Por el hormiguero de sus callejuelas pasearon Paul Bowles, William Burroughs y Truman Capote, hoteles de otros tiempos acogieron a unos Rolling Stones embriagados de hachís y música bereber. En sus cafetines se debatía sobre un mundo en crisis. Y en sus fondas anidó un lumpen de espías, políticos caídos en desgracia y contrabandistas de toda monta. Tánger, capital africana situada a catorce kilómetros de Andalucía, disfrutó de un esplendor inédito gracias a su salvaguarda internacional. Ocurrió hace medio siglo. Ahora, un libro rescata las vivencias de la colonia española que residió en la ciudad que una vez fue país.
Fundada por los cartagineses en el siglo V antes de Cristo, la historia del auge de Tánger comenzó con la declaración de la ciudad como zona internacional en 1923. Durante casi cuatro décadas, la urbe se convirtió en lugar predilecto para el asentamiento de grupos étnicos, comunidades religiosas y prófugos políticos que no disponían de otro lugar seguro bajo el sol. Bajo administración consular pactada por España, Francia e Inglaterra, la ciudad floreció por la coexistencia en paz de colectivos dispares. Se podía practicar cualquier credo religioso, se pagaba en cualquier moneda europea y, de hecho, la ley era interpretada de la manera más laxa jamás conocida hasta entonces. En el Tánger del ecuador del siglo pasado residían alrededor de ochenta mil personas. Entre esta población, más de la mitad de sus habitantes eran españoles de origen o de ascendencia. “En tiempos revueltos posteriores a la II Guerra Mundial, Tánger se convirtió en una ciudad libre y acogedora, ejemplo de concordia en días convulsos”, explica el historiador Carlos Hernández, presidente de la asociación Tangerjabibi, que reúne un millar de españoles nacidos o con raíces familiares en aquel Tánger.
Durante ocho años, Hernández ha coordinado el rescate de la memoria oral de estos tangerinos españoles. El resultado de esta investigación histórica es el libro Tánger en primera persona, dos gruesos volúmenes con un total de 650 páginas trufadas con testimonios y fotografías de la vida cotidiana del colectivo español. “En los años cincuenta había censados unos cincuenta mil españoles, pero éramos muchos más porque otros llegaban huyendo por asuntos políticos y preferían no registrarse. Allí nadie te preguntaba de dónde venías, ni había policía interesada en saber de tu pasado”, señala Carlos Hernández, bisnieto de campesinos gaditanos azotados por la pobreza. Su padre fue practicante médico “sin título, por experiencia” y completaba salario como guía de tropas españolas en el norte de Marruecos. “Los españoles se dedicaban a casi todo, en todos los niveles sociales”, indica Hernández, tangerino entre 1946 y 1969, “cuando era normal que en el colegio tuvieras compañeros católicos, judíos, musulmanes, protestantes e hindúes… porque éramos un amasijo de lenguas. Todos los equipos escolares de fútbol eran verdaderas selecciones mundiales”.
Por aquellos años, la prosperidad libertina del Tánger internacional se convirtió en un imán para los escritores de la Generación Beat. Con Paul y Jane Bowles como referencias, el Zoco Chico y los hoteles Rembrandt y Minzah nuclearon los encuentros de Burroughs, Tennessee Williams, Ginsberg, Kerouac y demás superhéroes de la contracultura. “Nunca se mezclaron con el pueblo, eran más de ambientes intelectuales y lugares de libertinaje sin control policial”, precisa Carlos Hernández, cuya obra literaria incluye fotografías de Burroughs con el historiador, crítico de arte y periodista Emilio Sanz de Soto, personaje clave de la vida cultural española en aquel Tánger internacional. Por el Teatro Cervantes en pleno apogeo pasaban estrellas de la canción y del teatro. “Se les pagaba en dólares cuando la peseta estaba por los suelos. Llamaban a Lola Flores y a Manolo Caracol y venían volando, sin hacer las maletas”, recuerda Hernández. De hecho, en el Cervantes ya casi centenario (fue construido en 1913 y ahora amenaza derrumbe por ruina) escribió Juanito Valderrama El emigrante en 1947, después de cantar ante “exiliados españoles llorando y gritando ¡viva España!, sin rojo ni morado de la República y sin azul de la Falange, sin más colores que los del corazón”, contó el cantaor hace diez años en sus memorias.
Cuando Tánger era una fiesta, muchos ingleses se apuntaron al baile. En 1965, Brian Jones llegó huyendo de un pleito de paternidad. En la ciudad, el fundador de los Rolling Stones halló un ambiente sin parangón, “un viaje en el tiempo, un mundo medieval con música magnífica, droga abundante y comida soberbia, la capital mundial del todo vale”, narra Stephen Davis en el libro Los viejos dioses nunca mueren. El músico de la cara pálida, con apenas 23 años, pronto se interesó por un pueblo misterioso del Rif llamado Jajouka y su “música salvaje, jóvenes bailarines, mucho kif, toda la noche de fiesta sin dormir”. La huella tangerina de los Stones creció con Keith Richards y Mick Jagger. En 1967, el guitarrista viajó en coche desde Francia, pasando por Málaga, con la novia que había robado a Jones, Anita Pallenberg. “El coche iba equipado con alfombrillas de piel, cojines pop art y escandalosas revistas suecas de sexo. Se escuchaba música soul a todo volumen, Jimi Hendrix y Penny Lane, lo nuevo de The Beatles”. Jagger fue más prosaico: aterrizó en avión con su pareja de entonces, Marianne Faithfull. Las letanías de los músicos de Joujouka tuvieron cierta influencia en los discos del grupo británico, aunque las grabaciones de campo que Brian Jones realizó en 1968 solo fueron editadas tras la muerte del músico el 2 de julio siguiente. Hoy, el fallecido Stone todavía es recordado en Jajouka como Brahim Jones.
Ajenos al trasiego tóxico, los españoles seguían a lo suyo. Tenían periódicos propios, el diario España, dirigido por Eduardo Haro Tecglen, y disfrutaban de pasatiempos que al otro lado del mar estaban al alcance de muy pocos o, sin ambages, prohibidos. “No había censura para hablar, escribir o hacer cultura”, recuerda Carlos Hernández, “veíamos desnuda a Brigitte Bardot cuando aquí ni aparecía, escuchábamos a los Rolling y a los Beatles…y cuando veníamos de vacaciones en verano, España nos parecía un país atrasado, sin libertad, muy empobrecido en cualquier sitio que no fuera Madrid o Barcelona”. También los espacios de prosperidad se notaban en la cesta de la compra: los mercados de Tánger ofrecían mantequilla holandesa, quesos franceses, embutidos, pescado y leche fresca. “Aquellos productos que en la España peninsular eran todo un lujo”, rememora Hernández, “teníamos televisores, radios portátiles y máquinas fotográficas de importación, todo gracias al floreciente contrabando irregular”.
En la actualidad, medio siglo después de la época del esplendor internacional que el pintor Antonio Fuentes plasmó con luz y color, cuando hasta el albero de la plaza de toros se transportaba en barco desde Sevilla y las palmeras venían desde Alicante, la colonia española residente en Tánger se reduce a alrededor de cinco mil personas. Está formada, en esencia, por empresarios, funcionarios oficiales y no pocos jubilados. “Allí las pensiones se cobran en euros y permiten mejorar el nivel de vida”, justifica melancólico el investigador del grupo español Tangerjabibi. Consciente, admite Carlos Hernández, de que el tiempo que se va nunca vuelve, y mucho menos en una ciudad portuaria y arrabalera que ahora aparece detenida en el tiempo. Una capital que alguna vez fue un país.
Las novelas del hambre infinito
En la casbah de Tánger, los buscavidas se disputan a los turistas que intentan seguir las huellas que dejó Paul Bowles en la ciudad africana. Atravesando un jeroglífico de callejones estrechos, a un costado del antiguo palacio real, surge discreto un edificio de tres plantas. Austero, sin señal externa alguna, esta casa albergó los últimos días del escritor neoyorkino hasta su muerte con 89 años el 18 de noviembre de 1999. “Bowles dio visibilidad a varios escritores marroquíes y bebió de la cultura magrebí”, recalca el escritor canario Antonio Lozano, nacido en Tánger. Autor de la novela Harraga sobre la emigración clandestina hacia Europa, Lozano conoció a Bowles en su última etapa. “Ya no salía de la cama, pero mantenía una lucidez total”, recuerda, “y seguía siendo faro de su época”.
Bowles había llegado a Tánger en 1947 para escribir una novela por encargo. Se tituló El cielo protector y Bernardo Bertolucci la llevaría al cine en 1990 con rodajes en Tánger, Argelia y Níger. En esencia, la obra de Bowles se nutre de sus experiencias marroquíes, en especial de la vida salvaje del grupo beat. En 1948 recibió a su esposa y comenzó una tormenta sentimental. Jane Bowles, de 31 años, compartía la atracción que ambos cónyuges sentían por hombres y mujeres. No obstante, hasta la muerte de Jane, ocurrida en Málaga en 1973, los Bowles se mantuvieron cerca el uno del otro, solos o en compañía de otros.
Junto a ellos hubo dos marroquíes que jugaron un papel clave para entender la vida cotidiana en aquella ciudad sin ley. Mohamed Chukri llegó a Tánger en un infierno. Su padre, antiguo militar con España, trasladó a la familia desde el Rif, donde dictaba órdenes a golpes con hambre y miseria infinita. En los años 60 conoció a Bowles, que le ayudó a traducir al inglés su novela biográfica El pan desnudo, prístina crónica del desarraigo en tierra propia. Bowles también apoyó a Mohamed Mrabet, pintor y autor de la novela Una vida llena de agujeros, que narró de viva voz al escritor americano para su edición en inglés. Fallecidos Bowles y Chukri, Mrabet es el último testigo del Tánger épico que ya no existe.
Carlos Fuentes es periodista. Actualmente colabora en Onda Cero, Rockdelux, Casa África y Escuela de Escritores. Es autor del blog musical Semilla Negra y de la bitácora Ecos Cotidianos. En FronteraD ha publicado Alma de blues