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Mientras tantoEscribir es dibujar pensamientos

Escribir es dibujar pensamientos


Prosas apátridas

Julio Ramón Ribeyro

Cuando uno pone fin a las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Seix Barral, 2019), cierra el libro y se queda con esa sensación de haber salido de la casa de un viejo amigo en una tarde de visita y plácida conversación, por cuyas ventanas la luz había ido poco a poco apagándose hacia la noche. Uno abandona el libro y echa a andar de nuevo por la vida, pero ya con el runrún de lo leído, aureolado por pensamientos de letras cálidas y sencillas, lúcidas y originales, cotidianas y profundas. Conquistado por la palabra. Palabras que susurran enigmas. Dice Ribeyro: «Lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas». Y sucede que uno, ahora, mira la ciudad, el mar, el cielo estrellado, las avenidas iluminadas, todo, desde el alma enigmática de Ribeyro, y, con el corazón rebosante de júbilo literario, se descansa.

Uno aborda su lectura y se pregunta por esos renglones rebeldes y nada torcidos, esos versos sueltos de una prosa tan bien esculpida y llamada apátrida. ¿Qué son? Bien podrían ser meditaciones urbanas, cuadros o retratos costumbristas, siempre de un costumbrismo nostálgico escrito en su mayoría en París bajo el influjo de absenta del spleen baudelariano. Bien podrían ser confesiones íntimas, cartas para nadie, «pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie» y que invocan tardes melancólicas, pensamientos ingeniosos, o veneran  lo femenino («el cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar») o retratan la humanidad de los animales («tengo la impresión de que mi gato quiere comunicarme un mensaje (…) Advierto en su mirada la inteligencia, prisa, ansiedad. Pero nada podré recibir de él, aparte de estas señas enigmáticas»).

Quién sabe si todos estos motivos acaso no fueron para el autor más que el pretexto para escribir, excusa de hábito de monje escribano para perfumar la celda de los pensamientos con un elixir literario que huela a idea bien dicha, a metáfora y hallazgo lírico y existencial: «Mi capital de vida está ya gastado». «Nuestro rostro es la superposición de los rostros de nuestros antepasados (…) Casi nunca nos parecemos a nosotros mismos». «Amistad, sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad». «Somos una combinación de lo solitario y de lo doble» (conclusión que extrae Ribeyro de su reflexión sobre la convivencia en el cuerpo humano de miembros bimembres y unimembres), «lo que parece indicar que quien nos inventó dudó y, al final, sin saber qué partido tomar, optó un poco al azar por el eclecticismo».

Ecléctico y de metodología azarosa es también este libro. Son prosas apátridas porque los textos sobreviven sin el amparo de un género. «Carecen de un territorio literario propio», dirá el autor, por lo que pueden leerse en orden desde el principio, o en desorden desde el final, o abriendo sin ninguna jerarquía páginas aleatoriamente, en sintonía con la actitud lectora que advirtió Cortázar para su Rayuela. Libre albedrío lector.

Lo que sí es verdad es que, cuando ya se ha leído, sucede que cuesta deshacerse de él. Cuesta sacarlo de la mesilla de noche y llevarlo a la jungla de los estantes donde será engullido por la frondosidad de tantos libros. «La biblioteca personal responde a circunstancias de tiempos idos», dirá Ribeyro. ¿Para qué conservamos libros ya leídos, entonces? «¿No está ya el libro en nuestro espíritu, sin ocupar espacio?». Se acumulan y se arrumban acaso porque «uno tiene vocación de sepulturero y le gusta estar rodeado de muertos; porque nos atrae el objeto en sí, al margen de su contenido, olerlo, acariciarlo. Porque uno cree, contra toda evidencia, que el libro es una garantía de inmortalidad y formar una biblioteca es como edificar un panteón en el cual le gustaría tener reservado su nicho».

Agarrarse a la inmortalidad de los libros como Ulises al mástil («tal vez escribir significa desoír el canto de sirena de la vida») es una máxima que Ribeyro contrapone con la volatilidad de lo humano, la tragedia cotidiana de los adioses. «En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre». Pese a lo grisáceo de su reflexión, el autor hallará en la palabra, en la escritura, en la literatura, la fórmula y sortilegio para atrapar el tiempo, su tiempo, y trascender los límites frágiles de la humanidad.

Escritor peruano nacido en 1929 y fallecido en 1994, Julio Ramón Ribeyro fue además de articulista literario autor de ensayos, novelas, y dueño de una gran producción cuentística (Seix Barral los recopiló en La palabra del mudo, 2019). Quizás para Ribeyro ser cuentista no fue tanto una preferencia de género, sino una actitud de mirada y de oficio como escritor que sigue una filosofía cuántica de la escritura, una economía de la lengua donde basten concisas y precisas palabras (también con voluntad preciosista) para dibujar una atmósfera o un personaje, crear un latido de tensión, llegar a lo esencial de las cosas con discreción (La especialista en la cuentística de Ribeyro, Paloma Torres, publicó en FronterD un magistral texto sobre la discreción como un rasgo muy característico en este autor). Para nuestro autor se trata, pues, de saber exprimir y comprimir las frases hasta despojarlas de todo ripio y dejar el camino despejado a la imaginación del lector. «Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación».

Numerosas prosas apátridas las dedica al oficio de escribir («el hecho material de escribir (…) es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que puedan concebirse»), a su trascendencia, a su capacidad de permanecer y al fabuloso enigma de que toda nuestra cultura esté fundada y se erija sobre «una treintena de figuras que se fueron perfeccionando hasta construir nuestro alfabeto». Observar a su hijo jugando en su cuarto con sus juguetes le despierta a Ribeyro el planteamiento de si escribir no será «una prolongación de los juegos de la infancia», ya que «al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos». Dice: «Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras (…) los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos». Porque, como dirá en otro momento, «escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos».

Escrutarse a sí mismo y al mundo es lo que hace Ribeyro en sus prosas sin patria. Breves como la caricia de una brisa de primavera, bellas como si cada línea sobre la hoja en blanco fuese una exquisita cenefa esculpida como los signos de un jeroglífico. «En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra». Merece la pena descifrarlo. No es tiempo perdido.

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