Cae la noche, después de una cerveza en la plaza central de Toulouse, con aires de uno de los grandes siglos franceses, el XIX. Y recordamos que aún queda un trecho hasta Carcasona, la ciudad donde pasaremos la noche. Salimos ya de noche y poco después vimos a lo lejos la silueta espectral de la ciudadela, pero parece que ha habido un mal entendido. M. quería que nuestro alojamiento estuviese situado allí arriba (conociéndolo, supongo que pensó que bien podrían alojarnos en el propio castillo, en la Torre del Homenaje, ya puestos). La cruda realidad fue que nuestro alojamiento estaba en la otra punta de la ciudad, también medieval. Lo único que hay que apostillar es que el barrio resultó ser la casba de Carcasona. Se está convirtiendo ya en una bellísima costumbre alojarnos en este tipo de lugares: medievales en las formas, magrebíes en el paisanaje. No puedo ocultar que a mí esta fórmula me encanta, me recuerda tanto mis estancias en Marruecos que agradezco al marqués que indeliberadamente me despierte tan hermosos recuerdos. No dejo de sentirme como en casa, como si estuviera en el Palermo normando, aquel híbrido de Bizancio, islam y feudalismo normando, o en el Beirut o la Antioquía de las Cruzadas. En el hostal, ante la angustia por nuestras pertenencias, nos tranquilizan: nuestros equipajes no corren ningún peligro, estamos protegidos por el sistema del barrio. Nadie le va a tocar un pelo a nuestro coche. El tono no dejó lugar a dudas y su palabra quedaba empeñada. Nos sentimos como en casa. Del refrigerio improvisado en el propio hostal, mejor ya no hablamos. Y de noche, rodeados de la morisma de Carcasona y de su algarabía, conciliamos el sueño. Mañana más.
Al día siguiente, tras comprobar que nuestros valedores en la casba de Carcasona habían cumplido con su palabra y que nuestro equipaje y las lunas del coche estaban intactos, nos fuimos a desayunar a la ciudadela y a ver de cerca la Carcasona de Eugène Viollet-le-Duc, ejemplo académico de restauración de una fortaleza-ciudad medieval, que tiene sus partidarios y detractores, según las épocas y las escuelas. Mientras M. y triple M. se fueron a cumplir sus deberes espirituales, de domingo y de fiesta nacional de España, Santiago y cierra, en la iglesia de la ciudadela, yo me fui con la joven condesa de Prata a dar un paseo por las murallas y adarves. Pasamos por una explanada llamada lices. La palabra me intrigó, pero el enigma duró muy poco: estaba meridianamente claro que allí se libraban las justas y los torneos, la lidia y la liza castellanas, todas ellas descendientes del mismo abuelo latino: el verbo litigare. Hasta había anuncios de un próximo “torneo medieval”, esa moda de la recreación histórica que parece haber llegado, con calidad bastante desigual, para quedarse, aquí en Francia, pero también en España y en Italia.
Una vez más, con Jorge Manrique:
Las justas y los torneos,
Paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?
¿qué fueron sino verduras
de las eras?
Tras abandonar Carcasona, atravesamos el Languedoc asestando hacia el sur, hasta Béziers. Lo que iba a ser una parada breve para reponer fuerzas se convirtió en una comida en toda regla, con sobremesa y charleta espontánea con unos locales que estaban un poco sensibles con la cuestión de la inmigración islámica. Sentados en una terraza al lado de la catedral de San Nazario, nuestros vecinos de mesa pronto sacaron a colación a Carlos Martel, la batalla de Poitiers y otras joyas de la mitología francesa, en forma de bromas un tanto forzadas durante una comida demasiado larga. Reconozco que cada vez soy más devoto del no lunch program. Cuando se viaja, comer sentados es una absoluta pérdida de tiempo, de energías y de concentración. Moros para arriba, moros para abajo, los españoles que tanto sabéis de ellos. Cuando vieron que no teníamos ganas de mojarnos y entrar en materia, perdieron su interés en nosotros.
Algunas precisiones. En primer lugar, muy cerca de donde estábamos, y a donde naturalmente no pudimos ir porque empleamos todo nuestro tiempo en nuestro anodino y prescindible almuerzo, está la iglesia de la Magdalena, donde el legado pontificio Arnaud Amaury prendió fuego a la pira con todos los albigenses de la ciudad allí estibados, exclamando “Dios reconocerá a los suyos”. Como ya había una acrisolada tradición local, en las guerras de religión francesas del siglo XVI -insuficientemente conocidas en España, siquiera como contrapeso de nuestra masoquista tendencia a considerar que somos los mejores en eso de masacrarnos a nosotros mismos de vez en cuando-, que fueron una de las mayores carnicerías de Europa hasta la industrialización del método en el siglo XX, la mitad de la población de Béziers exterminó a la otra. Comenzaron marcando los protestantes. Cerraron el partido con victoria incontestable los católicos. Para luego aguantar bromitas sobre lo salvajes que somos los españoles. Después me enteré de que Béziers es la población de Francia con más porcentaje de voto del Rassemblement National, hasta 2018 Front National, el partido de Marine Le Pen y antes de su señor padre Jean-Marie Le Pen, que por algo es el negocio familiar. Sin duda, en la comida confraternizamos con parte de sus votantes. Con nuestras buenas tres horas echadas en Béziers, sin ver absolutamente nada, nos dirigimos hacia Nimes, siguiente parada del viaje.