A un lado de la autopista quedó atrás la salida para Roccaseca, el castillo familiar de los Condes de Aquino -una de las siete familias más importantes del Regno de Nápoles-, el lugar natal del gran Santo Tomás de Aquino, uno de los más ilustres intelectuales de la Orden de Santo Domingo. Un poco más tarde, solo intuido a lo lejos, el nuevo avatar del monasterio de Montecassino, tantas veces calcinado por incendios y destruido por las guerras, que tantas resonancias tiene en mi mitología personal. Ya de noche, después de dejar detrás de nosotros Capua y Caserta, llegamos a Nápoles. Nos lo habían advertido, “ni se os ocurra entrar con el coche en Nápoles. Es peor que conducir en El Cairo o Nueva Delhi”. Exagerados. Tras un par de titubeos al entrar en el centro histórico atravesando las murallas medievales por la zona del Castel Capuano y la Puerta Capuana, el mismo lugar por el que hizo su entrada triunfal en Nápoles Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, dimos en seguida, sin que yo saliera de mi asombro, con el aparcamiento que nos había aconsejado el propietario del Maison di Napoli, justo al lado de Via Duomo, nuestra calle. Inquietante el cancerbero que custodiaba el aparcamiento. A pesar de su origen foráneo, centroamericano en concreto, ya estaba totalmente adaptado a las microfísicas del poder y los códigos no escritos que dominaban aquel establecimiento y el barrio. Un poco azorados por lo contingente de la vida humana y los peligros que en ella nos aguardan inadvertidos, nos fuimos a nuestro alojamiento, un apartamento en un palazzo histórico de esos que le chiflan al marqués, aunque he de decir, maliciando ya algo del corte de Carcasona o San Remo, el lugar no estaba nada mal. Enfrente del edificio estaban el Museo Civico Filangieri y la iglesia de San Severo al Pendo. Via duomo arriba estaba el conocidísimo cartel de San Gennaro del pintor callejero napolitano Jorit Agoch. Un poco más arriba está el duomo de la ciudad, la catedral de Santa Maria Assunta, en cuya capilla del tesoro de San Gennaro se produce el famoso milagro con la sangre del santo.
Contagiados por el inagotable entusiasmo del marqués, nos fuimos a cenar, a la una de la mañana, “a un sitio muy divertido que conozco aquí al lado”. Y no nos engañó. El sitio era divertido un rato largo. La profusión de tendederos de ropa de un balcón al otro, el ambiente del local y el guion de la recepción, me hicieron sospechar que en realidad la Trattoria del Pescatore de Via dei Tribunali forma parte como un negociado más de la concejalía de turismo y espectáculos del ayuntamiento de Nápoles, para que la gente entre en estos sitios y no se olvide de donde está ni un solo momento. No hubo que detenerse demasiado en la carta, “ne penso io”, lo que equivalía a que íbamos a cenar una creativa combinación con todos los restos de lo que había sobrado en aquella velada. Tampoco había que preocuparse del vino, puesto que era, naturalmente, del viñedo “del mio zio”. La carta, ese invento moderno, no existía. El precio, pues ya se vería (sorprendentemente, no nos fusilaron con la nota. Debimos caerles simpáticos). Aquel bálsamo de fierabrás al que llamaban vino del país, pues bueno, tampoco voy a ponerme exquisito. Lo que me sorprendió, positivamente, fue el guisote, una pasta ai frutti di mare macizada con todo el marisco que les había quedado de la jornada. Pero lo verdaderamente único e inenarrable fue el espectáculo de los camareros, todos venían con los platos, nos cantaban endechas de la casa y de sus clientes (entre ellos Maradona, nos dijeron, que les levantaba a las dos o las tres para que les hicieran una cuchipanda a él y a sus compinches. Todo con tal de satisfacer a una deidad local), nos contaban mil y una historias, vino el hermano del camarero, la madre del camarero, el tío del camarero, el primo del camarero, el amigo del primo del camarero. Y al final, el chef, para recibir nuestro unánime y entregado reconocimiento por su maestría. Un espectáculo. Una auténtica zarzuela napolitana. El marqués, además, se unió a la producción, y aquello ya fue el acabose. La gente nos miraba, como si aquello fuera un espectáculo. Que lo fue. Volveré, volveremos, ya lo creo que volveremos. De allí, callejeando por calles llenas de tendales de ropa de balcón a balcón, con la ropa ya taxidermizada, nos dirigimos al hotel para reponer fuerzas y prepararnos para el día siguiente.
Álvaro de Diego me señala una cita de Curzio Malaparte en La piel y yo se lo agradezco utilizándola como estribo desde el que comenzar estos sepulcros napolitanos.
“Nápoles es la ciudad más misteriosa de Europa. La única en el mundo que no ha perecido como Ilion, Nínive o Babilonia. La única ciudad del mundo que no se ha hundido en el naufragio de las civilizaciones antiguas. Nápoles es una Pompeya que jamás ha sido sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie del mundo moderno”.
Nápoles entra en mi vida en el momento en que suelen entrar las cosas importantes: en la infancia. Una lectura de un libro sobre historia medieval, ilustrado -tomado en préstamo en el Bibliobús, la biblioteca ambulante de la que me abastecía de munición por aquel entonces- contaba la historia de Federico II, su hijo Manfredo, su nieto Conradino y las Vísperas Sicilianas. Historias que jamás se nos olvidan, como nos cuenta Francesca da Rimini de su amor por Paolo Malatesta, questi, che mai da me non fia diviso.
En la Plaza de Mercado de Nápoles, a unos pasos de nuestro alojamiento en Via Duomo, después de haber sido derrotada la última esperanza gibelina en la batalla de Tagliacozzo (1268) y tras juicio sumarísimo, fueron decapitados Conrado V de Hohenstaufen su primo Federico de Austria-Baden y otros caballeros alemanes y la flor de los gibelinos italianos: Wolfrado de Veringen, Bertoldo de Neuffen-Marstetten, Federico de Hürnheim, Conrado Kropf de Flüglingen -el mariscal de Conradino-, Gualferano y Bartolomeo Lancia, Gerardo y Gavano Donoratico de Pisa. Lo que hizo Carlos de Anjou, Rey de Sicilia según el dictado papal, con el legítimo Rey de Sicilia y de Jerusalén, el jovencísimo Conradino, fue un golpe sin precedentes a la conciencia europea. Un rey cristiano nunca había mandado ejecutar antes a otro rey cristiano. Aún recuerdo en la ilustración de aquella lectura el gesto de soberbia con el que Carlos de Anjou contemplaba impertérrito a Conradino mientras este subía, lleno de dignidad, al cadalso. Dante pone en boca del humilde genearca o ancestro de la Casa de Francia Hugo Capeto una firme condena del infame trato dado por su descendiente Carlos de Anjou al desdichado Conradino, y de paso, le endosa la muerte por envenenamiento de Santo Tomás de Aquino:
Carlos a Italia fue y, para arreglarlo,
liquidó al pobre Conradino, y luego
mandó al cielo a Tomás
Par., XX, 73-75
Los cadáveres decapitados de Conradino y sus compañeros de desventura fueron a reposar en la Basilica di Santa Maria del Carmine Maggiore, que está en los aledaños de la Plaza del Mercado. Maximiliano II de Baviera le rindió homenaje a Conradino encargando una estatua en cuyo pedestal se guardaron los huesos que hasta entonces habían reposado en la capilla de la Virgen. Y ahora es cuando llega el segundo episodio de la franquicia Indiana Jones. Yo creo que, si Georges Lucas hubiese conocido esta historia, hubiera hecho una película protagonizado por nuestro arqueólogo favorito. 27-30 de septiembre de 1943, le quattro giornate di Napoli. La Wehrmacht se bate en retirada tras haber sido derrotada en la batalla por la liberación de Nápoles del yugo nazi. Un pelotón de soldados alemanes se planta en la iglesia del Carmen con la intención de llevarse al Reich los restos mortales de Conradino (Conradino nunca llegó a ser coronado emperador, pero era un Hohenstaufen de los pies a la cabeza). El sacerdote que ha quedado al cuidado del templo los induce a error en sus indicaciones, de modo que los nazis –brutales y torpes por definición- no buscaron en el lugar adecuado: el pedestal de la estatua. Tras levantar varias lápidas y no encontrar nada, se fueron con las manos vacías a toda pastilla, pues fuera sonaban ya los disparos de las tropas italianas. Yo ya le estoy dando vueltas a varias variaciones de estos temas, con científicos de la Anherbe (Studiengesellschaft für Geistesurgeschichte‚ Deutsches Ahnenerbe, “Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana”) examinando en Berlín los restos de Conradino para crear con ellos una nueva Wunderwaffe o arma secreta que cambiara el curso de una guerra que ya se le estaba poniendo muy cuesta arriba a San Adolfo de Braunau y los suyos.
El marqués, que conoce bastante bien Nápoles, nos llevó a desayunar a un sitio en el que ya había estado en ocasiones anteriores, justo en frente del Palazzo Marigliano, en Via San Biagio dei Librai. Desde allí comenzó nuestra derrota napolitana. Tomando el decúmano inferior, oficialmente Via Forcella y Via Benedetto Croce, pero al que todo el mundo conoce como Spaccanapoli, nos adentramos en el Nápoles eterno. En Via di San Gregorio Armeno, entramos en el complejo de la Iglesia de San Gregorio Armeno, también conocida como Iglesia de Santa Patrizia, pues allí está el sepulcro de la santa tutelar de la ciudad, Santa Patrizia di Costantinopoli. En la entrada, me detuve un rato contemplando una exposición sobre algo que nunca prescribirá, el genocidio armenio. San Gregorio el iluminador es uno de los santos más importantes del cristianismo armenio, la primera nación que adoptó el cristianismo como religión oficial. Para no perder comba en esta peregrinación entre cultos, encontramos otro lugar de culto más moderno, la Santa Maradona, advocación que los napolitanos han puesto ya al nivel de San Gennaro y de Santa Patrizia. Pasamos al lado de la estatua de San Gaetano, otro santo muy importante en el panteón napolitano, pura traducción del politeísmo de los napolitanos anteriores a la llegada del cristianismo, y de las entradas a las catacumbas de la ciudad, la Napoli Sotterranea. El marqués, siempre tan devoto, propuso entrar en la Iglesia de San Lorenzo, que para eso habíamos observado su fiesta tres días antes en Florencia. Me fui directo a observar un sepulcro que me llamó la atención. El de Juana de Durazzo, duquesa de Durazzo (1344-1387) y su segundo esposo, Roberto IV de Artois. Juana era hija de Maria de Calabria, hermana de la reina Juana I de Nápoles, y de Carlos de Durazzo. Más tarde me enteraría del resto de la historia. Juana, en calidad de duquesa de Durazzo, era la heredera del trono de Albania y, debido a su impecable linaje, también era candidata al trono de Nápoles. Un infante Navarro, Luis de Navarra-Evreux, conde de Beaumont, fue el primer esposo de Juana y tratando de hacer valer los derechos de su esposa se embarcó en 1376 en la aventura de la Conquista de Albania, empeño que se vino abajo con su muerte y dejó a unas compañías de guerreros navarros, al mando del condotiero navarro Juan de Urtubia, campando por la región durante varias décadas al estilo de las mucho mejor conocidas compañías catalanas. M., que es medio navarro-aragonés, se sintió muy identificado con la empresa albanesa. Hay película de impecable financiación de la por entonces joven autonomía vasca. Bastante digna, la verdad sea dicha. Luis de Beaumont está enterrado en la Cartuja de San Martín, también en Nápoles, pues no lo iban a llevar también a la iglesia de San Lorenzo Maggiore para turbar el descanso de su viuda y su último esposo. No sería la última noticia albanesa de la jornada. Volviendo a los aquí sepultados, Juana y su segundo esposo no terminaron bien. Según la tradición, su hermana Margarita los envenenó para quitárselos de en medio y poder subir al trono de Nápoles como consorte de Carlos III de Anjou-Durazzo, quien también fue rey de Hungría como Carlos II. La dinastía se extinguiría pocos años después con sus hijos, sucesivamente reyes de Nápoles, Ladislao I de Anjou-Durazzo y Juana II de Anjou-Durazzo. Los Anjou, los Anjou-Durazzo, la casa de Aragón, ¿qué se hicieron?
¿Fueron sino devaneos
que fueron sino verduras
de las eras?
La enorme cola nos desaconsejó esperar para ver la Capella Sansevero en la plaza de Santo Domenico Maggiore, adyacente al Palazzo Sangro, la mansión napolitana de los Príncipes Sansevero. Para mejor ocasión quedará visitar el Cristo velado de Giuseppe Sanmartino que tanto nos encarece el marqués. En el Convento de Santo Domingo, panteón real de la Casa de Aragón y panteón de lo más granado de la nobleza aragonesa del regno, descansó durante un tiempo el hombre que pudo reinar en Nápoles, Alfonso V el magnánimo, antes de que sus restos fueran llevados a Cataluña, al panteón real de Poblet. Aquí, en Santo Domingo, están las tumbas de Isabel de Aragón, la duquesa de Milán protectora de Leonardo da Vinci, Ferrante I, Ferrante II y Juana IV de Aragón. El Convento es la casa madre de los dominicos en el Reino de Nápoles, y entre sus discípulos más eminentes estuvieron Santo Tomás de Aquino y Giordano Bruno. Después pasaríamos por Piazzeta Nilo, con la iglesia de San’Angelo a Nilo y la estatua representando al río Nilo. Al parecer este era el vecindario de los egipcios que habitaban en Nápoles desde tiempo inmemorial. La siguiente visita de envergadura fue el complejo monumental de Santa Maria la Nueva, con el Capellone di San Giacomo della Marca, la capilla familiar de los descendientes del Gran Capitán en el Reino de Nápoles. La capilla es también conocida como el Capellone del Gran Capitano. Al pie del altar, a los lados están dispuestos los sepulcros de uno de sus descendientes, Francisco de Cordoba, y de un misterioso Carlos de Austria
Un compañero de armas de Juan de Austria en Lepanto, el III Duque de Sessa y V Conde de Cabra, Gonzalo Fernández de Córdoba (de igual nombre que su abuelo, el Gran Capitán), almirante del Reino de Nápoles a la sazón, dio instrucciones de que en la capilla familiar se enterrara a dos grandes hombres de armas. En primer lugar, a Odet de Foix, el Gran Lautrec, mariscal de Francia y comandante de los ejércitos que asediaron Nápoles en 1528 (allí moriría, víctima de la peste el 15 de agosto de 1528). En segundo lugar, al maestre de Campo, viejo compañero de armas de su abuelo, Pedro Navarro. A pesar de haberse pasado al enemigo poniendo su espada al servicio de Francisco I, el nieto del gran capitán honró su memoria acogiéndolo en la capilla familiar. Pedro Navarro también murió en Nápoles, en 1528, durante su cautividad en el Castel Nuovo. Como comandante a las órdenes de Lautrec, fue capturado después de la muerte de este. La inscripción de la tumba dice así:
“A las cenizas y a la memoria del cántabro [1] Pedro Navarro, esclarecidísimo en el ingenioso arte de expugnar ciudades. Gonzalo Fernández, hijo de Luis, nieto del gran Gonzalo, Príncipe de Sesa, honró con el piadoso obsequio de un sepulcro al caudillo que siguió el partido de los franceses, teniendo en cuenta que el valor preclaro hasta en el enemigo debe ser admirado. Falleció año 1528. Agosto. 28”.
Un nieto del Gran Capitán no podía honrar mejor la memoria de su abuelo que siendo tan magnánimo y generoso en la victoria como lo fue él. El otro sepulcro de la capilla que me llamó la atención fue el de un tal Carlos de Austria. Luego indagué y supe que se trataba de un hijo del rey de Túnez convertido al cristianismo, apadrinado en su conversión en Nápoles en una ceremonia solemne en el Castel Nuovo nada más y nada menos que por Don Juan de Austria y la dama Violante de Osorio de Moscoso y Toledo, sobrina del gran virrey de Nápoles Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga, Pedro de Toledo, que da nombre a la importante arteria napolitana, en los Quartieri Spagnoli. Si pensábamos que aquí se acababan las sorpresas, estábamos equivocados. En el claustro nos dimos con otras tres tumbas que me dejaron perplejo. Ya había señalado más arriba que había alguna conexión albanesa más en estos diarios. En el claustro de Santa Maria la Nueva está enterrado el obispo de Iserna Constantino Castriota. Dos águilas albanesas en los pilares izquierdo y derecho flanquean el cenotafio. Se trata del hijo de Gjon Kastrioti II, hijo a su vez del legendario Jorge Kastrioti, Skanderbeg, el héroe nacional de Albania, y de su esposa serbia. En 1458 había muerto Alfonso V de Aragón, soberano de Sicilia y Nápoles, el más importante aliado de Skanderbeg. En 1460-1462, leal al hijo de su fiel aliado, envió una expedición a Italia para ayudar a Ferrante I, el hijo de Alfonso V, en su guerra con Renato de Anjou, el pretendiente angevino al trono. Pocos años después de la muerte de Skanderbeg, en 1479 su viuda, Andronica Arianiti Comnena, llegó a Nápoles en busca de protección. La segunda esposa de Ferrante I, Juana III de Nápoles, hermana de Fernando el Católico, la acogería en su círculo más íntimo. La viuda de Skanderbeg llegó acompañada de una niña que está enterrada justo al lado de su nieto, Constantino Castriota. María Balsa (de Balsarab, el nombre de la familia de su padre) era hija de Vlad III, conocido con el sobrenombre de Țepeș, “el empalador”. Tras la muerte de su padre en 1477, su hija fue encomendada al caudillo albanés Skanderbeg, en virtud del hecho que ambos eran miembros de la Orden del Dragón. La orden, que fue creada para combatir la preocupante amenaza otomana en los Balcanes, aseguraba asistencia mutua a las familias de los miembros [2]. Ferrante I se tomó tan en serio sus obligaciones que adoptó a la niña y, cuando llegó el momento, la casó con un sobrino suyo, Giacomo Alfonso Ferrillo, miembro de una familia napolitana de origen aragonés. A Giacomo le fueron concedidos el título de conde y propiedades en Muro Lucano y Acerenza. El escudo de armas de la familia Ferrillo, que es el que está en la tumba, estaba dominado por el blasón de los Balsa o Balsarab: un dragón con alas de murciélago, el símbolo del príncipe Vlad, en virtud de su pertenencia a la Orden del Dragón. Por ello Vlad III también era conocido como Draculea, “el hijo del dragón”, el sobrenombre con el que ha pasado a la posteridad literaria y cinematográfica. Yo sé que el marqués, como algunos sabios locales, prefiere a todas luces que este sepulcro no sea solo el de Maria Balsa y su esposo, sino también el del propio Vlad Draculea (en rumano, el hijo de Dracul, por tanto, “el hijo del dragón”). Pero de momento, a pesar de la misteriosa inscripción en código unciale, es decir, una inscripción compuesta de muchas letras de diferentes alfabetos, como griego, latín, copto y etíope, habrá que esperar a alguna prueba de ADN. Y tal vez, por precaución, llevar una ristra de ajos cuando volvamos a Santa María la Nueva [3].
Agotando la paciencia de nuestros acompañantes, M. y un servidor hicimos promesa de “una sola iglesia más y a comer” y entramos en el complejo monumental de Sant’Anna dei Lombardi, también conocida como Santa María di Monteoliveto, la congregación a la que fue confiada en primera instancia la iglesia. La iglesia, construida por el rey Ladislao de Anjou-Durazzo y reformada por Alfonso II de Aragón, pronto se convirtió en la favorita de la corte y la nobleza aragonesa. A pesar de su nombre, durante mucho tiempo fue la iglesia de la comunidad toscana en la ciudad, sobre todo florentinos y sieneses, destacando entre ellos el tantas veces mencionado en estos diarios Duque de Amalfi, Antonio Todeschini Piccolomini d’Aragona, uno de los sobrinos del papa Pío II, que quiso construir en esta iglesia la capilla de su familia. Sant’Anna dei Lombardi fue el primer laboratorio de las ideas artísticas del renacimiento toscano en el Reino de Nápoles, donde aún estaban en vigor las ideas estéticas de la matriz artística borgoñona propia del siglo XV en gran parte de Europa, incluida Italia, como le gusta decir a José Enrique Ruiz-Domènec. La capilla hace la misma propuesta estructural que ya pudimos ver en la capilla del cardenal de Portugal en Santa Miniato al Monte en Florencia, en la que se entrecruzan escultura, arquitectura, pintura, mosaico y terracota vidriada. Le doy la venía al marqués para que hable de ello, porque es quien sabe de estas cosas. Allí encontramos por todas partes los blasones, tan familiares ya para nosotros, de la familia Piccolomini. El pavimento, bellísimo, es de estilo cosmatesco, como el de las las basílicas romanas de San Pablo Extramuros, San Juan de Letrán o de los Cuatro Santos Coronados. Adosado en el muro izquierdo está el monumento fúnebre a Maria d’Aragona. A pesar de estar en una isla renacentista, como es Sant’Anna dei Lombardi, la capilla Piccolomini recurre a una exuberante decoración, en la línea del gusto borgoñón tan del gusto de la corte aragonesa. Fuera de la capilla Piccolomini, nos parece estar en Florencia. La Sacristía Vieja o “De Vasari” es conocida como la capilla sixtina napolitana. Vasari pintó los frescos de su bóveda en 1545 cuando aún era un refectorio. Tenía sus reservas respecto de llevar a cabo su obra en una bóveda de fábrica gótica, pero tras algunas adaptaciones se decidió a llevar a cabo su obra para nuestra fortuna.
Desde via Monteoliveto, pasando al lado del Palazzo Orsini Gravina, hoy sede de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Nápoles (Federico II), llegamos a la Piazza del Gesù Nuovo, donde comimos en O’Munaciello, donde la sobriedad y la profesionalidad de Carmine (en Italia es también nombre masculino) hizo de aquella breve parada para reponer fuerzas una gratísima experiencia. La conversación brillante, entretenida, instructiva. Así se toma el pulso a una ciudad y no recorriendo iglesias como unos posesos, que es lo que habíamos hecho durante toda la semana. Volveremos allí. Sin tiempo para entrar en la Iglesia del Gesù Nuovo o en la Basílica de Santa Clara, donde está el panteón de los reyes de Nápoles de la dinastía Borbón-Dos Sicilias, cruzamos el tráfago de la Via Toledo hacia las Galerías Umberto I y el Teatro de San Carlos, una de las principales plazas operísticas de Europa. Muy cerca, dominando la Piazza Plebiscito, el Palacio Real de Nápoles, la residencia meridional del Presidente de la República Italiana, en un gesto que transparenta la firme voluntad que tienen los italianos de asumir su historia y resignificarla adaptándola a los cambios. El marqués sugirió que fuéramos a uno de esos cafés históricos que le privan, el Café Gambrinus, a tomar un helado y contemplar desde allí aquel palimpsesto de la historia de Nápoles: el Teatro de San Carlos, Las Galerías, el Castel Nuovo de los reyes aragoneses, el Palacio Real de los Borbones. Y al fondo, la bahía, la prodigiosa bahía de Nápoles.
El panorama de la bahía de Nápoles, con el Vesubio como telón de fondo es un goce para los sentidos que nos hace comulgar con el aserto popular napolitano: vedi Napoli e puoi mori, la máxima expresión de la napolitudine, la melancolía que propios o extraños sienten al abandonar Nápoles, en particular su bahía. El término a veces se confunde con napoletanità, que es el amor a la patria chica napolitana o napoletanismo, que describe un uso dialectal propio de Nápoles o la adhesión a la cultura y a las tradiciones de la ciudad. Tomamos el camino a Sorrento, bordeando la bahía y dejando a un lado de la carretera el Vesubio, Pompeya y Herculano. Yo contemplaba hipnotizado el Vesubio, il fuoco incandescente del vulcano, mientras nos íbamos acercando, en un trayecto que uno parecía desear que no terminara nunca, a Sorrento. Desde hace muchos años en mi casa en Santander hay colgado en una pared un grabado de La puerta de Sorrento que siempre ha sido uno de los tiradores de mi imaginación, como lo son todos los grabados y mapas antiguos que suelen cubrir las paredes en que no hay libros en las casas en las que vivo. Liber sum era uno de los emblemas de un rey muy aficionado a los emblemas, Alfonso V. Podría traducirse como “soy un libro” pero también “como soy libre”. “Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer”, no está mal como política. M. y su relación con los libros y la escritura. Él en su poligrafía cotidiana, “escribo para poder olvidar”, como me dijo al comienzo de este viaje que ahora está terminando. ¿Por qué escribo yo? Tomaré los versos de Julio Martínez Mesanza, pero dándoles la vuelta: para que quede algo. Para que quede algo de lo que aprendí, de lo que vi, de lo que sentí, de lo que vimos y sentimos este verano invencible e inolvidable. Para poder echar algún tronco a la hoguera del recuerdo en las noches de invierno o de la vejez.
[1] Es decir, de Navarra. Entonces comenzaba a estar en boga la tesis del vasco-cantabrismo. No se refiere a la Cantabria actual.
[2] Alfonso V y su hijo Ferrante también eran miembros de la Orden del Dragón. La emblemática de Alfonso V el Magnánimo es fascinante. Su cimera llevaba precisamente un dragón, lo drac penat, porque eligió esta bestia mitológica como uno de sus emblemas. Dragón tiene la misma realización fonética que D’Aragon.
[3] No deja de suscitarme interés, por mor de sincronía o sintopía, que las tierras del feudo de la hija de Vlad Draculea estuvieran en Basilicata, la tierra natal de la que proceden los Coppola. El abuelo de Francis Ford Coppola, Agostino, nació en Bernalda, también en la región de Basilicata. Francis Ford Coppola dirigió en 1992 su personalísima visión del mito de Drácula: Bram Stoker’s Dracula.