Paseo por la parte medieval de San Remo, por sus murallas y adarves. Entramos en la Catedral de San Siro. De nuevo, mi pasado de joven bárbaro, como la ley moral de Kant, ante mí: lo primero en lo que pensé fue “hombre, San Siro, como el estadio del Inter de Milán (y también del Milán A.C.)”. Esto es lo que yo llamo una cultura general. Tras ver unas cuantas iglesias –el marqués no perdona una- y desayunar en una adorable plaza, acudimos al mercado de abastos de la ciudad a comprar unas escuetas viandas para hacer un pícnic en nuestra jornada de mar en Cinque Terre.
Llegamos, un año después, a Lerici, mas esta vez, tristeza, de día. Mientras esperamos el ferry para Porto Venere, nos dirigimos al malecón a darnos un cole, como se diría en santanderino profundo. Retruécano con el nombre de pila de la hija de M., la joven condesa de Prata. A partir de ahora me voy a referir a ella como Lerichi, preferentemente con unos acordes de una canción de Boney M. «Pero es que mi padre no puede tener un sólo amigo normal», me imagino debe de estar preguntándose. Yo creo que no le falta razón.
Simulacros de autolesión. «No se te ocurra saltar desde un malecón sin saber a ciencia cierta qué hay en el fondo». Consejos que le daría a mi hija Genoveva y que luego uno mismo nunca sigue. Caigo encima de algún molusco, tengo para mí que tóxico, y me inflijo un corte en la planta del pie que me va a acompañar durante todo el verano, de modo que no me voy a olvidar del baño de Lerici en mucho tiempo. Si a esto le añado mi malsana afición a las alpargatas de esparto -«caminar sobre papel de lija», en feliz hallazgo de M.-, ya está armada la tormenta perfecta. Creo que este verano voy a tener que llevar mi bastón por motivos más justificados que hasta la fecha. No es la primera vez que esto sucede y me temo que no va a ser la misma. M. ya empieza a considerar como una baliza de nuestros veranos en la Toscana el día en que mis pies empezaron a estar en peligro cierto de amputación. A esto se redujo mi versión de la Copa Byron de nado. El Marqués amenaza desde hace años con emular las hazañas natatorias del renco de Lord Byron cruzando a nado el Bósforo en Estambul. Si mi salud y mis fuerzas me lo permiten, allí estaré yo a su lado, animándolo con un megáfono desde una barca, perfectamente equipada por si le da una pájara y hay que rescatarlo Espero tener más suerte en la cala byroniana de Porto Venere. Y pasar menos miedo que en el baño nocturno del año pasado, también. Pues nada. Donde esté un bello recuerdo, que se quite la atrocidad del momento presente. Porto Venere y la cala de Byron no son lo mismo a las cuatro de la tarde que a las cuatro de la mañana. Me hago firmes propósitos de no volver aquí nunca más a plena luz del día. Un patrimonio de recuerdos excepcionales, por discreto que sea, no se puede malbaratar de este modo. Tras el baño descafeinado en la Gruta de Byron, en el que echamos mucho de menos a las sirenas del año pasado, y de visitar la iglesia de San Pedro y pedirle ayuda al Santo para no terminar en agosto como él, nos pusimos en camino hacia Pisa y entramos en la Toscana. La misma Toscana de todos los veranos. De pensarlo, ya empiezo a emocionarme.