Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoLetrasLa vida tenía un precio. En torno a ‘Animal de bosque’, de...

La vida tenía un precio. En torno a ‘Animal de bosque’, de Joan Margarit

“La vida sólo tiene sentido porque acaba”, nos dejó escrito Joan Margarit en su poemario Misteriosamente feliz (Visor Poesía). La idea queda remachada en su último libro, Animal de bosque, publicado por la misma editorial poco después de su fallecimiento. En él se declara: “Podemos ser tan fuertes y claros como el muro,/ y no ignorar la muerte porque eso/ es no comprender nada de la vida”. Es ésta la convicción profunda, nuclear, que late en todas las páginas del que podría considerarse su testamento poético. Lo escribió a lo largo de 2020, año de pandemia y de confinamiento. Año nada propicio para el optimismo personal del poeta, que tuvo que lidiar con un cáncer incurable, por lo que era muy consciente de que se le acababa el tiempo. Y, sin embargo, ese año, según confiesa en el arranque mismo de su última obra, “para mí está entre los que fueron/ los más felices de mi vida”.

Remataba, pues, su trayectoria poética cuando ya se sentía morir; o cuando, para ser más exactos, se hallaba en esa fase de su vida en que le tocaba irse muriendo. Y no quiso desperdiciarla o minusvalorarla pasándola por alto. Por el contrario, defendió con tenacidad vivirla a fondo, disfrutándola, y sufriéndola al mismo tiempo; descendiendo a los infiernos, y ascendiendo a los cielos, de su experiencia personal. Poetizando sus últimos días, agradeciendo todo lo que la vida le había proporcionado y la sensibilidad y ansia de belleza que la experiencia de los años vividos le permitió incorporar. Vivió a fondo su muerte. O, por decirlo de otra forma: decidió vivir consciente y apasionadamente lo que aún le quedaba por vivir.

Y lo hizo desarrollando su palabra hasta las últimas consecuencias. Consciente, con toda seguridad, de todo lo que aún le quedaba por decir y apremiado por la necesidad de seguir explicándose. Murió con las botas puestas del escritor de raza. Y acabó sus días, como deseaba, sin salir de casa, en el interior de esa casa de misericordia de la que hablaba también en otro de sus poemarios, (y con ese mismo título), al referirse a la poesía. En su epílogo (octubre de 2006), Margarit declara: “cuanto más viejo me hago, no reconozco otra aventura que valga la pena que la propia vida. Ni otra posibilidad de consuelo que la de administrar el propio deseo y ¿por qué no? el propio fracaso”.

Esto es precisamente, y predicando con el ejemplo, lo que hace en Animal de bosque: administrar de manera pormenorizada, con todos sus matices, su inminente fracaso vital, poniendo a la muerte y a la vida en el lugar que les corresponde, como realidades complementarias, hasta hacerlas prácticamente indistinguibles, en su propio movimiento; que es el que determina que una vida no es tal, si no es vida lanzada a tumba abierta. Nada tiene de extraño, entonces, que la proximidad de su fin se convierta en un acicate para vivir mejor; dejando constancia de que “hay un ímpetu de la debilidad”; y reafirmándose en una intimidad deseada –su casa de misericordia, que erige  como único lugar real, por ser “el refugio donde resistir” y donde poder ocuparse con pasión de lo que aún le queda por hacer: organizar su despedida a través de un inventario de su propia existencia, dejándose llevar por la memoria, que es “como la ropa blanca doblada en el armario”. Algo esencial que le protege, al tiempo que le proporciona una reserva de consuelo y alegría permanentes.

Margarit explica y poetiza el tramo final de su vida con el entusiasmo y la precisión de bisturí de una expresión que sabe ahondar en lo que más duele y, al mismo tiempo, en lo que más consuela; de manera muy dura y, al mismo tiempo, muy tierna: asumiendo sus últimos días sin tratar de engañarse sobre lo que significa su mortalidad, inserta en los límites de la condición humana. Y asumiéndola, por eso mismo, desde el espanto, la incomprensión y la rebeldía frente a la muerte; pero también desde la serenidad e incluso desde una aceptación alegre no exenta de ciertas dosis de misticismo.

Como cuando proclama: “Me libera la muerte,/ permite, indiferente,/ que me vaya acercando hasta alguna verdad./ Inexplicablemente, esto me ha emocionado”. O cuando hermana estados de ánimo antagónicos como los que le hacen escribir: “Hacia la luz los ojos y, por dentro,/ más honda cada día la negrura/ y, a la vez, poderosa la alegría”. Desde esa comprensión, y tales sentimientos, Margarit se enfrenta al final de sus días haciendo de él un empeño de suprema dignidad, que le permite exclamar, con legítimo orgullo: “Incluso sin caminos, no nos hemos perdido”. Porque de eso se trata precisamente: de no perderse en espejismos que pueden anular la propia comprensión del hecho de estar en la vida, con todo lo que eso significa.

De ahí que comprensión, verdad y alegría, bien trabadas, sean los elementos fundamentales que le permiten a Margarit reencontrarse como persona en toda su integridad. “Nada ennoblece como comprender”, nos dice en el poema que da título a Animal de bosque. Y, para comprender y comprendernos, está la poesía, que “es para quien la escribe/ aprender a escribirse a sí mismo./ Y para quien la lee, aprender a leerse”. Desde esta perspectiva, y ahondando en el ansia de verdad, se va haciendo la luz necesaria para irse orientando. “Tras el verso más cruel nos espera un camino”; y en él puede encontrarse la alegría, que “siempre deja su rastro en algún verso”. Y hasta es posible permitirse algún ensueño piadoso, como el de acabar sintiendo que nuestros muertos “están iluminados por una íntima paz” y “Nos sonríen y dan la bienvenida”.

Por contradictorio que parezca, Animal de bosque es un libro al mismo tiempo desolado y alegre, porque su autor nos permite encontrar la alegría hurgando en el doble fondo que a veces esconde la desolación. Una alegría nada beatífica, porque, en confesión del autor, sus consuelos le nacen “de la propia dureza de la vida”. Se trata, pues, de un libro fascinante, que puede manejarse como un breviario laico de meditación constante; una cantera poética de la que poder extraer los elementos conformadores de una buena muerte como corolario necesario de una buena vida. Algo muy saludable, teniendo en cuenta la tendencia socialmente dominante a invisibilizar la muerte, considerada como una escandalosa anomalía de la que habría que huir como de la peste, hasta el punto de retirarla de la circulación, porque ni siquiera puede ser nombrada.

Quizá sea, por eso, la del buen morir una asignatura que las sociedades laicas en las que nos desenvolvemos aún tenemos pendiente. Se me ocurre pensar que porque tampoco sabemos vivir bien y en plenitud; y somos, por eso mismo, incapaces de unir los dos cabos de nuestra existencia. En parte, supongo, porque no somos demasiado conscientes de que vivir con dignidad en el presente, incluso en un presente ya terminal, guarda una relación estrecha con lo que se ha vivido, se ha cultivado y disfrutado en un pasado que podemos incorporar por la memoria y nos dota de la orientación necesaria y hasta de las compañías que nos sirvan de consuelo en nuestro último trance. Y, por eso mismo, de la serenidad que da poder decir: “Hoy el final me evoca más bien la sencillez/ (…) Aquel Viaje de invierno, piano y voz:/ ¡que Schubert me acompañe”.

¡Morir acompañados por nuestros muertos más vivos (nuestros propios clásicos)! No parece un mal plan este que Margarit nos sugiere, al hablarnos de la necesidad de “aprender a leernos”; y cuando nos invita a contemplar la vida desde el observatorio de la muerte que la unifica, dotándola de perspectiva y de sentido. De ahí que la aborde sin tapujos, concediéndole el protagonismo que merece como base de un humanismo digno de ser considerado como tal. Forma parte de nuestra realidad más íntima y, por eso mismo, nos abre de par en par las puertas de la verdad. La que nos dice que vivir merece la pena. Que es lo mismo que decir, trastocando el título cinematográfico, que “la vida tenía un precio”. “Lo que sea la muerte no me importa”, nos dice el poeta, antes de añadir: “No sé si es un acierto. Pero sé/ que no se trata de un error”.

 

Más del autor

-publicidad-spot_img