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Mientras tantoSadko o el viajero soñador

Sadko o el viajero soñador

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Es sabido que los cuentos populares rusos son de una gran riqueza. También lo son los cantos épicos, transmitidos de forma oral, probablemente desde los inicios de la Edad Media, recopilados por primera vez en la época romántica, a principios del siglo XIX. Son las llamadas « bylinas » que se difundieron por toda la Rus de Kiev, vasto territorio soberano de la Alta Edad Media, que se extendía desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, reuniendo casi toda la actual Ucrania, salvo el sur, Bielorrusia y una franja amplia de la Rusia occidental. Su etapa de máximo esplendor fue en tiempos del príncipe Vladimiro (a finales del siglo X y comienzos del XI). Dos siglos después, desaparecería completamente a causa de la invasión mongola. Habrá que esperar al siglo XVI para que los mongoles y tártaros sean sometidos, pero ya no por el poder de Kiev, sino por Moscú.

Una bylina destaca, a mi modo de entender, por su encanto poético : la historia del músico Sadko. Estamos en las orillas del lago Ilmen, no muy lejos de Nóvgorod, tal vez la ciudad norteña más próspera, en aquellos tiempos lejanos de la Rus de Kiev. Los comerciantes de la ciudad no han considerado oportuno invitarle a Sadko a que amenice sus francachelas al son de su gusli, instrumento de cuerdas múltiples, por lo que se ha retirado, cariacontecido, a tocarlo en un paraje solitario. El problema es que cada vez que sus manos mueven las cuerdas, las aguas del lago se agitan violentamente. Aterrorizado, se aleja de la orilla. Así tres veces hasta que de repente aparecen unos cisnes que se convierten en la princesa del fondo abismal, acompañada de sus damas y meninas. En otra versión, es el mismo rey del mar que aparece desde el fondo de las aguas. Este le dice que se ha sentido muy complacido oyéndole tocar, por lo que le propone que haga una apuesta a los mercaderes de su ciudad. Sadko tiene que decirles que pone en juego su propia vida si al introducir tres veces unas redes de seda en las aguas no saca unos peces provistos de aletas de oro. Los comerciantes de Nóvgorod, incrédulos ante ese bardo bohemio y pobre, aceptan la apuesta, dispuestos a ganarla. Pero Sadko la gana. El rey de los mares le ha regalado tres peces maravillosos. En otras versiones es un gran pez de oro macizo que saca de entre las redes. Sadko continúa apostando, esta vez por su cuenta y riesgo. Les dice a los comerciantes boquiabiertos que es capaz de comprar todas las mercancías de la ciudad. En unas versiones no es capaz de hacerlo; en otras sí, pero se da cuenta de que si agota todas las mercancías su ciudad dejará de ser próspera. Por último, hay otra versión en la que sí llega a comprar todas las existencias, salvo que poco después se encuentra de nuevo con un número casi tan alto de ellas. Los mercaderes le recuerdan que siempre llegan a la ciudad productos de todo el mundo, por lo que nunca llegará a comprarlo todo. Siempre la ciudad será más rica que él…

Sadko, contrariado, decide fletar treinta navíos, al mando de los cuales estará la nave capitana, llamada “Halcón”. Durante años y años, doce según algunas versiones, navegan por mares y océanos de todo el mundo hasta que el rey de los mares se enfada porque no le han pagado ningún tributo. Tiran los marineros por la borda un tonel lleno de plata, y luego otro de oro, sin que el rey se sienta satisfecho. En realidad, desea que baje una persona. Los marineros tiran unos anillos de madera con sus nombres. En otra versión son de hierro, pero flotan. El de Sadko es el único que se hunde. Al final, lo ponen en una plancha a la deriva en la que termina durmiéndose. Abajo, en el fondo abismal, se reúne con el rey y la reina de los mares, además de todo su séquito. En el palacio submarino, Sadko se ve obligado a tocar su gusli para que el rey baile y baile, sin parar, solo que se da cuenta de que cada vez que interpreta su música cautivadora los mares se agitan de una manera pavorosa. El bardo mercader se ve obligado a romper todas sus cuerdas. El rey, entonces, le propone casarse con su hija. Si consuma el matrimonio, tendrá que quedarse hasta la eternidad en el fondo del mar, si no lo consuma, volverá a tierra firme. Sadko finge casarse con ella, pero se acuerda de un consejo que le había dado San Nicolás, y se duerme justo al acostarse. Se despierta a orillas del lago Ilmen, reencontrándose con sus amigos y marineros. En algunas versiones, manda construir una blanca basílica.

El compositor ruso Rimski-Kórsakov estrenó en Moscú una ópera, en 1898, inspirada en la bylina de Sadko. Es interesante constatar que los elementos cristianos desaparecen en provecho de un paganismo más o menos panteísta. Ni San Nicolás ni la basílica aparecen. Al final de la historia, retomando una de las versiones antiguas, la princesa de los mares se convierte en el río Vóljov, lo que permitirá conectar el lago Ladoga con el Lago Ilmen y favorecer así el comercio. Sadko, en la versión operística, es músico y mercader, pero sobre todo un marinero atrevido que mira hacia el Sur, el Sur “exótico” de los rusos que es el Mar azul, no el del Báltico, sino el del Océano Índico. Los comerciantes vikingos, que supuestamente fundaron Nóvgorod, los comerciantes venecianos y los comerciantes indios, saludan al rico mercader, entonándole sus cantos más singulares. Esta orientación hacia el Sur se muestra también en la escena inicial de la ópera, una escena de francachela, más que de un banquete “serio” de comerciantes, en la que después de celebrar y brindar por la gloria de Kiev, a continuación se subraya, en el canto del coro (magnífico), que es mayor aún la gloria de Nóvgorod, no solo por sus mercancías y riquezas, sino por su apego a las libertades.  En aquel entonces —qué ironía—las bylinas de Kiev eran más guerreras y, al parecer, los boyardos eran dueños y señores de la ciudad. Ucrania, nunca mencionada directamente en la ópera, es el sur de Rusia, la puerta hacia la ensoñación, el afán de comercio, ese inmenso río que es el Dniéper y que a lo largo de más de 2000 kilómetros desemboca en el Mar Negro, mar de los argonautas griegos, de los tártaros, del mundo otomano, mar que conduce a su confín meridional, Constantinopla, puerta del Mediterráneo. A fines del siglo XIX, habían pasado ya más de treinta años desde la guerra de Crimea. El asedio de Sebastopol generó resentimiento en el nacionalismo ruso que veía cómo los franceses y los ingleses se habían aliado con el Imperio otomano. Muchos tártaros y poblaciones de origen turco que vivían desde hacía siglos a orillas del mar Negro fueron expulsadas por los rusos, en diferentes campañas de «pacificación». Desde hacía unos veinte años un sinfín de pogromos estaban vaciando todo lo que fuera la otrora Rus de Kiev de su numerosa y variopinta población judía. Rimski-Kórsakov viajó en tres ocasiones por el sur de Ucrania, por Crimea. Aquellos paisajes, aquella variedad cultural le encandiló. En esta ópera expresa una visión democratizante de Rusia, en la que el comercio y el arte pueden unir a los pueblos. “¡Gloria al Mar azul! ¡Gloria al río Vóljov!”, entona el coro al final de la ópera.

¿Pretendía transmitir un mensaje cosmopolita? Todo arte digno de ese nombre no transmite mensaje alguno, menos ideológico, aunque, claro está, puede expresar sentires o deseos con connotaciones políticas. He olvidado voluntariamente un detalle. Sadko tiene una esposa rusa. La ha dejado por el anhelo de navegar, de ensanchar de manera ilimitada el horizonte. Cuando vuelva a orillas del lago, se reconcilia con ella. Rusia debe estar abierta al mundo, a los sueños, a la belleza, pero, al mismo tiempo, no olvidar sus raíces, parecería decirnos el músico ruso. Sadko, como Ulises, vuelve a donde su esposa. No termina en una errancia sin fin. No es un héroe trágico. Todo y cuando, el filósofo francés Vladimir Jankélévitch insiste en que es un relato en el que lo fundamental es la salida, sin desgarro alguno por dejar a su esposa. “La rapsodia de los adioses –como dice él—no experimenta sino la atracción por el horizonte y el deseo de parajes lejano”. Dicho esto, su historia podría ser enmarcada —en línea con lo que dijo Eugenio Trías­—en la modalidad dramática del viaje, no en la trágica. No es el Wotan wagneriano. Tampoco es un héroe que se pregunte por su identidad. Es más bien un juglar viajero que goza de todas las peripecias, azarosas y fantásticas, que va viviendo. El portentoso tenor ruso, Vladimir Galusin, expresa muy bien su estado de ánimo permanente, con esa sonrisa esplendorosa, embriagado por la vida. No siente en verdad nostalgia por su patria perdida. Desea burlarse de los comerciantes, pero sin encono alguno. Engaña al rey de los Mares, pero con malicia, sin maldad alguna. Se reencuentra con su ciudad natal no porque se esfuerce en ello, sino por ser un dormilón soñador.

La ópera Sadko llama mucho la atención porque su imaginario está presidido por los tonos azules del agua, de sus fondos marinos y celestes, por el murmullo del agua marina. Toda ella es una rapsodia en la que la continuidad del flujo sonoro prima, la del viento, la del medio acuático. Todo nada y todo vuela. Recordemos, su bajel se llama «halcón». Los timbres magníficos y el color, como elemento constructivo del discurso musical, nos hacen pensar en El mar de Debussy, pocos años después. El Imperio ruso se fue extendiendo por las inmensas estepas euro-asiáticas, “mares” terrestres, logrando acceder a lagos descomunales, como el Mar Caspio, o ampliando su área de influencia a orillas del Mar Negro, desde el siglo XVIII. Llegó incluso al Océano Pacífico. Es una gesta humana que independientemente de sus objetivos imperialistas, de la rusificación y del sometimiento de numerosos pueblos, debía de llenar de orgullo a las élites rusas; sospecho que todavía hoy en día. Veinte años después del estreno, por primera vez una república de Ucrania, efímera, surgía, en el magma convulso de la revolución soviética, la guerra civil y los pogromos antijudíos que no cesaban.

El sueño del Sadko rimski-korsakoviano no era imperalista. Su visión idealista era más bien la de integrar el cosmopolitismo en una versión hospitalaria de la patria natal. La realidad histórica de Rusia, ésta sí trágica, desde comienzos del siglo XX, fue todo un desmentido a esta utopía musical, arraigada —quién sabe— en una especie de visión federativa del Rus de Kiev, en un sentir profundo del alma rusa, en lo que tenía de más hermoso y conmovedor, y que luego, bajo otras formas, mucho menos clásicas, mucho más trágicas, escucharemos en el exiliado Stravinsky y, después, en Shostakóvich, peculiar disidente. Por el contrario, el tataranieto putiniano de Sadko es un furibundo guerrero que quiere afirmarse como superpotencia euroasiática y como “padre” sádico de otra nación, la ucraniana. “Os mato porque os quiero”, les dice a los que llama “hermanos”. No sueña con el mar, busca extenderse hacia el Mar Negro para controlarlo mejor. Busca su revancha por lo que considera traición de Occidente. Piensa que no merece la pena celebrar nada con los mercaderes extranjeros, salvo con los que tengan su misma visión de Estado. Tremenda paradoja, en parte comprensible, la de ese país gigantesco, de planicies interminables, que se siente ahogado por sus escasas salidas al mar.

En una de las versiones antiguas de Sadko, el rey del Mar le pregunta al bardo qué tesoro es el más valioso de Rusia ¿el hierro o el oro? Sadko responde: “es el hierro porque sin oro se puede vivir, pero no sin hierro. Con éste se puede además adquirir oro”. Sadko no se vuelve rico después de todas sus peripecias por los océanos del mundo, ni en las versiones antiguas ni en la moderna. Lo importante para él es, viajar, soñar, volver, abrir vías al comercio para sus compatriotas, en una versión, en otras contribuir al culto religioso. El tataranieto de Sadko ha matado los sueños. Se guía por una nostalgia imperial estéril, por una lectura sesgada de la historia. Recordemos la estatua grandilocuente que erigió Putin en Moscú, en 2016, de Vladimiro, sí, el primer príncipe cristiano de la Rus de Kiev. Busca el hierro de las provincias orientales de Ucrania, su siderurgia, aunque sea al precio de matar a miles de personas, aunque sea al precio de convertirlas en campos estériles de escoria y de escombros, aunque sea al precio de provocar una tempestad inmensa, en todo el planeta, en especial en Europa.

“¡Sadko!”, grita el viento helado del lago Ilmen. “Sadkooo”, responde el eco. “¿Dónde estás?, insiste. Silencio. Un inaprensible sonido de hojas de abedul, meciéndose, preside la escena.

 

Le Mans, a 25 de febrero de 2023

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