de la acción que había de hacer el propio espectador: trabajar y dar sentido a la imagen. En el caso de Fanny y Alexander, mucho menos complejo –en apariencia-, el niño habrá de modelar, de con-figurar las imágenes y los acontecimientos con que se irá topando. Hasta el punto de que, nosotros, los espectadores, veremos la realidad a través de su intervención imaginativa, en una suerte de artefacto demiúrgico que condena –o salva- el mundo como a una realidad proteica y enigmática en donde las apariencias se mezclan con las apariciones, y las revelaciones con lo oculto velado. Donde, en fin, lo real –lo fáctico, diríamos- está contenido en un imaginario que lo conduce y lo determina; le da sentido, en definitiva. He aquí el poder real del arte, idéntico en este punto a las prerrogativas de la infancia, según Bergman: “moverse sin dificultad entre la magia y el puré de patatas, entre el terror sin límites y la alegría explosiva. No había más límites que las prohibiciones y las normas, unas y otras eran sombrías, la mayoría de las veces incomprensibles”, escribe en su libro Imágenes (Tusquets). Bergman, es sabido, era un niño fantasioso, como lo es Alexander: “Era difícil –cuenta en Imágenes– distinguir entre lo que yo fantaseaba y lo que se consideraba real. Haciendo un esfuerzo podía tal vez conseguir que la realidad fuese real, pero en ella había, por ejemplo, espectros y fantasmas. ¿Qué iba a hacer yo con ellos?”.

 

De manera que, lo que sea la realidad, en su sentido último y, por decir así, fundamental, no puede constituir otra cosa que el destilado de una representación, o mejor: de una serie de representaciones; en el mejor de los casos: una hermosa y sugerente fantasía, un fingimiento supremo; en el peor: una pesadilla, un relato de espectros y de terror. En todo caso, tenemos –como dijera Nietzsche- el arte para que la verdad no nos hunda, pues más allá de todo este proceso de máscaras, de esta teatralización que organiza y conduce las apariencias, no hay nada, o está la nada. Esto es lo que, ciertamente, ya se nos muestra en Persona, y lo que traumatiza y obsesiona a Bergman de por vida. Por ello su dedicación y fascinación con el teatro: no existe otro fundamento que la máscara, toda vida es un representar: no hay más ser que aquél que se teatraliza. 

 

Lo importante es, pues, quien domina la representación, quien determina lo que entra en escena y lo que no; el director, el regidor que conduce cada momento la farsa o el drama. La lucha por ocupar este lugar es lo que se nos presenta en Fanny y Alexander. Es un combate evidentemente desigual, el que se da entre un niño imaginativo, inocente en la medida en que un niño lo sea, y el obispo Vergerus, encarnación de la autoridad y la intransigencia, en último caso, del afán por controlar –en todo el sentido de la palabra- el arma de la imaginación. (No es improbable, asimismo, que en este proceso de identificación entre Alexander-Ingmar Bergman a solas contra al poder –Vergerus-, el director sueco haya proyectado sus –entonces recientes- desavenencias con el fisco de su país, un enfrentamiento también desigual que provocó su exilio y del que tan sólo ahora, tras Fanny y Alexander, parece haberse liberado). Por eso, veremos cómo Alexander usa a menudo la fantasía como una defensa, incluso como una provocación, pero fundamentalmente la emplea para entenderse a sí mismo, para construirse a sí mismo. Como si sólo en el arte encontrásemos modelos de enfrentamiento con la vida, modelos de comprensión de cada existencia, en un sentido claramente aristotélico que nos remite de nuevo a la centralidad de lo teatral en el discurso del director. 

 

Lo teatral es el nudo aurático en que Alexander ha crecido. Su familia, como veremos, constituye un nutrido clan de la alta burguesía sueca dedicado al teatro, con dos figuras eminentes: el padre de Alexander –padre hamletiano, que morirá muy pronto, y será sustituido por esa figura castradora de la mala representación: la iglesia intransigente, ascética, en su profunda falsedad: antiteatral, pero indudablemente teatrera– y, por otro lado, la figura de la abuela, la gran madre poderosa que, desde una distancia protectora, dirige también –con mano suave- los destinos benéficos de todo el (relato de) grupo. En medio, otra figura relacionada con el mundo de la magia y la transubstanciación –en todo los sentidos- de las apariencias: el judío anticuario, encarnado con maestría por Erland Josephson. Es precisamente en la casa verdaderamente mágica del anticuario, que es como un inmenso desván donde se acumulan todos los fantasmas de la libido y todas las proyecciones del imaginario, donde Alexander vivirá su experiencia trascendental, de todo punto esotérica, diríamos, a través del contacto con la figura mítica del andrógino: ángel revelador y hacedor de los destinos. En ese espacio espectral y esencial, y en esa figura concreta, es donde se producen las potencias de conjuración que los poderes del arte pueden poseer, hasta una dimensión verdaderamente poderosa y terrible, mortal incluso. De manera que allí se completa, diríamos, la experiencia de iniciación del joven Alexander a una suerte de dimensión absoluta o plena de la vida, allí donde la libertad de la imaginación permite coagular la vida como un compendio de muerte y violencia, de sexualidad y placer, de poder y autorealización que lleva la existencia a su expresión más intensa, alta y problemática. Esta capacidad visionaria en que la vida se resuelve quedará sancionada en el plano final del film, cuando la abuela lea a su nieto el prefacio de la pieza Sueño, de Strindberg: “Todo puede acontecer. Todo es posible y verosímil”. He ahí el adagio que resume el film, y que compendia, en definitiva, la convicción de este hombre de teatro que siempre fue Bergman. Todo esto ya lo sabía la abuela Erkdahl, que no por casualidad es una gran dama de la escena; y esto mismo es lo que ya le expresa claramente a su hijo reaparecido, al modo de un fantasma, cuando le dice: “Todo es actuación. Todos actuamos, aunque a veces el dolor de la realidad se imponga a la ficción”. 

 

El obispo Vergerus –nombre sintomático que ya aparecía en El rostro bajo la modalidad del inspector de sanidad, aquél que vive para destruir la magia y el encantamiento, y con ello la forma de vida, basada en la actuación, del protagonista- encarna, por tanto, esta dolorosa e intransigente presión de lo que se da en llamar realidad. Aunque él mismo sepa –cínicamente- que ésta no es más que una mascarada, con la que él mismo debe convivir. Por ello también Vergerus acaba por aceptar que, como él incluso asevera, “todos llevamos una máscara”, pero en su caso la máscara se ha adaptado de tal forma al individuo que, tal como declara con trauma: “debajo de ella hay carne viva”. Y esto es lo que él no puede aceptar, de sí mismo y de los demás, lo que tratará de ocultar o de obliterar continuamente, a través de la ley, la ley del padre, del padre de la iglesia –el señor del obispado- y de la sustitución del padre carnal de Alexander. 

 

De modo que, para que Alexander pueda alcanzar su liberación y su estar pleno en el mundo, habrá de enfrentarse y superar esta Ley. La ley del (falso) padre, del padre sustituto que, al igual que en el Hamlet de Shakespeare, viene a usurpar la función del progenitor. Alexander aprenderá, pues, de Shakespeare –al colocarse en la piel del propio Hamlet vengador- cual es su sitio en el mundo y cómo habrá de comportarse para su liberación o realización. Recordemos, también, una enseñanza significativa que nos ofrece el Hamlet shakesperiano: el fondo – en este caso criminal- de la realidad –¿o de la realeza?- sólo se da a ver a través de la ficción, pues ello es lo que está interesada y/o traumáticamente oculto, silenciado. Y, en consecuencia, veremos cómo a Hamlet no le queda otro remedio, ante el crimen cometido pero siempre en falta, que recurrir a la representación dentro de la representación. El crimen que no puede mostrarse es, de esta forma, (re)presentado. Se muestra en el modo de la duplicación del teatro dentro del teatro, que Hamlet mismo organiza y dirige, con la clara voluntad de encontrar una reacción en los criminales; o de que la propia representación haga aflorar algún signo de culpa, o de arrepentimiento. Así, la ficción desenmascara la realidad organizada. De hecho, ella conduce lo real mismo hasta su cumplimiento, y entonces su incómoda emergencia acaba por revelar, en definitiva, toda realidad en tanto que simulación interesada y culpable. Como si, ciertamente, tal como notara Lacan, la verdad sólo tuviese estructura de ficción. Y, a la vez, y segunda enseñanza de Shakespeare: es la propia insistencia del fantasma la que incita a la realización de la representación que desarticula el fingimiento criminal. La persistencia del aparecido –la latencia del padre muerto- funciona como un basso ostinato que impide el cierre total y (pseudo)armónico –pues siempre en falso- de la engañosa escenificación que se hace pasar por realidad.

 

En este sentido, Fanny y Alexander plantea –de manera literalmente abrasadora- la muerte del Padre y de su Ley. En el desván del andrógino, Alexander catalizará la aniquilación del obispo Vergerus, muerte tan necesaria como la de un vampiro o un ser destructivo que impide o succiona la vida de sus allegados. Pero, antes ya de que se produzca la muerte de este sustituto del padre, veremos cómo, en el almacén del judío Jacobi, se ha producido otra muerte simbólica pero igual de importante: la degradación de la omnipotencia divina, del padre creador y celestial, del Dios mismo de las Viejas Escrituras, a la irrisoria condición de un muñeco: una humilde y grotesca marioneta a la que alguien da vida tirando de unos hilos. Esta escena –como de Bruno Schulz- es tremendamente reveladora. Mediante ella, lo que Bergman manifiesta –un Bergman, si queremos, gnóstico, decididamente esotérico, como decíamos- es la capacidad todopoderosa del artista –aquí el propio realizador por la vía interpuesta del manipulador de la marioneta- para, no sólo ironizar sobre los poderes espirituales del mundo –bajo la figura del creador omnipotente, ahora reducido a un simple muñeco-, sino para darnos a entender el carácter mágico y plenipotenciario que la representación tiene, capaz de inventar y poner andar a los propios dioses con los restos de unos materiales –una talla de madera- arrojados irrespetuosamente en un desván. 

 

Esta magia –blanca o negra, de todo hay- de la representación no es, por tanto, como quería Vergerus, tan sólo una fuerza espléndida, resultado de un regalo de Dios puesto en manos de los artistas, escritores y músicos. Magia que él y su institución están encargados de controlar y, en buena medida, usurpar o disipar. Es el poder de esta magia misma el que crea con él al propio artista y, en no menor medida, a Dios mismo y a nosotros tras él, o con él. Sin ella, sin toda esta sublime mascarada, no habría nada, o estaría la nada misma.

 

 

Modelos de espiritualidad y convivencia

 

La religión es también un modelo de socialización espiritual. Una gran máquina ficcional, un viejo teatro: arcana creación de identidades, de roles y máscaras sociales. Todo esto aparece también, como en evidencia, en Fanny y Alexander. En el proceso de iniciación de Alexander a los misterios de la vida, veremos, por ejemplo, cómo pasa primero por una comunidad pagana. Corresponde al gran matriarcado dominado por la abuela Erkhdal. No hay más que ver los cuadros de las estancias de la gran casa: amorales, carnales, hedonistas; la presencia incluso de las estatuas clásicas –animadas: que cobran vida-. Todo en esa familia inmensa y en buena medida juguetona y traviesamente escénica, con sus diosecillos priápicos y adúlteros, sus ninfas elementales y voluptuosas, sus banquetes y sus ritos, es femenino, tornasolado, brillante: teatral. Ámbito polimorfo de un ingenuo politeísmo, de una natural o elemental venusidad. Esta comunidad habita, como sin saberlo –excepto la gran madre– en el secreto mismo de la vida. En medio de la exaltación visible de la existencia cuando ésta es percibida esencialmente a través de los sentidos, sin inquietudes, espíritus ni fantasmas, que luego –siempre- irrumpirán. Se vive en la fe inocente en la existencia del mundo sensible. Ellos no niegan la dimensión divina del mundo, desde luego –esto es evidente en sus celebraciones- sino que transfieren lo divino desde lo lejano hasta la mayor cercanía, desde la profundidad hasta la superficie, desde el misterio hasta la existencia y desde el espíritu al cuerpo. No hay un dios oculto que adorar; es la propia apariencia, con su fragante presencia, con su innumerable y maravillosa diversidad, la que es divina. No por casualidad estamos ante una familia del teatro.  

 

A este universo primordial –y primoroso- lo sustituye el acerado y gélido cristianismo. La celebración –y representación- del rito de la Navidad marca, justamente, con toda justeza, este tránsito trágico. Se ha instaurado ahora la ley –devoradora- del padre. Severa, blanca, intolerante. La rigidez que impone un dios único y hierático que trata fundamentalmente de apartar a la madre del hijo. Entramos en los dominios –como de castillo sadiano– del gran dios testamentario que, desde su asfixiante ausencia, tratará de condenar toda imagen, y por ello, principalmente, a sus criaturas. Ámbito de la infertilidad, las traiciones y castigos, las penitencias: la no descendencia. El hijo, por ello, habrá de verse abocado a matar al padre, y con él a su ley iracunda. Cortante, terrible: castradora, desolladora. Mala falsedad: máscara que nos deja sin ningún asidero o protección: en carne viva. 

 

Finalmente, entramos en el tercer reino. Es el laberinto de las doctrinas secretas y el espiritismo: la teosofía, la cábala judaica, la magia esotérica. (No es improbable, tampoco, que tal interés sobrevenga a Bergman tras haber dirigido, recientemente, la representación –y filmación posterior- de un clásico de la materia: La flauta mágica, de Mozart. Debo esta sugerencia a Enrique Bolado, vaya desde aquí mi agradecimiento). Entre los maniquíes del judío Jacobi, Dios –que ya ha muerto- se ha convertido en un muñeco más entre otros, una figura de teatrillo, al lado de otros dioses y demonios de bazar. La iniciación se consuma por mediación del andrógino, esa figura que, procedente acaso de las mitologías del paganismo, pero también en buena medida coincidente con la androginia natural de la infancia, es adoptada por las doctrinas esotéricas como conductor espiritual, tal vez también como arquetipo o ideal regulativo.  Los alquimistas –como Strindberg- lo llamaban rebis: cosa doble. Como un ángel, terrible y vengador, el andrógino –el doble activo de ese ser impotente, y también ambiguo, encarcelado por Vergerus en su mansión: toda su fuerza se ha derramado en grasa corporal-, el andrógino, decíamos, encarna –a ojos del hombre sin cualidades, o del último hombre à la Nietzsche– una efectiva transvaloración: la plenitud del hombre primordial, pues la perfección humana implica las ideas de totalidad y unidad: la correlatividad de los contrarios que esta figura manifiesta con evidencia. 

 

Fanny y Alexander acontece a principios del siglo XX, los años de infancia de Bergman, que es sin duda Alexander. Son años de fervor ocultista, demónico y teosófico, en cierto modo una respuesta algo histérica –pero imaginativa, fantasiosa, sin duda- a la anodina –y anestética- organización del mundo en manos de la chata fe racionalista, instrumental y programadora. Con las sociedades rosacruces, los neopaganismos y la magia blanca y negra, el retorno del dios Pan y otros dioses exóticos o inmemoriales, la influencia de la Blavatsky y de la Golden Dawn, de Gurdjieff y Aleister Crowley. Los años en que el propio Strindberg, o Yeats, o Mondrian o Pessoa se dejan convertir al esoterismo, casi diríamos que por desesperación. Espíritus místicos en un tiempo sin religiones ni metafísicas. Las creencias mistéricas de fin de siglo se corresponden, sin duda, con la atribulada conciencia de unos sujetos que, en la era del nihilismo, desean salvar los muebles, quieren creer, en lo que sea, como sea. Y así, igual que el heterónimo Alberto Caeiro inventó en cierto modo al Pessoa de facto –Pessoa ele mesmo, sea lo que esto sea, el poder mágico de la ficción suprema, de los que desean creer, pero ya no son –solo- cristianos, crea conscientemente al dios –o a los dioses mismos- , y a nosotros en definitiva con él. Y entonces la realidad, desecada, la triste y moribunda realidad desacralizada de lo moderno, puede volver tal vez a resurgir, a reanimarse desde su petrificación o congelación, como una estatua pagana que vuelve a andar o respirar; pues todo está, de nuevo, habitado por los dioses. Aunque ese todo no sea más que un inmenso decorado, un laberinto de atrezzo detrás del cual está la nada o, tal vez, quién sabe, otro dios, otros dioses, otras eternidades y mundos. “Oh amargura inmensa del mundo, lo que hace falta es actuar…” (Pessoa-Álvaro de Campos).

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los libros Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la fotografía.

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