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El Nueva York de Edward Hopper y su aura de tácita tristeza, o lo que la imagen presagia

Edward Hopper (1882-1967) nació en Nyack, una pequeña localidad a una hora de Nueva York, en la margen occidental del río Hudson. Se convirtió en uno de los artistas realistas más famosos, y probablemente el más consumado, del siglo anterior. Aunque vivió lo suficiente para ver y experimentar las extraordinarias innovaciones del modernismo del siglo XX, se mantuvo fiel a la perspectiva figurativa, poetizada por imágenes que hacen hincapié en la soledad y el tono melancólico.

Gran parte de su obra transcurre en el Nueva York crepuscular y nocturno; vivió allí, Washington Square Park, durante décadas. Pensemos en el famoso Nighthawks (Noctámbulos, 1942), un estudio de cuatro personas en un diner a altas horas de la noche, a las que vemos a través de una gran ventana. El interior está muy iluminado, pero la oscuridad inunda la calle fuera del establecimiento. Esta obra, no excesivamente desoladora, asiste sin embargo a uno de los grandes temas del artista: la persistencia de las personas que sobreviven, no solo en la soledad de una gran ciudad, sino también al aislamiento que afecta a las personas por la noche, simplemente, por lo general en la vida. En Gas (1940), otra declaración lírica de lejanía, un hombre atiende el primero de tres surtidores de gasolina rojos. A la derecha, un pequeño edificio –la oficina de la gasolinera–, proyecta luz sobre los surtidores, además del letrero luminoso que se alza detrás de ellos. Una carretera asfaltada, justo detrás de la gasolinera de la izquierda, se extiende hacia la derecha, más del límite de un bosque perennifolio. Los árboles están solos: su verde apagado realza la luz crepuscular y la sensación de un tácito repliegue.

Sobre los árboles se ve un cielo azul grisáceo, cuya luz se acentúa por la insinuación del rastro del sol poniente, cuando el día da lento paso a la noche. La oscuridad invasora realza el aislamiento del hombre en el surtidor, lo que hace melancólica la composición, incluso etérea. El aura de tácita tristeza es el fuerte de Hopper: la mezcla de realismo convencional y de poesía atmosférica ilustran, aunque de forma oblicua, nuestro lento camino hacia el final de la vida. Hopper era un agudo observador de la vida urbana: su efecto sobre las personas y sus grandes edificios industriales que se alzan sobre el asfalto. Pero, en un sentido más profundo, le interesaba captar la poesía del momento, tal como se producía en la vida urbana. El pathos de la indiferencia urbana se convirtió en un tema recurrente. Es difícil captar el paso del tiempo, o prestar atención a sus efectos en la vida de las personas. Sin embargo, inevitablemente, las sugerencias metafísicas de Hopper entran en la escena. El tiempo no es un ente visible, aunque vaya desgastando poco a poco nuestro entorno. Inevitablemente, pues, ayudados por la melancolía recóndita de Hopper, empezamos a ver los días como pasos hacia una suspensión temporal que se volverá permanente.

Walt Whitman, el gran escritor del siglo XIX, ha sido durante mucho tiempo el principal poeta de Estados Unidos; el captó la fuerza del país como una democracia, antes de que nuestro afán imperial se apoderara de ella. Hopper se ha convertido en nuestro más reconocido realista. Muchos poetas contemporáneos de Estados Unidos admiran a Hopper por ser un artista cuyos escenarios visuales se corresponden con la vulnerabilidad a la que asiste Nueva York; el ambiente de Hopper es difícil de describir, pero apunta a un distanciamiento causado por nuestra incapacidad para establecer relaciones significativas. El arte de Hopper recupera una profundidad que no solo describe los desajustes psíquicos de la vida metropolitana, sino que además se opone a ellos. Esta percepción se evidencia en la mayoría de las obras del pintor; poco importa si pinta edificios o personas. Ilustra el pathos de la vida contemporánea. Y, aunque Hopper pinta sobre todo personas corrientes, es un error tacharlo de populista. La representación de clase no era parte de su objetivo: le interesaban las personas de toda condición.

Hopper pintaba la atmósfera extraordinariamente bien. Esa atmósfera se enmarcaba en la consciencia del paso de las horas. A menudo, el realismo que Hopper practica es relativamente sencillo, en un sentido emocional; las cosas son como parecen. Sin embargo, para muchos, Hopper alcanza una profundidad que excede su descripción. Tiende a apoyarse en un simbolismo indirecto, transmitido por la estructura descriptiva: el peso de los edificios, la postura de las personas. Esto produce una fuerte emoción. Su percepción de las cosas, de los encuentros fortuitos que experimentamos en la calle, en los restaurantes y en los cines es directa, incluso sencilla. Sin embargo, esa percepción está siempre presente. Sus imágenes indican siempre una tranquila comprensión de la vida oculta de las cosas, probables enigmas que también son un reto para nuestra percepción e influyen en ella. Tal vez su lirismo se deba a una desconfianza hacia lo obvio, aun cuando lo obvio es lo que vehicula buena parte de su arte. Un aire de tristeza impregna los personajes de Hopper, a menudo rodeado de una casi oscuridad que hace hincapié en su retirada de lo que conocemos, incluso quizá de sí mismos. Empezamos a entender por qué sus figuras tienden a estar separadas unas de otras. En manos del pintor, la psicología da paso a una metafísica espectral, a un conocimiento fuera de nuestro alcance.

De hecho, el tema implícito en la obra de Hopper, además de las casas y los edificios industriales, parece ser una sensación de inminencia, de momentos que se amontonan en una declaración de impotencia ante unas horas contadas. Casi todo se sobreentiende, y se deja fuera de la explicación directa. Hay veces en el arte en que la imagen presagia más que su descripción, como los nubarrones pueden presagiar la lluvia. A pesar de que Hopper presenta la vida del día a día, transmite un fuerte sentimiento por lo que subyace a los temas comunes. Así, su tema convencional enmascara el discernimiento de temas de mayor calado. El estado de ánimo de Hopper evidencia que algo, mayor de lo habitual, abarca nuestra existencia cotidiana. Las emociones se difuminan a través de las cosas ordinarias, y sin embargo prevalece una sensación de trascendencia. En su ejecución, Hopper llega a transformar los edificios en manifestaciones de un entendimiento oculto. El pasado y el presente se adhieren como una neblina incluso a la más humilde de las actividades, y el futuro escapa a nuestro conocimiento. Se trata de un juicio melancólico en su esencia, pero también va firmemente unido a lo poético. Debemos atrapar el momento a escondidas, cuando pasa ante nosotros. Si no lo hacemos, nuestras vidas seguirán siendo más de lo mismo.

Hopper tenía un maravilloso talento para captar las partes apartadas de la ciudad. En Manhattan Bridge (1925-1926), entra en escena una visión distinta del puente. Hopper, que utiliza acuarela y lápiz sobre papel, produjo un impresionante estudio del puente, que se curva en un tramo azul grisáceo que empieza en el centro de la composición, cruza el río Este y acaba en la parte superior derecha. Los largos tensores de acero del puente se extienden desde el pilón que hay al fondo a lo largo de la estructura para mantener su suspensión. La otra construcción importante es un almacén que parece una casa marrón; tal vez es un contenedor para carbón, del que sobresalen dos canalones que dan a la carretera que hay delante. En la parte central del cuadro, vemos el río Este y, al otro lado del puente, una baja silueta de edificios rojos y tostados. El cuadro es una maravillosa versión de una Nueva York que no volveremos a ver; las carretas de madera que vemos en la carretera, en primer plano, indican una época en que aún se empleaban caballos para el transporte de mercancías, mientras que los conductos para el carbón también hablan de una época pretérita. Podemos reseñar que Hopper no solo posee unas considerables dotes como artista plástico, sino que también hace de historiador, decidido a dejar constancia de los lugares, los edificios y las estructuras industriales de su época. Vivió en una ciudad menos complicada de lo que es Nueva York ahora, en unos tiempos en los que la industria era lo suficiente rudimentaria para manejarla casi como una forma lírica.

Sin embargo, Hopper no se centró siempre en las grandes estructuras. En Drug Store (1927) vemos una farmacia en la esquina, iluminada en su interior y por una esfera en la entrada, cuya luz baña la acera (un solo poste sostiene la marquesina de la entrada al establecimiento, en esquina). El resto de la calle está envuelto en sombras; a la derecha se pueden ver la tenue presencia de edificios y fachadas con ventanas. En la parte superior de la farmacia, nos encontramos las letras pintadas que anuncian “Farmacia Silbers”, y, bajo ellas, en la parte superior del escaparate, las palabras: “Medicamentos con receta” y “Ex-Lax” (una marca de laxante). En el escaparate se exponen cajas de regalo azules y, detrás de ellas, cuatro cortinas de colores. A Hopper le interesaban todos los aspectos de Nueva York, no solo los evidentemente poéticos, sino también los cotidianos, dotados de lirismo por su talento para la ambientación.

Esta escena, menor en su consideración de la ciudad, es en realidad una brillante recreación, a través del arte, de una tienda que presta servicios necesarios por la noche. Al igual que la vista del puente de Manhattan desde una vía de servicio, es otro estudio de un lugar poco conocido, a pesar de que la farmacia y la carretera son importantes para el funcionamiento de la ciudad. Hopper se concentraba a menudo en lo cotidiano, y lo investía de un lirismo al que hoy nos costaría dar relevancia debido a la naturaleza sintética de los materiales industriales y su repercusión en nuestras vidas. Parte de la poesía que atribuimos al arte de Hopper proviene de una discordancia en el tiempo: cuando él pintaba, el industrialismo, que se manifestaba en los edificios construidos, ya tenía fuerza y cobraba cada vez más importancia. Sin embargo, la ciudad mantenía las costumbres laborales de una época anterior; por ejemplo, las carretas tiradas por caballos en el puente de Manhattan.

Hoy en día, vemos esa exposición firmemente asentada en el siglo XXI, más de cien años después de la instauración del cubismo y los modernismos posteriores. El punto de vista de Hopper, cuando esos cambios se estaban produciendo, se mantiene fiel a la tradición figurativa. Aunque el realismo estaba muy vivo a mediados y finales del siglo, y se sigue practicando cada vez más hoy en día, al actual mundo del arte debe de parecerle un tanto anticuado. ¿Cómo miramos el realismo en este momento? Su destino, la falta de interés que suscita, lo determina más aquello que lo siguió, en vez de lo anterior. El realismo de Hopper surge, más o menos, al final del movimiento; recordemos que el pintor no tenía aún veinte años en 1900. Pero vivió hasta 1967, cuando el pop art ya había empezado y cobraban importancia movimientos de inspiración intelectual, como el minimalismo y el arte conceptual.

En general, con el paso del tiempo, las artes plásticas se orientaron cada vez más hacia el intelectualismo y, a menudo, el posicionamiento político. Aun así, entre los realistas del siglo XX figuran artistas como George Bellows, John Sloan y Charles E. Burchfield. Al igual que Hopper, estos artistas estaban decididos a retratar el mundo tal como lo vemos. Hopper volcó sus energías en el ambiente y la emoción implícita, en contraste con el arte de orientación conceptual que dominaba el mundo artístico de la época. No es que fuera un artista convencional, sino que era un artista original que trabajaba dentro de una larga corriente. Ahora que la práctica se ha extendido tanto, la obra de Hopper puede parecer principalmente histórica, desfasada con la producción creativa tal como la conocemos hoy. Pero no bastará con una interpretación completamente histórica de Hopper; el sentimiento que experimentamos con sus cuadros tiene mucho que ver con la humanidad, a lo largo del tiempo. Esto lo convierte en un artista actual, al margen de cuándo contemplemos su arte.

No es la innovación formal por lo que Hopper es atípico, sino más bien la profundidad de la emoción. El ambiente lo es todo. En Early Sunday Morning (Domingo por la mañana temprano, 1930), un maravilloso estudio de un edificio de dos plantas que se extiende a lo ancho del cuadro, no hay nadie presente bajo la radiante luz del sol que inunda la calle. El piso superior es de ladrillo rojizo, con ventanas espaciadas entre sí. En el primer escaparate vemos una serie de establecimientos, la mayoría de ellos pintados de color verde metálico. En la parte superior hay una fina franja de cielo despejado, con un edificio oscuro en el extremo derecho, mientras que la parte inferior de la obra es parte de la calle, con una boca de incendios a la izquierda y un poste de barbero frente a uno de los establecimientos. No se puede retratar mejor la soledad de una mañana dominical, y aunque resulta un tanto extraña la ausencia de personas en una escena tomada de la ciudad, apunta a la inclinación de Hopper por el ambiente solitario. Inevitablemente, esperamos de la obra de Hopper una soledad palpable, y eso es lo que retrata esta escena. Es difícil describir el ambiente en la obra de Hopper; es un estado de ánimo, un tono, que se comprende mejor a través del sentimiento y la intuición que de las palabras. Sin embargo, Hopper llama constantemente la atención de su público sobre la nostalgia tácita, de amplio y melancólico alcance.

Dado ese carácter constante de la moderada tristeza de los cuadros de Hopper, resulta útil hablar de por qué pudo haberlos pintado de ese modo. Su vida parece haber sido bastante sencilla; estuvo mucho tiempo casado con Josephine Hopper, destacable pintora estadounidense que estudió con Robert Henri, miembro de la Escuela Ashcan. Tal vez le afectaron los cambios sociales e intelectuales del siglo XX, radicales en su contenido, aunque su obra y su talante no se hagan eco de esos cambios. En la actualidad, Hopper es muy apreciado por la crítica estadounidense y por el público general, que admiran enormemente su capacidad de plasmar la arquitectura urbana y, lo que es más importante, la sensación de desolación que puede producirse en Nueva York. Esto puede ser, en términos más generales, una experiencia de cualquier ciudad, pero Hopper hizo que sus memorables investigaciones fuesen específicas de Nueva York. Pintó una época que transcurrió antes de que se impusiera el anonimato de la alta tecnología industrial. Sus edificios eran de ladrillo, no de algún material sintético. La gran fuerza de Hopper reside en su capacidad para transmitir algo más que la imagen en sí, aunque fuese muy bueno al plasmarla. Podemos decir que el efecto es mágico, aunque también está imbuido de una angustia cuyos efectos son muy difíciles de precisar.

Automat (1927) capta el interés de Hopper por las personas rodeadas del vacío. Los automat, que ya no se ven en Nueva York, era un restaurante donde la gente elegía su comida introduciendo monedas en una ranura, momento en el que se abría una pequeña ventanilla que permitía al cliente cogerla. En esta escena, una joven con un sombrero de ala ancha y un abrigo azul jade está sentada ante una taza de café en una mesa redonda. Detrás de ella hay una gran ventaja que da a la oscuridad de la noche, con dos filas de luces reflejadas en la parte superior del cuadro. A la izquierda, está la entrada al restaurante, y junto a la puerta hay un pequeño radiador amarillo. La mujer lleva los labios pintados, su semblante es neutro, incluso llega a ser meditativo. Una vez más, Hopper captar el aura contemplativa de la persona y del entorno. Ilustra una verdad existencial, que nos afecta a todos, en concreto: que nuestras cavilaciones, la mayoría de las veces privadas, se convierten en un reconocimiento tácito de la transitoriedad que impregna nuestro pensamiento, de forma consciente o no. Así, cada momento se convierte en una identificación de lo efímero, de los cambios silenciosos que nos rodean, y que a menudo presagian la mortalidad.

En sus críticas de la obra de Hopper, la mayoría de los escritores tienen a centrarse en el contenido, sobre todo porque el aspecto técnico de su arte es bastante bueno, aunque sencillo. ¿Qué significa el tradicionalismo del artista a la luz de las extraordinarias innovaciones visuales que se produjeron en el siglo XX? ¿Parece el arte de Hopper anticuado, meramente histórico, a la luz de la actual práctica artística? ¿Se limita a asistir a un estilo que empezó a decaer cuando él todavía estaba activo? La significancia de Hopper debe considerarse siempre desde el punto de vista de su entrega a la figuración, que le permitió dejar fiel constancia de la ciudad y, más indirectamente, del estado de ánimo de la ciudad y sus habitantes. Es un artista muy estadounidense, posiblemente el mejor realista estadounidense del siglo XX. Pero, como ya he comentado, el realismo de Hopper tenía un contenido oculto, que lo llevaba del siglo XIX, en el que nació, al XX, dada su capacidad para captar un tiempo y un ambiente que desaparecían con rapidez. Dejó constancia de la cúspide del cambio. Hoy en día, nuestro arte figurativo tiene a menudo un aire ligeramente académico, incluso cuando es bueno. Es difícil transformar un pasado minuciosamente escrudiñado en algo nuevo. Ahora bien: el realismo no puede competir fácilmente con la abstracción, con obras con fuertes connotaciones conceptuales, o con avances tecnológicos que no existían cuando Hopper trabajaba. Aunque esto sea así, tampoco tenemos que ceder a la idea de que el arte de Hopper está anticuado. El arte excepcional nunca está anticuado, sino que es un reflejo de su tiempo. Hopper lo hizo maravillosamente bien.

Blackwell’s Island (1928), el último cuadro que se comentará aquí, se titula ahora Roosevelt Island. La obra es una bella combinación del agua azul, en primer plano; edificios oscuros, en su mayoría de baja altura, sobre un césped, en la parte central; y, en la parte superior, un cielo azul con dos columnas de cirros. A la derecha, una pequeña barca blanca surca las aguas.

Algunos de los edificios parecen institucionales; recordemos que, en aquellos tiempos, en los de Hopper, la isla albergaba presos, asilos y hospicios para pobres (hoy es un lugar de caros apartamentos). No hay nada abiertamente triste en la escena; de hecho, el cielo y el agua brillantes, junto con la barca, nos dan una imagen de placer. Pero los edificios, las instituciones de la oscuridad, socavan lo agradable de la escena; la oscuridad se puede sentir, aunque no sepamos qué uso se les da a los edificios. Tal vez sea esta la desolación oculta del cuadro, aunque hace falta un conocimiento ajeno a la declaración visual de Hopper para entender las recónditas connotaciones de esa vista. Estados Unidos tiene la mala costumbre de barrer sus problemas en vez de atajarlos, y Blackwell’s Island, por muy inocente que pueda parecer, apunta a un lugar de profunda infelicidad humana. Hopper, gran estudioso de la melancolía tácita, bien pudo estar señalando los problemas que encerraba la isla, a pesar de la resplandeciente belleza del día.

En la mayoría de las culturas, tenemos nuestros héroes artísticos, y en Estados Unidos es uno de los pocos. Su modo de ver se ocupa de una impotencia psíquica ante nuestra insignificancia a lo largo del tiempo. Sin embargo, esta postura se puede contrarrestar con un punto de vista distinto, en el que el acto de pintar y su inspiración intrínseca se oponen a la melancolía de un estado de ánimo constreñido. No solemos pensar en Hopper como un excelente artesano, aunque sus habilidades eran sin duda más que buenas. Lo vemos más bien como el cronista de una profunda pérdida, aunque su causa sea inexplicable. Es difícil saber si las particularidades de este peculiar ambiente son de naturaleza estadounidense; quienes tengamos más conciencia política podríamos verlo como la consecuencia de una economía capitalista. Sin embargo, a decir verdad, eso sería empujar la obra de Hopper hacia una dirección a la que no quiere ir. Él era, más que la mayoría una persona que captó el aislamiento de la vida, la indiferencia del anochecer. Era más un poeta que un activista. La tristeza que impregna su arte, lleno de significado, corresponde a la consciencia de que nuestro tiempo es finito, de la lejanía de nuestras relaciones con los demás, aunque parezcan cercanas. Es un principio difícil de apoyar sin ceder a la tristeza que tan bien describe el artista. Hopper perdura como maestro estadounidense por la profundidad y la verdad de su sentimiento. Es uno de los mejores artistas que tenemos.

Traducción de Verónica Puertollano

Original text in English

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