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Mientras tantoTiempos sin ley, ni tecnología

Tiempos sin ley, ni tecnología


Cada vez que investigo los años que van desde finales de los sesenta a los ochenta oteo más y más libertad. Estamos hablando, todavía, de una sociedad sin burocracia tecnológica, sin escáner y apenas cámaras, que permitía cabriolas que hoy son impensables. Podemos hablar, incluso, que fueron un tiempo donde todavía se podía ser medianamente aventurero y perderse por desiertos, cordilleras y junglas. Estos eran los viejos elementos de la novela bizantina, climas extremos para bizarrías caballerescas, y todavía tenían cierto predicamento en esos años. Los ejemplos son múltiples: Timothy Leary escapándose del penal en septiembre de 1970, Dragó saliendo sin pasaporte de la dictadura de Franco para poder vivir un exilio dorado en Italia e incluso McCartney sobornando a cualquier guardia de seguridad de un país tropical.

«¿Ácido? Sí, agente, me tomé un zumo de limón…»

Existía, así, una picaresca que permitía cierta vida bohemia y libre. Esta dependía tanto del poder, como que la burocracia podía ser corrompida cuando los sistemas de vigilancia digitales eran mínimos e inexistentes. Continúa el gran viajero Paul Theroux sobre el funcionariado hindú:

“Los tipos se dejan sobornar, tratan de estafar al departamento de contabilidad, viven con lujo y hablan de socialismo. Aquel funcionario civil hacía gala de no haber dado o recibido bakshish en toda su vida. «Ni una sola paisa». Algunos de sus empleados de oficina, sí, y en dieciocho años de trabajar en la administración había echado a treinta y dos. Pensaba que esto podría constituir un récord. Le pregunté qué habían hecho.
  —Crasa incompetencia —dijo—, sustraer dinero y hacer toda clase de chanchullos. Pero nunca he despedido a ninguno sin tener primeramente un largo coloquio con sus padres”.

Esa figura del vagabundo psicodélico, del hippie que quiere ser iluminado por gurús de todo tipo (es el tiempo del Don Juan de Castaneda), contrasta con el mundo sedentario habitual en la actualidad. Cientos de miles de niños enganchados a paraísos artificiales digitales, tan lejanos a los analógicos y que se comparan como lo haría Nintendo Switch a una pipa de mescalina en Sonora. ¿Son cobardes? ¿Quizá tienen miedo? No es tan sencilla la respuesta: han vivido años, desde su primera infancia, digitalizados. Conocen así las consecuencias de sus actos, siguen el terrorífico y orwelliano programa Control de aduanas y se conforman con vivir en una pantalla universos que jamás olerán o tocarán.

Es evidente, por otra parte, que un funcionario de aduanas de Lima panzón y con seis hijos en 1971 les dejaría pasar; el algoritmo de las cámaras, de los controles, de las webs, no conocería los grises en su dualidad binaria. Cualquier superchería dialéctica acabaría con el socorrido “Esta conversación carece de objeto” del gran guarismo Hal 9000.

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